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Cuando España salió a pescar gangas de tecnología militar tras la Primera Guerra Mundial

El Gobierno encargó a un grupo de ingenieros del Ejército comprar material novedoso a buen precio y así lo hicieron. Pero su gran reto fue transportarlo, montarlo y hacerlo funcionar. Entre la épica y el esperpento, esta es la historia de los valientes de Retamares

Ingeniería militar años 20     -----PIEFOTO-----      Un soldado trabaja en un camión-taller.
Ingeniería militar años 20 -----PIEFOTO----- Un soldado trabaja en un camión-taller.Archivo de la Fundación Lucio Gil de Fagoaga
J. A. Aunión

El comandante Román Ingunza recorría a principios de 1922 uno de los campamentos británicos a los que había ido a parar todo tipo de material militar utilizado por los aliados durante la Primera Guerra Mundial, cuando se topó con unos aparatos de escucha que le llamaron la atención. Preguntó para qué servían exactamente y cómo se utilizaban y nadie supo explicárselo, así que, aunque tampoco está claro que el comandante lo supiera, los compró a un precio estupendamente bajo. Y no fue el único caso similar, según dejó escrito el general de brigada Juan Avilés Arnau, su jefe y el de toda la comisión encargada por aquellas fechas por el Gobierno español para recorrer Europa en busca de las gangas que el final de la Gran Guerra habían dejado tras de sí en forma de material de ingeniería castrense. “No debe extrañar, porque a tales campamentos o depósitos fue a parar casi todo el material, en sus infinitas variedades, establecido en los frentes y era punto menos que imposible mantener allí personal perito en todas las ramas de la técnica militar”, explica Avilés en el pie de página de uno de los tres artículos que publicó en la revista Memorial de Ingenieros en el verano de 1923.

Montaje de un puente portátil tipo Hopkins, de origen inglés, “para 20 toneladas”, en el polígono de Retamares.
Montaje de un puente portátil tipo Hopkins, de origen inglés, “para 20 toneladas”, en el polígono de Retamares.Archivo de la Fundación Lucio Gil de Fagoaga

En ellos detalla todo el proceso que, tras la compra entre otros de teleféricos y puentes móviles, lanzallamas, locomotoras, todo tipo de aparatos de radiotransmisión y hasta alguna estación meteorológica, se completó con una demostración experimental de uso en el Polígono de Retamares, a las afueras de Madrid, que se prolongó durante seis meses. Ahora, 65 fotografías tomadas aquellos días para documentar los trabajos han sido restauradas y digitalizadas por la Fundación Lucio Gil de Fagoaga, que conserva el legado del intelectual valenciano en su municipio natal, Requena.

España, que se había mantenido neutral durante la Primera Guerra Mundial y cuyo Ejército no se encontraba ni de lejos entre los más modernos y mejor dotados, decidió aprovechar la ocasión de hacerse con algunos de los avances que habían proliferado durante la brutal contienda. Así, la comisión encabezada por el general Avilés tenía el encargo de encontrar y adquirir material que fuera desconocido hasta ese momento, o que no se fabricase en España o que, aun fabricándose aquí, se pudiera comprar “a precios incomparablemente más bajos”. Todo el que pudieran comprar con unos 10 millones de pesetas, el equivalente más o menos —según la divisa de referencia que se tome para hacer la estimación— a entre 18 y 22 millones de euros de hoy, lo cual no parece mucho, teniendo en cuenta que el objetivo, más allá de la novedad, era conseguir “una cuantía suficiente para dotar a todas” las tropas. “Por encima de todas esas consideraciones y otras menos importantes, se mantuvo la decisión inquebrantable de comprar barato”, insiste Avilés.

Lanzamiento del puente portátil tipo Inglis, diseñado a principios del siglo XX por el ingeniero y matemático británico sir Charles Inglis.
Lanzamiento del puente portátil tipo Inglis, diseñado a principios del siglo XX por el ingeniero y matemático británico sir Charles Inglis.Archivo de la Fundación Lucio Gil de Fagoaga

No lo tuvieron demasiado fácil. Primero, porque las verdaderas gangas se habían acabado tiempo atrás, pues la guerra concluyó a finales de 1918: “La mejor época para comprar material en el extranjero fue la comprendida desde junio de 1919 a diciembre de 1920″, explica Avilés. Pero también porque tuvieron que abrirse paso a través de una nube de fabricantes, gobiernos e intermediarios, lo que les exigió mucho estudio y mucho regateo: “Una espesa red de negociantes, con ramificaciones en todas o las más de aquellas naciones, ocultaban unas cosas, presentaban y ponderaban otras, exagerando su utilidad, y se obstinaban en elevar los precios”. Aun así, consiguieron en sus viajes a Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania e Italia una cantidad y variedad suficientes —los artículos no dan cifras exactas— como para dejar satisfechos a los promotores del proyecto. Palas inglesas a 37 céntimos la unidad, 2.000 depósitos termógenos (termos) de 14 litros a cuatro pesetas cada uno, estuches quirúrgicos nuevos a “la sexta parte o menos de su valor normal…”. Al final, de hecho, la compra no fue lo más difícil, sino el transporte de unos aparatos que no siempre estaban en las condiciones prometidas y el montaje de los miles y miles de piezas y componentes que hubo que reensamblar para su puesta en uso.

