Arsuaga y Millás, la extraña pareja
Un día, Juan José Millás propuso a Juan Luis Arsuaga asociarse para hablar de la vida. Arsuaga llevaría al escritor a un sitio y Millás redactaría lo que el paleoantropólogo le contase. El resultado es el libro 'La vida contada por un sapiens a un neandertal'. Este es un extracto del capítulo nueve, ‘Superpeluche’.
En junio se cumplió un año del primer encuentro entre el paleontólogo y yo. Un año durante el que no nos subió el colesterol ni nos aumentó la presión arterial ni nos cayó una teja en la cabeza. Comparadas con la marcha del mundo, nuestras vidas discurrían sin sobresaltos reseñables. La asociación funcionaba, en fin. Le llamé para decirle que deberíamos celebrarlo y estuvo de acuerdo.
—Te llevaré a una juguetería —añadió.
Al colgar me quedé un poco preocupado. ¿Pensaba comprarme un peluche como regalo de aniversario? ¿Había empezado a descubrir mi neandertalidad profunda? En tal caso, ¿qué debería regalarle yo?
¿Qué puede ofrecerle un neandertal a un sapiens?
Me citó en una tienda de muñecas de la calle del Arenal de Madrid a las siete de la tarde de un sábado. La calle del Arenal, que está peatonalizada, une la Puerta del Sol con la plaza de la Ópera, dos puntos neurálgicos de la ciudad. La arteria hervía de gente, como una placa de Petri hierve de microorganismos en el laboratorio. Llegué media hora antes, según mi costumbre, para inspeccionar los alrededores, y me asomé al establecimiento, que se trataba, en efecto, de una juguetería cuya estética evocaba las tiendas inglesas de los años veinte del pasado siglo. En el escaparate se exponían decenas de bebés hiperrealistas, pero también peluches y hasta una casa de muñecas.
Me vuelven loco las casas de muñecas. La que había en el escaparate tenía dos pisos y una buhardilla y estaba abierta por la mitad, mostrando sus entrañas: el salón, la cocina, los baños, los dormitorios… En el salón había un grupo de personas mayores tomando el té. En uno de los dormitorios, una niña, que me recordó a la Alicia de Carroll, se miraba en un espejo ovalado, de los de pie. En la buhardilla, un mayordomo y una cocinera departían sentados en el borde de una cama alta. Parecía un mundo en paz, quizá demasiada. Yo habría puesto en el piso inferior, debajo del hueco de la escalera, un ahorcado colgando de una viga.
Al rato, empecé a dudar de si Arsuaga me había citado realmente allí o había sido un sueño. La sospecha aumentó al comprobar que a la hora prevista no había llegado. Me metí en un bar próximo desde el que podía vigilar la entrada de la tienda y pedí un café para hacer tiempo y reflexionar sobre mi situación mental. A eso de las siete y cuarto, cuando estaba a punto de marcharme, lo vi llegar un poco apurado, abriéndose paso entre el gentío.
—¡Lo siento, lo siento! —se disculpó—, es que vengo de la sierra, de hacer una marcha, y he cogido a la vuelta un poco de caravana.
Le pregunté qué hacíamos allí.
Él se volvió y señaló a la muchedumbre y exclamó:
—¡Observa qué energía!
Detesto la energía, detesto la euforia, detesto a las masas, pero fingí entusiasmarme con aquel espectáculo de sábado por la tarde en el centro de una de las grandes urbes europeas.
—Ya he observado la energía —dije transcurridos unos segundos—. ¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer en una juguetería?
—Se aprende en todas partes —sentenció el paleontólogo sonriendo con cierta condescendencia.
El aire de la sierra le había sentado como un chute de coca. Además, se había dado un corte de pelo que le proporcionaba un aire adolescente. Iba con una camiseta de manga corta y vaqueros. Me pareció que ese día estaba especialmente delgado. Por un momento me resultó un poco odioso, la verdad.
—Esta ebullición —me explicó sin moverse del sitio— tiene que ver con el soma, con el cuerpo, pero cada una de esas personas lleva dentro un paquete genético. ¿Hemos hablado de esto, de las líneas germinal y somática?
—No me suena.
—El cuerpo es el vehículo de los genes. Hay quien dice que, llegado el caso, los genes prescindirían del cuerpo, lo desecharían en su propio beneficio porque son egoístas. Es un modo de mirarlo. En la dicotomía huevo/gallina, elegimos la gallina, pero hay un aforismo según el cual la gallina no es más que el instrumento que utiliza el huevo para perpetuarse.
—La gallina sería la cáscara.
—Algo así. Toda esta gente morirá, tú y yo también, pero nuestros genes atravesarán los siglos. Vienen haciéndolo desde el principio de los tiempos.
Imaginé muerta a toda aquella multitud, entre la que había cientos de adolescentes que entraban y salían de los numerosos bares, y me pareció una carnicería.
