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Columna
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La privación de lo lejano

Leila Guerriero

Me dio risa porque imaginé a todos esos millonarios buscando un rincón de sus mansiones que no fuera tan ostentoso

Hablemos de otra cosa, me dije, y me senté a escribir una columna sobre la estupenda novela Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019), de la argentina Mariana Enríquez, un relato de terror que es también un relato político y social traccionado por una prosa que no da respiro, pero entonces recordé que tenía que preparar peras para hacer dulce y fui a la cocina y las corté y las cubrí con azúcar, y después hice una lista de compras para la próxima salida a la calle. Cuando terminé, volví al estudio y me senté a escribir la columna sobre la estupenda novela Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, y sobre la variedad de recursos por la que se pasea con la destreza de un gamo, pero entonces recordé que debía enviar un mail y lo envié y me quedé un rato respondiendo correos atrasados. Al terminar, retomé la columna sobre la estupenda novela Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, y escribí acerca de la impiedad salvaje con la que aborda temas peligrosos —las relaciones entre padres e hijos—, pero me di cuenta de que hacía casi media hora que no miraba los diarios, así que empecé a navegar por periódicos de España, Colombia, Italia, Estados Unidos, Argentina, Chile, y cuando estaba por volver a la columna me llegó un correo. Y me enfurecí. Basta. Basta de escribir correos en los que, después de preguntar “Cómo estás”, aparece la frase “Yo, afortunadamente”, y sigue a eso un recuento de qué es lo que ha salvado al fulano o la fulana de estas circunstancias de martirio: vivir en una casa con jardín, tener vista al cerro, descubrir que le gusta pasar la aspiradora. Es tan inhumano. En esos correos nunca falta, hacia el final, una alusión a “la solidaridad y la generosidad que estamos viendo por estos días”, pero yo no veo en esos correos nada de solidaridad ni de generosidad, sino alguien que dice “Estoy a salvo, qué suerte”. Siendo un monstruo de egoísmo como soy, pienso desveladamente en los que no trabajan desde hace semanas, en esta colisión con lo desconocido, en la incertidumbre, y no puedo escribir la palabra “afortunadamente” en ninguna parte, no sólo porque no la siento, sino porque ahora contiene un grado de agresión inverosímil: “Te enrostro mi bienestar, jodete”. Si me preguntan, no estoy bien. Soy una desgraciada más, y a mucha honra. No son tiempos de alivio. Ese mismo día, más tarde, estaba cocinando, cosa que, en estado normal, me produciría placer, pero que ahora es un antídoto, algo un poco menos peor, algo que contiene una cuota de satisfacción enferma como el consuelo que puede sentirse cuando la herida deja de latir aunque se sepa que latirá de nuevo, pensando en el rezo que llevo dentro (mi alma atea y blasfema reza por aquellos para quienes quedarse en casa no es la salvación sino el apocalipsis, por los que venden pañuelos descartables en los trenes, por los músicos callejeros, por las empleadas domésticas, por los obreros metalúrgicos, por los libreros), cuando escuché, llegando desde el televisor, esa voz que conozco tan bien, la voz que me enciende cuando corro —­corría—, la voz de Eddie Vedder, el cantante de Pearl Jam. Me acerqué a la tele y ahí estaba, con esa pinta de carpintero en un mal día, de albañil con resaca, cantando en el recital del que participaron decenas de músicos desde sus casas, One World Together At Home, y empecé a infectarme de pasado, de las noches de recitales en las que aullé sus canciones hasta quedarme afónica, y cuando él terminó siguieron los Rolling Stones y Lady Gaga, y de pronto me dio risa porque imaginé a todos esos millonarios buscando un rincón de sus mansiones que no fuera tan ostentoso, algo adecuado para salir en la tele, pero la risa pasó pronto porque ante ese recital aséptico y sin público la asociación fue inevitable: recordé el que se hizo en 1985 con el fin de recaudar fondos para países de África, Live Aid, que reunió a 74.000 personas en el estadio de Wembley y a 99.000 en el estadio JFK de Filadelfia, todos esos cuerpos chorreando sudor y felicidad, Freddy Mercury entregando la vida sobre el escenario cuando ya sabía que era portador de VIH, y pensé en la enfermedad y en sus metáforas y en el libro de Hervé Guibert Al amigo que no me salvó la vida, y dejé los cuchillos, fui a buscarlo en la biblioteca, lo encontré y leí este fragmento: “Lo más doloroso en las fases de conciencia de una enfermedad mortal es sin duda la privación de lo lejano, de todas las lejanías posibles, una especie de ceguera ineludible en la progresión y la contracción simultáneas del tiempo”. Yo no tengo VIH ni coronavirus. Por ahora. Pero estoy, como Guibert, enferma de esa enfermedad mortal. De la conciencia de privación de lo lejano. Soy, como dije, una honorable desgraciada.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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