Numerosos especialistas extranjeros se desplazaron a Retamares para echar una mano —un montador italiano para los teleféricos, otro alemán para la pala de vapor, un francés para las excavadoras—, aunque no fue posible en todos los casos, por lo que también fue necesaria mucha imaginación, sobre todo cuando faltaba algún componente clave que había que sustituir con lo que se pudiera. Pero el gran problema fue que los encargados del transporte, ajenos a la comisión, lo fueron llevando como les pareció bien (algunas piezas clave estuvieron atascadas durante meses en el puerto de Santander) y, una vez en Madrid, los amontonaron en los caminos y explanadas del polígono de Retamares como Dios les dio a entender. Solo para ordenar el material de los teleféricos hizo falta un mes largo. La vía férrea, que tenía que ayudar en los trabajos y servir para probar las locomotoras adquiridas, no estuvo completa hasta cinco meses después de iniciada la misión porque las vigas para los viaductos habían llegado en los primeros viajes y se habían quedado sepultadas bajo todo lo que había venido después: “(…) se hallaban en las explanadas y campos inmediatos debajo de casi todo el material, a causa de haber llegado a Retamares mucho antes de que comenzara la demostración”.

Para completar la imagen, les propongo ahora que se detengan un momento a pensar en todos esos hombres —empezaron 140 soldados, que pronto se convirtieron en 250 y llegaron a 400— que, en mitad del invierno —el trabajo empezó en octubre de 1922 y terminó el último día de marzo de 1923—, ven que, además de todo eso, buena parte de los caminos han quedado inutilizados por las lluvias, las heladas y el trajín de unos camiones cargados hasta arriba por unas pistas que se hicieron pensando en vehículos de tracción animal. Y, entonces, por si fuera poco, “las alcantarillas de los retretes de los pabellones de la tropa se negaron a funcionar”, según relata Avilés.

Así, no es extraño que el general celebre una y otra vez en sus artículos lo que considera el éxito de unos trabajos que escapaban, en gran parte, a la vista unos visitantes que llegaron en el último momento para ver cómo funcionaban los lanzallamas o lo resistentes que eran los puentes transportables recién comprados. Unos visitantes entre los que se contaron el entonces ministro de la Guerra, Niceto Alcalá Zamora, o el Rey Alfonso XIII. “A pesar de la temperatura glacial y del viento huracanado, mezclado con copos de nieve, que hacían muy desagradable la estancia en Retamares, S. M. lo vio todo, se enteró de todo, hizo numerosísimas preguntas, nos cautivó con sus oportunas observaciones y no escatimó los elogios, emitiendo conceptos de cariño y aplauso que el Cuerpo nunca le agradecerá bastante la demostración”, escribe el Avilés.

Nacido en Tarragona en 1864, no era este el primer encargo técnico de este tipo que recibía, pues había participado en distintas comisiones sobre el estudio de redes telegráficas, arquitectura y trazados ferroviarios. Aunque probablemente fuera el de mayor envergadura, teniendo en cuenta, en todo caso, la modestia de un ejército que padecía una secular falta de recursos. Pocos meses después de la demostración, coincidiendo precisamente con la publicación del último de sus artículos en el Memorial de Ingeniería en septiembre de 1923, llegó el golpe de Estado de Primo de Rivera, quien, entre otras cosas, nombró a Juan Avilés alcalde de Valencia.

Y tal vez esta fuera su conexión con Lucio Gil Fagoaga, uno de los pioneros de los estudios de psicología experimental en España, y entre cuyos papeles se encuentra un grueso álbum fotográfico que, bajo el título Ingenieros del Ejército. Demostración experimental. 1922-1923, le está dedicado en la primera página. “La dedicatoria no está firmada, pero deducimos que el regalo puede ser de Juan Avilés”, señala el archivero de la fundación, Álvaro Ibáñez Solaz. Él fue quien localizó el legajo en 2018, cuando inició los trabajos para catalogar el legado documental del intelectual requenense. Gracias a una subvención del Ministerio de Cultura, Rosina Herrera ha restaurado las imágenes y María Ángeles Hervás, de Invisible Photo Lab, las ha digitalizado, y la fundación tratará de hacerlas accesibles al público en un futuro, junto a otros tesoros archivísticos que han ido apareciendo entre los papeles que guarda la institución.

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Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.
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