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Columna
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El Hombre Araña tenía razón

Leila Guerriero

Ahora, el sistema de control entra a chorros por las ventanas cegadas de nuestras habitaciones del pánico

Lo siento, pero no tengo humor. No tengo humor para reírme de memes ingeniosos. No tengo humor para soportar a los que declaman que lo están pasando bien en cuarentena porque hacen gimnasia, miran Netflix y cocinan “cosas ricas”. No tengo humor porque la mujer policía de la esquina, a la que veo desde mi balcón, maltrata a los que salen a la calle, aunque salgan a hacer las compras, y porque los maltratados agachan la cabeza y vuelven por donde vinieron. No tengo humor porque cada tanto escucho un insulto —“¡Metete en tu casa, hijo de puta!”— gritado desde una terraza vecina. No tengo humor porque en los edificios donde viven médicos o enfermeros aparecen carteles pegados con leyendas como “¡Andate! ¡Nos vas a contagiar a todos!”, y porque los mismos medios de comunicación que muestran escandalizados esas situaciones han hecho todo lo posible para que los contagiados sean vistos como sujetos apestados, irresponsables y asesinos. No tengo humor porque pienso en la chica del instituto de depilación que vive con su hijo y su marido golpeador y que hace semanas que no trabaja y quizás qué come y quizás qué monstruosidades padece. No tengo humor porque tantos buscan histéricamente en la web mecanismos para “distraerse” —hacer zumba, yoga, pan— y negar lo que pasa, tapiar la angustia, sumirse en una hiperactividad doméstica, en una libertad falsa para olvidar que, en el mundo real, no se puede hacer otra cosa que lo que nos obligan a hacer. No tengo humor porque veo a los vulnerables más vulnerados que nunca: a los pobres sin trabajo ni futuro; a los viejos condenados a respirar esporas venenosas entre pares; a los niños señalados como máquinas bobas de replicar sin intención. No tengo humor porque en la epidemia de un virus moralista —que obliga a los amantes a estar separados, a las personas a no tocarse— han hecho metástasis unas ideas que nos hubieran arrancado aullidos hace un mes: confinamiento, aislamiento, distanciamiento social, denuncia, encierro, ciberpatrullaje, control, certificado de circulación, permiso para salir. El feminismo era una de las discusiones más vivas y vibrantes del planeta. Contradictoria, problemática, pero necesaria y potente. Su discurso giraba en torno a unas ideas bien distintas: el derecho sobre el cuerpo (que ahora es, otra vez, un cuerpo peligroso); la demolición de ideas patriarcales (dominio, vigilancia y control, ahora bienvenidas); la libertad para decidir (aplastada por la lápida que reza “Te encierro por tu bien”). Aquel lenguaje subversivo ha sido remplazado por el lenguaje de los machos: estamos en guerra, este es un enemigo invisible, esta es una batalla que vamos a ganar. Un núcleo de significación retrógrado amarrado a metáforas rebosantes de testosterona, acuñado por unos líderes (hombres y mujeres) a los que solíamos no creerles nada y a los que, de pronto, les hemos otorgado el don de la clarividencia rogándoles que nos digan qué hacer. ¿Ellos, los de entonces, son ahora preclaros? Nos han enterrado en el plexo un discurso que habla de control de los cuerpos, que nos impone un encierro puritano, una moral hecha de jabón, higiene y asepsia. Nos enjaulan en el campo semántico de la obediencia al amo, sumisa y sin discusión. Llegó a sugerirse que el regreso a la “vida normal” sería posible a través de un pasaporte serológico que identificara a quienes ya se han infectado, una evaluación frígida, sanitarista, (más) vejatoria de las libertades individuales. Pero, si se implementara, es probable que también aceptáramos eso. “Es cierto que China está poniendo en marcha uno de los sistemas de control digital más extensos y reticulares del mundo, pero “¿qué es más peligroso: un sistema de control cuyos usuarios temen y reconocen como autoritario, como el chino, o uno que se presenta bajo los auspicios de la libertad de comunicación, como en Occidente?”, se preguntaba el filósofo Paul B. Preciado en la revista argentina Ñ, ya en agosto de 2019.

Decía el Hombre Araña que un gran poder conlleva una gran responsabilidad. No sé si las mujeres teníamos un gran poder, pero habíamos logrado algo raro: comenzar a subvertir un orden de siglos. Ahora, el sistema de control entra a chorros por las ventanas cegadas de nuestras habitaciones del pánico. No sé qué hay que hacer. No sé si son tiempos de disidencia. Pero sería alarmante que no lo fueran en absoluto.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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