No sentir el cosmos por no ver las estrellas: los efectos en nuestro ánimo de la contaminación lumínica
La apabullante y creciente manera en que la luz artificial oculta el firmamento —y no solo en las grandes ciudades— contribuye al cambio climático, afecta a la salud y bloquea nuestra visión del universo
Como ocurre con muchas otras especies, el ciclo cronobiológico del día y la noche domina nuestras vidas. Necesitamos la oscuridad para sobrevivir y prosperar, pero la proliferación de luz artificial significa que la mayoría de nosotros ya no experimentamos noches verdaderamente oscuras. “Cerca de las ciudades, los cielos nublados son ahora cientos o incluso miles de veces más brillantes que hace 200 años”, explica el investigador en contaminación lumínica Christopher Kyba, del Centro Alemán de Investigación en Geociencias en Potsdam. Hay evidencias de que la luz artificial nocturna afecta negativamente a la salud, contribuye al cambio climático, representa un desperdicio económico y energético y bloquea nuestra visión del universo. Kyba avisa: “Apenas estamos empezando a comprender el efecto drástico que esto ha tenido en la ecología nocturna”. Al deslumbrar el telón de fondo celeste del escenario de nuestras vidas —con luz artificial excesiva—, quedamos desconectados del entorno y de nosotros mismos.
El filósofo canadiense Charles Taylor, en su libro Cosmic Connections: Poetry in the Age of Disenchantment (Harvard, 2024), habla de una necesidad humana de conexión cósmica, de una conciencia del mundo circundante “capaz de evocar alegría, significado e inspiración”. Taylor argumenta que esa búsqueda de conexión cósmica ha tomado muchas formas a lo largo de la historia, desde las primeras religiones indígenas —muchas siguen vivas hoy— hasta diversas teorías filosófico-teológicas del orden cósmico. También ha variado la palabra que utilizamos para definir aquello con lo que buscamos conectar. “Cosmos” es quizá el término más antiguo; actualmente se habla también de nuestra alienación del mundo natural —de lo que el naturalista Thoreau define como el “mundo salvaje”—, del medio ambiente que hemos tratado como un mero instrumento, cuando en realidad deberíamos considerarlo como germen de vida espiritual.
Encontrar la serenidad en la inmensidad del espacio —nuestro lugar en el cosmos— no es escapar del desorden de la vida cotidiana, sino una manera de obtener una perspectiva más amplia. Para afrontar nuestras ansiedades sobre los problemas del mundo necesitamos, literalmente, una perspectiva nueva, como ocurre con el overview effect (efecto de visión generalizada), descrito por docenas de astronautas que han contemplado la Tierra desde el espacio. Muchos regresan conmovidos por ver el planeta como realmente es: una unidad y no un conglomerado de fragmentos. Les cambia la vida. Podríamos encontrar un equivalente sin salir de la Tierra —que incluya admiración por el paisaje terrestre, una profunda comprensión de la interconexión entre los seres vivos y el renovado sentido de responsabilidad por el cuidado del planeta— simplemente centrándonos tanto en las estrellas del firmamento como en nuestros propios espacios que compartimos con otros, para acercarnos así y alejarnos al mismo tiempo; sería una manera muy diferente de experimentar tu entorno, de sentir lo que quizás también te dé el efecto de visión generalizada.
Porque la conexión cósmica no se limita a las estrellas, lo impregna todo. Por un lado, nos hace darnos cuenta de lo pequeños que somos; por otro, nos permite sentirnos nosotros mismos con relación a algo tan insondable. En su Crítica de la razón práctica, Immanuel Kant afirmó: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto, a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
Para la mayoría, las estrellas están apagándose y cada año la situación empeora. El resplandor de más de 100.000 millones de ellas que forman la Vía Láctea está siendo atenuado por farolas y fachadas de comercios en las grandes urbes. Dejando a un lado el mito de la estrella de Belén, hoy sería imposible que sus majestades se dejaran guiar por la poderosa estrella bajo nuestro cielo contaminado. De hecho, en el Auto de los Reyes Magos —del siglo XII, considerada la primera obra de teatro en castellano—, “Melchior, Caspar y Balthasar” aparecen no bajo el calificativo de Reyes Magos, sino de “streleros”, o estrelleros.
Durante milenios hemos rastreado el cielo en busca de signos para predecir nuestro futuro. Hoy sabemos que lo que aparece en el cielo se generó hace años luz; el firmamento es el yacimiento arqueológico más impresionante del cosmos. Hemos sido presa de un error de transposición, al confundir el futuro y el pasado, el cielo con lo que pensamos que se le opone. “El resplandor del cielo de las ciudades por la noche es una de las alteraciones más dramáticas que hemos causado en la biosfera, y se extiende cada vez más a paisajes nocturnos mucho más allá de las áreas urbanas”, advierte Kyba. “La luz es un tema muy emotivo”, concluye, “no la produce una sola persona, nos corresponde a todos decidir cómo utilizarla”. Necesitamos proteger el cielo oscuro de la noche, y depende de nosotros asegurarnos de que siga ahí cada vez que se ponga el sol.
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