—Vamos a ver ese koala —dijo Arsuaga y se dirigió a un peluche de unos dos metros que se hallaba cerca de la iglesia de San Ginés y junto al que los niños se retrataban.
—¿Y la juguetería?
—La juguetería luego. Tenemos tiempo.
Nos abrimos paso entre los cuerpos hasta alcanzar nuestro objetivo.
—Estamos ante un superpeluche —señaló al monstruo—. El koala es en sí mismo un animal-peluche. Nos encantan los animales-peluche porque nos producen ternura. Los genes nos manipulan para que despierten en nosotros un afán de protección.
—Bueno, este da un poco de miedo —dije yo considerando su tamaño.
El paleontólogo siguió a lo suyo:
—... un afán de protección semejante al que sentimos por los niños de nuestra especie. A los niños no los consideramos una amenaza, ¿verdad? No forman parte del engranaje, no juegan la partida social en la que apostamos los adultos. No compiten. Y eso tienen que hacérselo ver a nuestros resortes emocionales inconscientes, a nuestros resortes hereditarios, genéticos, a nuestra biología.
—Por eso —aventuré yo— las películas de terror en las que hay niños resultan doblemente terroríficas: porque la amenaza viene de donde no debe.
—El niño diabólico es lo más terrible que hay. ¿Pero qué tienen los peluches de interesante? ¿Por qué el koala es un animal adorable?
Los dueños del koala, un matrimonio latinoamericano, y la gente que hacía cola para fotografiar a sus hijos empezaron a observarnos con curiosidad. ¿Qué hacían dos señores mayores plantados frente al bicho en animada conversación, uno de ellos tomando nota de lo que decía el otro?
—Me temo que nuestra presencia produce cierta incomodidad —dije—.
Olvídate de la incomodidad de los otros, te pasas la vida pensando en el qué dirán —me reconvino Arsuaga—. Para empezar, el koala tiene formas redondeadas y pelo algodonoso, suave, no erizado, un pelo acariciable. ¿Lo ves?
—Lo veo.
—Es una gran bola. Vamos a analizar los elementos que hacen a los niños adorables y las características que comparten con los peluches. En primer lugar, formas redondeadas. Han de ser como una bola, sin cuello apenas. Y la cabeza es una esfera. No tienen colmillos ni garras.
—El koala tiene garras.
—Pero las tiene escondidas. El lobo feroz, en cambio, tiene colmillos. Fíjate en el rostro del koala: ojos grandes, morro corto y frente abombada. Es lo que caracteriza la cara de un niño. ¿Y cómo andan los niños? Con torpeza, están a punto de caerse todo el rato. La torpeza es fundamental para despertar ternura. Más cosas: brazos cortos y piernas cortas. Si reúnes todos esos elementos y los articulas debidamente, tienes una máquina de producir ternura. Los genes responsables de la producción de esos rasgos están actuando sobre tu conducta. Te manipulan y ni siquiera son tuyos.
—Ni siquiera de mi especie —añadí—, porque un cachorro de perro nos despierta las mismas emociones.
—Exactamente. De eso venimos a hablar hoy, porque el último día estuvimos viendo perros, ¿te acuerdas?
—Sí.
—¿Por qué queremos a los perros y por qué los lobos nos resultan amenazantes y por qué hemos inventado mascotas que tienen rasgos infantiles?
—Ya voy viéndolo.
—Ahora quiero mencionar otra palabra interesante, otro concepto clave, que es el del superestímulo. En toda manipulación, desde la totalitaria a la sexual, pasando por la de la publicidad, se utilizan esos resortes. Los niños ya son bastante ricos de por sí, pero si haces un superniño fabricas un superestímulo. Si exageras sus rasgos, llaman más la atención.
—El superkoala es un koala modificado para que despierte más ternura que el propio koala —aventuré.
—En efecto, es un koala exagerado. Observa la confianza con la que los niños se dejan abrazar por él. Y cómo lo acarician sin temor alguno, pese a su tamaño.
—Llevas razón, pero quizá deberíamos ir a la juguetería, tal vez la cierren pronto —lo urgí, molesto por la curiosidad que despertábamos entre el corro de espectadores.
—Pues eso —dijo Arsuaga ignorando mi sugerencia— aplícalo a todo.
—¿Por ejemplo?
—Una tarta que tenga abundancia de azúcar refinada y bastante grasa.
—Esas bombas calóricas…
—¿Qué son esas tartas? Superestímulos. Nos gustan los frutos azucarados. Estamos programados para comer moras porque tienen glucosa y nos gustan las grasas animales porque nos proporcionan energía. Además de las proteínas, que son los ladrillos con los que se construye el cuerpo, necesitamos energía, y la energía nos la proporcionan los azúcares y las grasas. Para conseguir grasa en las condiciones naturales tienes que cazar un mamut y eso lleva mucho tiempo y mucho esfuerzo. En una tarta tienes, concentrada, toda la grasa del mamut.
—¿Y para conseguir el azúcar que hay en una ración de tarta?
