Un mes y medio ya
Esa novela que aún no existe, que quizás no existirá nunca, le ha dado sentido a mi confinamiento
Eso llevaremos encerrados en casa cuando ustedes lean este artículo, el tercero que dedico a la experiencia de mi confinamiento. Si hace dos semanas les conté que las cosas en mi vida habían cambiado mucho, debo de confesarles que en las últimas dos semanas han cambiado mucho más. Para empezar, mis pantalones ya no me preocupan. La limpieza de la casa también ha descendido considerablemente en la escala de mis preocupaciones. Si se ensucia, que se ensucie, me digo. Espero unos segundos, compruebo que no pasa nada y a otra cosa.
Sigo echando de menos a mis hijos, pero además he empezado a echar de menos a mis amigos, a mis amigas. Con los primeros recurro a las videoconferencias. De vez en cuando, después de aplaudir, hacemos una videollamada de grupo que me proporciona un caótico consuelo. Es consoladora porque puedo mirarlos a la cara, verlos reír además de escucharlos. Es caótica porque, de entrada, no cabemos. Somos cinco y sólo pueden conectarse cuatro móviles, así que mi marido y yo nos achuchamos para caber en la cuarta parte de la pantalla y la novia de mi hijo hace un cameo de vez en cuando, asomando por detrás de su cabeza, que acaba de completar el lío. Porque además tenemos la costumbre de hablar todos a la vez, el sonido se acopla cada dos por tres y no hay manera de seguir la conversación, pero da igual. Me gusta mucho que nos veamos. Y luego, ya, cuando hay que hablar de algo en serio, nos llamamos por teléfono. Eso es lo que hago cuando necesito hablar con mis amigas, con mis amigos. Es curioso, pero a ellos, a ellas, no me hace falta verlos. Me basta con escuchar sus voces.
También sigo haciendo ejercicio, pero eso, como todo en mi vida desde hace dos semanas, tiene otro sentido. Cada tarde ando más de una hora, que se me pasa volando porque ya no veo el pasillo de mi casa. He conseguido andar igual que antes, viendo sólo las imágenes que se suceden detrás, y no delante, de mis ojos. Mis paseos son igual de productivos. Siguen siendo el mejor momento para pensar de todos los días y ahora necesito pensar mucho porque el 1 de abril, por sorpresa, más bien por asalto, una mujer de mi edad se instaló dentro de mi cabeza. ¿Esto podría ser una novela?, me pregunté. Aún no lo sé. Es una historia muy rara, en un mundo muy raro, donde pasan cosas muy raras. No sé si seré capaz de escribirla. No sé si la empezaré y no conseguiré llegar hasta el final. Hay muchas cosas que no sé, pero sé muchas otras. Tantas que el 2 de abril empecé un cuaderno y he rellenado más de 120 páginas.
Esa novela que aún no existe, que quizás no existirá nunca, me ha cambiado la vida, le ha dado sentido a mi confinamiento, me ha arrancado la nostalgia callejera. ¿Para qué salir?, me pregunto, ¿si nada de lo que pasa ahí fuera va a interesarme tanto como lo que tengo aquí dentro? Todos mis proyectos anteriores, como coser mascarillas de tela, a mano, para toda mi familia, mirar tutoriales para aprender a restaurar muebles o reorganizar la biblioteca de mi despacho, han pasado a un segundo plano. Ahora alimento otra inquietud, una angustia distinta. Porque ya sabemos que esto será muy largo, muy lento, insoportable, pero hemos empezado a aprender que no durará siempre.
Hoy, 13 de abril, han vuelto al trabajo muchos españoles. El día 26 tal vez puedan empezar a salir a la calle los niños, aunque sea un rato. Yo le ruego a Cervantes, a Galdós, a Matute, imágenes sagradas de mis altares privados nacionales, que intercedan para que las librerías puedan volver a abrir sus puertas no mucho después, como va a ocurrir en Italia. Pero todo lo que deseo me da miedo. Cada paso hacia la normalidad representa una repentina amenaza para mi pluma, para mi cuaderno, para los personajes que nacen y crecen, se multiplican o mueren, mientras ando por el pasillo de mi casa.
Tal vez, este proyecto nacido en el confinamiento, que se alimenta de mi encierro e imita en su rareza la rareza del mundo en el que vivimos ahora mismo, se deshaga como una burbuja de jabón en el instante en el que demos la epidemia por controlada.
Me daría pena, porque le estoy tomando cariño, pero, como los epidemiólogos, no estoy segura de nada.
Ya les contaré dentro de 15 días.
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