Macri, el FMI y la descomunal deuda pública argentina
El actual descalabro de las finanzas argentinas recuerda las consecuencias de los dos períodos del último siglo cuando se alentó al máximo la liberalización financiera, culminando en dos megacrisis
El mayor reto que enfrentará Argentina en los próximos años se cifra en tratar de reducir la enorme deuda externa acumulada durante los cuatro años de la administración saliente encabezada por Mauricio Macri, las cuales constituyen un legado envenenado tanto para la sociedad y la economía del país. De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), Argentina es hoy la nación de la región con la mayor deuda en relación con el producto interno bruto y deberá enfrentar pagos pendientes en 2020 por 37.000 millones de dólares adeudados a organismos financieros internacionales y acreedores privados, una cifra cercana al 60% de sus exportaciones. La toma compulsiva de pasivos externos y sucesivas devaluaciones del peso argentino condujeron a que la deuda externa pasara de representar el 26% del producto nacional en 2015 a ubicarse en torno al 100% actualmente, muy por encima del límite de sostenibilidad del 60% que el Fondo Monetario Internacional (FMI) sugiere para los “países en desarrollo”.
La inflación galopante que supera el 50% anual va acompañada de tasas de interés siderales, niveles crecientes de pobreza (que alcanza a casi 40% de la población) y una fuerte recesión industrial, que ha provocado el desplome de los salarios reales en un 20% y el aumento del desempleo en cinco puntos hasta el 10%, de acuerdo con el último dato disponible del Instituto Nacional de Estadística y Censos. Todo esto no es producto de la casualidad ni de una caída de la producción agropecuaria —que ha seguido siendo relativamente boyante— sino resultado de un conjunto de políticas públicas aplicadas durante los últimos cuatro años que han favorecido la renta financiera de bancos nacionales e internacionales y de grupos selectos de inversores. Los grados crecientes de especulación han desembocado en una situación límite de incertidumbre, lo que ha llevado a muchas empresas y al propio Estado al borde de la bancarrota.
A pesar de los peligros, Macri siguió su camino temerario y autorizó la emisión de una cantidad creciente de deuda interna a tasas de interés que recientemente han alcanzado las cifras espeluznantes de más de 70% por año, lo cual ha provocado el cierre de miles de negocios en Argentina y una consiguiente recesión económica. La situación cada vez más grave de las finanzas argentinas no fue reconocida a tiempo por la mayoría de los medios de comunicación internacionales ni por el propio FMI. Posiblemente se debió a la política mediática que pusieron en marcha tanto el ministerio de Economía como el Banco Central, cuyos directivos sostuvieron machaconamente que disminuir el déficit primario del Estado (ingresos menos gastos corrientes) era suficiente, descuidando el efecto desastroso del incremento descomunal de las deudas públicas.
La actual crisis financiera en Argentina también representa una grave amenaza para el FMI que apostó en forma inédita por el proyecto económico del presidente Macri. En mayo de 2018, el Fondo —entonces bajo la gerencia de Christine Lagarde— otorgó al gobierno argentino el mayor préstamo de su historia, por 57 mil millones de dólares. Esto lo hizo, a todas luces, para aumentar las reservas del Banco Central y apuntalar al peso, con el objetivo ulterior de estabilizar las finanzas públicas. Paradójicamente, el resultado fue el contrario ya que propició la aceleración de una imponente fuga de capitales. Pero, además, ello implicó el incumplimiento del artículo VI de la carta constitutiva del FMI, que prohíbe utilizar sus recursos para financiar salidas masivas de capitales. Las reservas del Banco Central de Argentina cayeron desde el máximo de 77.481 millones de dólares, alcanzado en abril pasado gracias al aporte del Fondo, a menos de 50 mil millones hoy en día, lo que ha representado una pérdida en menos de seis meses del 40% del monto total del préstamo acordado y el 52% de lo efectivamente desembolsado. Recién en la noche de las elecciones, luego de que el gobierno asumiera la derrota frente al candidato peronista Alberto Fernández, el Banco Central fijó un límite de compra de 200 dólares mensuales por persona. Fue el reconocimiento de que las divisas disponibles no alcanzan para hacer frente a las obligaciones externas del país en los próximos meses. La campaña de Macri resultó la más cara de la historia argentina.
