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PALOS DE CIEGO
Columna
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La misión de la política

Javier Cercas

El peor defecto de un político es, aparte de la falta de sentido de la realidad y de la ignorancia de la historia, la soberbia

EN UNA ENTREVISTA de Antonio Lucas publicada por el diario El Mundo, Svetlana Alexiévich confiesa: “No quisiera saber cuáles son mis instintos en situaciones extremas. He hablado con mujeres y hombres que vivieron la batalla de Stalingrado y el cerco de la ciudad; gente buena que en un momento así hizo barbaridades. Una experiencia de ese tipo no me gustaría tenerla”. La cita contiene varias verdades. La primera es que, además de uno de los grandes escritores vivos —autora de una obra maestra indiscutible: El fin del “Homo sovieticus”—, Alexiévich es una mujer de una decencia rocosa. La segunda es que quizá nuestra primera obligación moral consiste en no juzgar, desde el confort del presente, a personas que vivieron momentos terribles (o al menos en no juzgarlas con ligereza). La tercera es mucho más evidente que las anteriores, pero también mucho más difícil de asumir, y es que, en situaciones extremas, las mejores personas pueden cometer las peores atrocidades.

Las palabras de Alexiévich sugieren asimismo una cuarta verdad: la política no puede crear el paraíso, pero puede ahorrarnos el infierno. No puede crear el paraíso porque todos los seres humanos somos distintos y tenemos distintos deseos, necesidades e ideales, así que lo que para uno es el paraíso, para otro puede ser el infierno; además, contamos con la evidencia empírica de que, a lo largo de la historia, el paraíso nunca ha existido. Contamos también, sin embargo, con la evidencia opuesta: el infierno existe y posee miles de nombres, uno de los cuales es Stalingrado.

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Pero ni mucho menos hace falta llegar a semejante apocalipsis de sangre y fuego para que demos lo peor de nosotros mismos. Desde el inicio del procés, pero sobre todo durante el otoño de 2017, cuando una ruidosa minoría mayoritaria de catalanes quiso imponer por las bravas su paraíso a una silenciosa mayoría amedrentada, que lo vivió como un infierno —Josep Fontana, difunto patriarca de la historiografía catalana y filoindependentista tardío, calificó la atmósfera de aquellas jornadas de prebélica—, yo he visto comportarse de forma aborrecible a gente que hasta entonces consideraba decente; más aún: pese a haber realizado esfuerzos hercúleos por reprimir mis peores instintos (de no haberlo hecho llevaría años encerrado en una cárcel de alta seguridad, condenado por múltiples delitos de lesa humanidad), yo mismo me habré comportado alguna vez en estos años como un energúmeno, cosa por la que aprovecho para pedir mis más sentidas disculpas a los damnificados. Sea como sea, ésa debería ser la primera misión de la política: evitar a toda costa la creación de las condiciones propicias para que los ciudadanos saquemos lo peor que llevamos dentro. Por supuesto, habrá quien piense que, comparada con la soberbia ambición de crear el paraíso, la humilde tarea de evitar el infierno equivale, para un político, a una forma de resignación, a una renuncia intolerable, a la admisión de una derrota; la realidad es exactamente la contraria: el peor defecto de un político es, aparte de la falta de sentido de la realidad y de la ignorancia de la historia, la soberbia, y no hay nada más ambicioso ni más noble, para quien se consagra a la política, que pelear por evitarles dolor a sus conciudadanos y por hacer posible que cada cual busque a su manera, según sus deseos, necesidades e ideales, la porción del paraíso —tal vez modesta y efímera, pero también gloriosa e insustituible— que a cada cual corresponde en la tierra.

En una carta fechada a mediados de enero de 1918, Marcel Proust le escribe a Jacques-Émile Blanche que “el mayor mal, el único auténtico mal que nos hacen los malvados consiste en impedirnos responder a su maldad con la bondad, en convertirnos también en un poco malvados”. He aquí otra verdad, aunque esta vez se trate de una verdad parcial, insuficiente: el mayor mal es aquel que nos hacemos a nosotros mismos (y les hacemos a los demás) cuando aflora en circunstancias extremas el malvado que nadie puede tener ninguna certeza de no albergar en su interior. El trabajo de los buenos políticos consiste en impedir que se den esas circunstancias.

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