Saber poner límites: el primer paso para evitar la frustración
Freud decía que la ausencia de restricciones lleva a uno de los estados psíquicos más problemáticos: la omnipotencia. Y esta, a la desilusión, la irrealidad y los sentimientos de inexistencia.

Vivimos en una sociedad que elogia y demanda la falta de límites. Lo que predomina es el ideal de no tenerlos, una especie de promesa de que es posible eludir cualquier restricción. Es una actitud producto del imaginario colectivo de nuestra era capitalista y hemos podido ver sus efectos en la degradación del medio ambiente, en la política y la economía, en las guerras y los genocidios y en la fragmentación de los vínculos entre pueblos e individuos. La sociedad reclama que obremos como si todo fuese posible —esto es especialmente visible y paradigmático en el terreno de la tecnología y las redes sociales—. Pero los límites existen y afectan a la psique. A lo largo de nuestra vida los tenemos que encarar una y otra vez. Nos obligan a abandonar la ilusión de completud. Aunque los límites se manifiesten en todas partes y todo el tiempo, la ilusión de un mundo sin restricciones seguirá rigiendo en el inconsciente. Y para desmontarla ayuda apuntar que la felicidad es efímera y, a lo más, la vivimos en intervalos fugaces en los que nos aproximamos a la plenitud. Si lo ilimitado fuera posible, por lógica, también la completud sería imposible.
Entre los momentos más desafiantes de mi trabajo con pacientes se cuentan aquellos en los que tuvimos que afrontar las consecuencias de la evasión de límites. Sirva de ejemplo, una vivencia. Eran las seis de la tarde de un viernes en pleno invierno, había nevado todo el día y el edificio de mi consultorio parecía desierto. Mi joven paciente, inclinado en el borde de su silla, con el rostro sonrojado y sus ojos desorbitados, me conmovió intensamente al notar el palpitar de las venas de su cuello. Presa del pánico y de sus instintos autodestructivos, me llamó solicitando esta sesión adicional. Por el rabillo del ojo miré el reloj y noté que habíamos excedido nuestro tiempo de sesión y que llegaría tarde a mi compromiso de esa noche. Yo estaba cansado y no me sentía particularmente eficaz. Así que, por tercera vez, le dije: “Realmente tenemos que parar ahora”. Y, nuevamente, su respiración se aceleró, apretó los puños e insistió: “No salgo de esta oficina hasta que hagas algo que me haga sentir mejor”. Después de un largo y tenso silencio, me levanté y me dirigí a la puerta. De súbito, dio un salto y se plantó frente a mí, desafiante, mientras su rostro se contraía por la ira. Nos mirábamos durante lo que pareció una eternidad. Con voz temblorosa dije: “No puedo funcionar en un clima de miedo, si me haces daño, nuestra terapia se acabó”. El joven me miró fijamente y le insistí: “Ya me voy”. Abrí la puerta y él salió disparado a mi lado, sin decir palabra, rumbo a la nieve.
El lunes siguiente al volver a la oficina, encontré la cerradura de la calle bloqueada, no pude meter la llave. Para mi sorpresa, descubrí unos tubos vacíos de pegamento tipo cola loca, que habían quedado en el suelo. Casi seguro, lo llamé y le enfaticé que, de haber sido él, tendría que cubrir los gastos de cerrajería, de lo contrario procedería a investigar las huellas dactilares en los tubos de pegamento. Puse un límite y él respondió afirmativamente. Por obvio que parezca en retrospectiva, me sorprendió darme cuenta de que, en el contexto del análisis, nos habíamos “pegoteado”, por así decirlo. A pesar de mi adherencia a los límites de mi práctica profesional, entre su yo y el mío los límites se habían desdibujado inconscientemente —como le había sucedido repetidamente desde pequeño, pero bajo circunstancias completamente diferentes y marcados por el abuso—. Algo se estaba repitiendo. En sesiones posteriores pudo reconocer el sentimiento detrás de mi demarcación de límites como un gesto destinado a proteger la integridad de nuestra relación y no como imposición limitante. Entendimos su comportamiento desafiante como la expresión de un llamado desesperado a establecer límites. Como lo demuestra este caso, cualquier cuestión de límite personal tiene significado solamente en referencia a los límites personales de otros, y por eso es siempre una dimensión interactiva de la experiencia.
En sus escritos sobre la identidad, el psicólogo y psicoanalista germano-estadounidense Erik Erikson sostiene que la integración de límites personales apropiados es una tarea esencial a lo largo del desarrollo de la persona. Freud articuló la cuestión del límite en su descripción del avance necesario del niño, desde la búsqueda ilimitada de gratificación del “principio de placer” hasta la aceptación de las limitaciones frustrantes impuestas por el “principio de realidad”. Enfatizó la necesidad de establecer límites personales seguros como protección contra el desarrollo de un sentido patológico de omnipotencia. Según él, la omnipotencia es uno de los estados psíquicos más problemáticos y perturbadores, porque, paradójicamente, conduce a sentimientos de inexistencia y de irrealidad: la omnipotencia más absoluta implicaría ignorar por completo el mundo exterior y sus limitaciones. En 2008, en una entrevista el filósofo barcelonés Eugenio Trías reflexionó sobre su concepto de “filosofía del límite” y dijo: “Yo creo que, posiblemente, es la noción más fecunda de las que utilizo no solo porque es ontológica o ser del límite —aunque yo así la entiendo—, sino que también la adapto y la considero fundamentalmente antropológica, ya que es una manera de definir la propia condición humana en todas sus peculiaridades y extravíos”.
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