El pasado vuelve a desfilar
El debate acaba reduciéndose a por España o contra España; lo mismo que por Cataluña o contra Cataluña
Las experiencias muy traumáticas generan en las sociedades algo parecido a un tabú. Es el caso de Argentina: la última dictadura militar fue tan atroz y tan miserable que aquel grito final, “Nunca más”, resuena todavía. A diferencia de Brasil, donde la cosa cuartelaria suscita celebraciones, Argentina mira con una mezcla de estupor y desprecio a los cuatro zumbados que expresan nostalgia o devoción por aquel horror. Algo parecido, pero no igual, porque la dictadura franquista concluyó en pacto, ocurrió en España. Durante décadas, el nacionalcatolicismo vivió semioculto. Estaba ahí, pero no se exhibía. Sus rasgos esenciales eran tabú. Ya no. La memoria colectiva dura lo que dura.
El largo suicidio europeo del siglo XX (1914-1989) dejó un tabú del tamaño de una catedral gótica. Resultaba imposible esconderlo, resultaba imposible prescindir de él, resultaba imposible usarlo para resucitar el continente. Hablamos de la nación, claro. En el lado occidental, donde la guerra terminó en 1945, se recurrió al proceso de unidad europea para sofocar los elementos más inflamables del artefacto nacional. En el lado oriental, sometido a regímenes soviéticos, se creó algo parecido al sarcófago que cubre la planta nuclear número 4 de Chernóbil. Bajo el acero y el hormigón de los regímenes totalitarios siguió latiendo el material radiactivo de las naciones.
Ahora nos encontramos de nuevo con el viejo problema. Washington, Pekín y Moscú han hecho y hacen todo lo posible por atizar los rescoldos de la Europa suicida porque les conviene, pero los principales responsables somos nosotros. Los que hemos dejado de recordar. Los que elegimos jugar con fuego, olvidando las quemaduras del pasado.
España constituye un excelente ejemplo del riesgo. Caídos los frágiles tabús de la Transición, tan remota ya, vuelve a girar el eje diabólico de la lógica nacional. Lo que empezó en Cataluña, donde las cuestiones ideológicas o simplemente prácticas de la vida pública quedaron poco a poco supeditadas al posicionamiento de cada uno respecto al tótem de la Nación (da igual que se tratara de un invento, todas las naciones lo son), se ha extendido al resto de España. Cada vez que se invoca el constitucionalismo, se invoca, en realidad, el puñetero tótem. Porque no se defiende tanto el necesario orden legal (fíjense que quienes más gritan a favor de la Constitución y la ley son los que más se las pasan por el forro cuando les interesa) como un aspecto muy determinado del mismo: la integridad de la Nación.
Como siempre, la causa es digna. Como siempre, es venenosa. El debate acaba reduciéndose a por España o contra España; lo mismo que por Cataluña o contra Cataluña. Y que se joroben los problemas reales. Es más, que se jorobe la realidad. En el resto del continente europeo asistimos a resultados parecidos. El referéndum que aprobó la ruptura del Reino Unido con la Unión Europea ha conducido a un bloqueo. Los británicos se han encerrado con un solo juguete, la nación. Ya no pueden hablar de otra cosa. Italia se cierra también. El vecino se convierte en rival, el extranjero se convierte en enemigo y las soluciones más absurdas pasan por buenas.
El cadáver de la vieja Europa desfila alegre por la calle.
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