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PALOS DE CIEGO
Columna
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La telaraña

Javier Cercas

Es el Estado quien debe destejer poco a poco esa malla tóxica. Es indispensable para que no nos asfixie a todos

EL 18 de octubre pasado, mientras Cataluña ardía por cuarta noche consecutiva tras la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés, el director teatral Joan Lluís Bozzo escribía el siguiente tuit sobre uno de sus colegas: “A una persona como Joan Ollé que, imitando a Boadella, ha dicho tantas barbaridades e insultos contra Cataluña le dais trabajo cada año en el @teatrenacional [de Catalunya]?! ¿De qué país eres, Teatre Nacional?”. Bozzo especificaba incluso las tropelías de Ollé: no haber votado en el referéndum ilegal de 2017 o no adornarse con el lazo amarillo. A las pocas horas de haber publicado ese texto, sin embargo, Bozzo lo borró, como si hubiera intuido que había revelado sin querer un secreto o que había vuelto visible lo invisible. La intuición era exacta, y de ahí que ese tuit sea mucho más relevante para entender lo ocurrido en Cataluña que todos los incendios de aquellos días, en definitiva fuegos artificiales de fin del procés destinados a turistas y telediarios.

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El secreto que Bozzo reveló a su pesar fue la telaraña. La telaraña se engendró en 1959, cuando Jordi Pujol creó Banca Catalana y empezó a tejer por toda Cataluña una red de favores, préstamos, inversiones y ayudas (también, claro, de chantajes y trapacerías). Pujol llamaba a eso “hacer país”; puede que lo fuese, pero sobre todo era hacer telaraña. En 1980, con la llegada de Pujol al poder, la telaraña inició su extensión y fortalecimiento, con dinero público, mientras el Estado se retiraba poco a poco de Cataluña, de modo que en otoño de 2017, tras casi 70 años creciendo imparable, la telaraña, ebria de poder, calculó mal sus fuerzas y pensó que podía estrangular al Estado democrático, obligarle a claudicar. La telaraña es sutil, casi invisible. De hecho, una parte de Cataluña, urbana sobre todo, apenas la ve (la araña apenas ha tendido sobre ella sus redes): se limita a padecerla; en cuanto a la otra parte, sobre todo rural, no quiere verla, y suele negar su existencia. Hay quien la equipara a la mafia o a una secta, lo que en muchos sentidos no es inexacto, pero Josep Tarradellas, que fue quien primero la detectó, le puso un nombre peor: “Dictadura blanca”. Atrapado en la telaraña no se vive mal: los empresarios obtienen contratos y subvenciones privilegiados; los profesores, becas suculentas; los trabajadores, buenos empleos; los escritores, premios y cargos; los músicos, actores o directores, trabajo. También los obtienen o pueden obtener sus familias: la telaraña protege a sus protegidos y a los protegidos de sus protegidos. De eso se quejaba con razón Bozzo: ¿cómo es posible que un director teatral que vive fuera de la telaraña (y encima osa decirlo) pueda acogerse a los beneficios que procura? No extrañará que cuando los intelectuales catalanes alardeamos de espíritu crítico, a alguno se le escape la risa: en Cataluña puede criticarse todo (sobre todo, si es español), salvo la telaraña. Es verdad, no obstante, que algunos inquilinos de la telaraña son conscientes de que existe y les gustaría librarse de ella (algunos sueñan con hacerlo). Pero no pueden: el coste de esa ruptura emancipadora no es sólo económico o profesional; también es emocional: librarse de la telaraña significa salir a la intemperie, convertirse en un paria, vivir sin la protección y el afecto de quienes (amigos, familiares, conocidos) la habitan, abrigados por el calor del establo, como diría Nietzsche. Piénsenlo un momento, por favor: ¿quién de ustedes haría una cosa así? ¿Por qué complicarse la vida? ¿A cambio de qué? Para hacerlo se necesita casi un temple de héroe, y nadie tiene derecho a pedirle a nadie que sea un héroe.

Es el Estado quien tiene la obligación de facilitarles la salida de la telaraña a esos prófugos frustrados y de librarnos a todos los catalanes de ella. Es él quien debe —lenta, paciente, minuciosamente— destejer poco a poco esa malla tóxica. Esto costará una cantidad descomunal de tiempo, trabajo, habilidad y dinero, tanto al menos como costó tejerla. Pero es indispensable hacerlo para que la telaraña no nos asfixie a todos. Y para que la araña que sigue tejiéndola no nos acabe devorando. 

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