Desde una mirada de largo plazo, todo ello implica un grado de amnesia histórica y falta de realismo que resulta, cuanto menos, asombroso. Conviene tener presente que el actual descalabro de las finanzas argentinas recuerda poderosamente las consecuencias de los dos períodos del último medio siglo, cuando se alentó al máximo la liberalización financiera, culminando en dos megacrisis. Nos referimos, por una parte, a la dictadura militar en Argentina (1976-1983) cuando el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz impulsó lo que se conoció popularmente como la “bicicleta financiera” con el alza del endeudamiento y de las tasas de interés, lo cual vino a bautizarse en círculos financieros como la época de la “plata dulce.” Las consecuencias fueron indefectibles ya que desembocaron en la enorme crisis financiera de los años de 1980, tras la malograda guerra de las Malvinas, y provocaron una profunda recesión económica que duró una década.
El segundo episodio de gran endeudamiento y especulación financiera se produjo durante el largo gobierno peronista de Carlos Menem (1989-1999), cuando se intentó reducir la deuda pública heredada con privatizaciones masivas de empresas públicas y de los fondos jubilatorios. Esta política fue acompañada por la adopción de un tipo de cambio fijo y fuertemente apreciado, decretado en 1991 por el entonces todopoderoso ministro de Economía, Domingo Cavallo. La estrategia de impulsar una especie de patrón dólar/peso en el país, fue muy elogiada en los mercados financieros internacionales y por el FMI, pero no resolvió los crecientes déficits fiscales. Además, la sobrevaluación cambiaria supuso la agudización de los problemas externos. La cerrada negativa a abandonar la paridad alentó finalmente un creciente endeudamiento por parte de la administración central y de las provinciales, que se configuró como la única manera de mantener en pie un esquema que mostraba crecientes tensiones económicas y sociales desde 1997.
Eventualmente, estas circunstancias, junto con cambios en las condiciones de los mercados financieros internacionales en esos años turbulentos, derivaron en la tremenda debacle de 2001. A pesar de los ingentes paquetes de ayuda recibidos de los organismos financieros internacionales, el alza de las tasas de interés global se combinó con la creciente desconfianza en la capacidad de repago de la deuda externa acumulada para desatar una imparable fuga de capitales. En diciembre de ese año se impuso el famosísimo “corralito”, otra innovación en la práctica y en el vocabulario del mundo de las finanzas y sus crisis, que implicó la restricción de retiro de depósitos del sistema bancario. Siguió un colosal derrumbe bancario y monetario que desató una recesión económica y una descomposición profunda del sistema político y social.
Hoy es de esperar que, en este mes de noviembre, en plena transición política entre el gobierno saliente de Macri y el entrante del electo Fernández, se puedan lograr las bases de un entendimiento común para frenar las fugas de capitales y alentar una mayor estabilidad de las finanzas argentinas. En todo ello será necesario no solo acerca voluntades políticas sino presionar para que el FMI asuma la responsabilidad de ayudar a calmar a los mercados domésticos y a los inversores, en línea con el objetivo que sus inspiradores buscaron darle en 1944; esto es, una institución que pudiera facilitar el ajuste externo de países con problemas de balanza de pagos sin afectar el nivel de actividad económica. Como reza el primer artículo de su mandato original, debe “Infundir confianza a los países miembros poniendo a su disposición temporalmente y con las garantías adecuadas los recursos generales del Fondo.” A su vez, debe contribuir a calmar a los actores financieros internacionales que se subieron al tobogán de las deudas argentinas para que reconozcan su responsabilidad frente a la crisis actual y la necesidad urgente de ayudar al país de salir del hoyo y evitar otra prolongada recesión.
Carlos Marichal es historiador de El Colegio de México.
Juan Odisio es economista de la Universidad de Buenos Aires.
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