Después recordaré
Recordaré la poesía leída en voz alta a última hora de la tarde mientras en el balcón cantaba un grillo
Qué recordaré de todo esto, de los días iguales, de este miércoles que es también domingo, o martes, ya ni sé? Cuando todo pase recordaré el olor del cloro y del alcohol en gel, el sonido permanente del agua en el lavatorio (para siempre asociado a una guerra líquida), el ruido blanco de las noches, la luciérnaga que el otro día trajo Diego —una linterna dubitativa en el hueco de su mano— y que después soltó, la vara de nardo que ya no tiene flores pero que se resiste a morir y esta sensación de que, si la arrojo a la basura, mataré algo precioso. El respeto humillante, ofuscado, que me producen, ahora, todas las cosas vivas. La invasión de mariposas nocturnas. La invasión de las moscas de la fruta. Las pequeñas, múltiples, levísimas arañas. El sábado como “el día en que limpiábamos toda la casa”.
Me asombrará, dentro de un tiempo, no ver las llaves de mi casa chorreando agua con cloro.
¿Qué recordaré de todo esto, de los días iguales, de este miércoles que es también domingo, o martes, ya ni sé? El leve delay de las conversaciones por Skype, ese vacío donde late el espanto (¿se cortó, se congeló, se cayó el wifi?). La mermelada de peras —la única fruta que se conseguía, a veces—, los panes hechos con masa madre porque ya no hay levadura artificial. El cuarto del fondo transformado en búnker, la ropa de salir a la calle colgando de las perchas como cuerpos deshabitados. Las primeras luces del día y ese desconcierto tormentoso: ¿hay hoy? ¿Es hoy? ¿Hoy es?
¿Qué recordaré de todo esto, de los días iguales, de este miércoles que es también domingo, o martes, ya ni sé? El temor por todas las cosas que pueden salir mal, romperse: romperse un caño, romperse el control remoto de la tele, romperse un vidrio, romperse el teclado de la computadora. Romperse uno: romperse la salud de los dientes y las muelas, romperse el equilibrio de plaquetas, romperse una pierna, el corazón, los ojos. Romperse.
Recordaré las excursiones al supermercado chino. La ayuda de la chica de la caja para instalar una aplicación de pago electrónico. La voz de tantos llegando confusa desde atrás de los barbijos, las conversaciones en la calle que son todas a gritos porque hay que guardar distancia. Las bolsas del supermercado húmedas de solución de cloro. Las suelas de los zapatos húmedas de solución de cloro. Todo, en general, húmedo de solución de cloro. El día en que tocaba planchar. El día en que tocaba lavar la ropa. La silla en el balcón para tomar el sol, esa anormalidad instalada como una forma deforme de la salud.
Recordaré —oh, cómo lo recordaré— el gesto del dedo en las mañanas, acercándose al televisor como a una bomba de explosión retardada, ese microsegundo de negrura en la pantalla para, luego, caer en picado por el canal de las noticias y ver el recuento de los muertos y los infectados como en una pira medieval.
Recordaré la poesía leída en voz alta a última hora de la tarde mientras en el balcón cantaba un grillo: recordaré al grillo. Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día, y los panes que amasé, y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas. La entrega con que acariciabas a las gatas, las maderas que serruchabas para hacer marcos de cuadros futuros, tus carcajadas, tu serenidad, la forma en que cargabas en la mochila comida y agua para los gatos callejeros, tus excursiones de riesgo, la forma en que yo esperaba que volvieras como si hubieras salido a una batalla.
Y todo lo que fue hecho con una ausencia de romanticismo que es igual al amor.
La voz de mi padre una noche en el teléfono diciendo: “Te quiero, te quiero mucho. Quiero cuidarte y quisiera hacerlo mejor”. Eso recordaré. Mientras tanto, todo sucede. Sucede mucho. Pero después recordaré. Recordaremos.
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