—Para conseguir el azúcar de una ración de tarta te tienes que comer todos los arándanos del Sistema Central. ¿Cómo resistirse entonces al superestímulo de una tarta?
—Con fuerza de voluntad —respondí absurdamente.
—Los superestímulos biológicos —continuó él— son comunes a toda la especie, de modo que, si quieres vender algo, ya sabes la tecla que tienes que tocar. Y ahora sí, vamos a la juguetería antes de que la cierren.
Una vez dentro de la tienda, y tras explicar a la encargada del establecimiento que no éramos dos viejos perversos, sino un paleontólogo y su alumno, nos quedamos asombrados ante una colección de muñecos de látex que imitaban hasta la perfección la textura de la carne de un bebé. Despertaban, además de ternura, instintos caníbales, pues parecían dispuestos para el horno. Le pregunté al paleontólogo si la expresión “está para comérselo”, que tanto se utiliza para referirse a los niños, expresaba en el fondo un deseo literal.
—Mi madre cuenta —respondió— que al poco de tener a mi hermano mayor le pusieron cochinillo y dijo: “No puedo comer esto”. A lo mejor le recordaba las ganas de comerse al niño, vete tú a saber, pero la verdad es que los bebés están para comérselos.
—Hablando de la cosa caníbal, me viene a la memoria que en casa tuvimos una pareja de hámsteres y ella crio. Y recuerdo que un día me pareció que la madre estaba haciendo algo raro y me acerqué a la jaula. Resulta que se estaba comiendo una de las crías. La había cogido así, entre las patas delanteras, como una ardilla coge una bellota, y había comenzado por la cabeza. Todavía siento escalofríos, no lo olvidaré nunca.
—En mi casa —dijo Arsuaga— fueron los niños, mis hijos.
—¿Los que se comieron al hámster?
—No, hombre, los que vinieron al dormitorio gritando que la madre estaba devorando a las crías.
—¡Qué horror!
—Los genes, son los genes, no es nada personal. En realidad, no se los estaba comiendo, los estaba reciclando. Cuando una hembra de hámster pare dentro de una jaula, siente que está en una situación insegura y lo mejor que puede hacer entonces es reciclar la energía de sus crías porque no está en su ambiente. Esa camada no tendría éxito.
—Ya.
—Pero bueno —añadió volviendo a los muñecos de carácter hiperrealista—, aquí vemos las características que hacen a los niños tiernos y amorosos. Lo mismo que decíamos del koala: cabeza enorme, desproporcionada, ojos grandes, mofletes, formas redondeadas, la frente abombada, la nariz chata, casi un pellizco, apenas sobresale del rostro. ¿Te imaginas un bebé con la nariz aguileña?
—No.
—Y los labios, los morritos… Además, no tienen dientes o son muy pequeños. Todo muy mullido: la tripita, los muslos… Y la torpeza, insisto. La torpeza emociona mucho. ¿Qué nos está diciendo el bebé con todo eso?
—¿Qué?
—No compito contigo. El bebé es una máquina de supervivencia. Está programado para llegar a adulto. Anota esto: podemos utilizar esos rasgos que acabamos de ver por separado o juntos. Una vez que tienes una lista de rasgos, te dices: voy a amplificarlos todos o solo uno, quizá dos, etcétera. Y hala, a manipular al personal. Vamos a la siguiente sala, que es donde están los peluches.
—Lo curioso —insistí ya frente a la exposición de peluches— es que no solo nos produzcan ternura y afán de protección las crías de nuestra especie, sino también las de los animales. Y a los animales les ocurre lo mismo con nosotros. Está el caso de los niños salvajes, criados por una fiera.
—Ese es el punto. Eso lo tienen todos los mamíferos, todos. Todos utilizan los mismos rasgos infantiles. Por eso vemos a veces en la tele que una leona ha adoptado a una cría huérfana de otra especie. La leona no es zoóloga, no sabe, pero el bebé tiene rasgos que despiertan en ella un instinto de protección. La leona no controla ese instinto. Todos los mamíferos, en ese aspecto, somos iguales.
—Claro —dije—, la cría de una lombriz, en cambio, no nos despierta ningún sentimiento de solidaridad.
—Mira este husky —dijo Arsuaga señalando un cachorro de esta raza de perro—, está diciendo: “Adóptame”. Te está manipulando para que lo adoptes.
—¡Es verdad! —exclamé asombrado.
—Si te gusta, te lo regalo.
—¿Qué dices?
—Era una broma, hombre, no te asustes. La mayoría de la gente con perro asegura que ellos no escogieron al animal, sino que fueron escogidos por el perro.
—¿Cómo es eso?
—Tú entras en una tienda de mascotas y todos los perros hacen boberías para seducirte. Todos compiten para caerte bien. Te llevas al que más adentro te ha llegado.
—Así que nos escogen ellos…
La vida contada por un sapiens a un neandertal se publica en la editorial Alfaguara el 22 de septiembre.
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