La decisión colectiva
El debate político al que asistimos antes de las elecciones del 28 de abril es el que es


Hay casos extremos, por supuesto. Son personas cuya simple supervivencia resulta admirable. Me refiero, por ejemplo, a esa gente que utiliza un medio basado en satélites para proclamar que la Tierra es plana; o a quienes creen que el cáncer se puede curar con “métodos alternativos” (la danza de la lluvia, la sopa de bicarbonato y cosas de ese estilo); o a quienes rechazan las vacunas porque oyeron no sé qué en algún sitio. No necesitan una situación extrema o un estado de desesperación para abandonarse a la estupidez, no: les sale así, de natural.
Al margen de esa élite, estamos los más o menos tontos. No nos hace falta pensar mucho para descubrir nuestras limitaciones. Las evidencias están ahí: nos cuesta entender conceptos relativamente sencillos, nos abandonamos fácilmente a la irracionalidad, damos por bueno lo que no lo es, evitamos repreguntarnos sobre nuestras convicciones porque sospechamos, por simple intuición, que se desmoronarían y luego nos costaría encontrar otras. Vamos tirando y ya es bastante. Lo cual no impide que sepamos hacer muy bien ciertas cosas. Conozco algún cirujano profundamente cretino de quien me fiaría sin duda alguna en un quirófano.
Los grandes propagandistas al estilo de Joseph Goebbels tenían que repetir una trola mil veces ante grandes multitudes para convertirla en verdad
La propaganda moderna se da un festín con nosotros. La mentira pública ha existido siempre. La novedad radica en que ahora podemos elegir qué mentira contamos a una persona determinada, conociendo de antemano su predisposición a creerla. Las campañas electorales se realizan hoy de esta forma. En el siglo XX y antes, los grandes propagandistas al estilo de Joseph Goebbels tenían que repetir una trola mil veces ante grandes multitudes para convertirla en verdad; ahora es suficiente con decirla una sola vez a la gente adecuada, quizá a una sola persona. Internet permite susurrar la frase venenosa directamente al oído de quien la espera. Además, no cuesta esfuerzo: puede hacerlo una máquina desde una aldea balcánica. En España aún estamos aprendiendo, y campañas como la de Vox tienen que copiar manuales extranjeros, mayormente el que llevó a la presidencia a Donald Trump; de ahí que salgan con temas tan intempestivos como el derecho a tener armas de fuego y a usarlas con liberalidad. Pero ya iremos afinando. Es cuestión de tiempo.
Siento algo parecido al vértigo cuando se acerca una votación. De un referéndum puede salir cualquier cosa, ya lo sabemos. De unas elecciones directas, como las presidenciales estadounidenses (pese al sistema de colegios, se trata de un asunto esencialmente binario), también. Las elecciones parlamentarias suelen tener más cortafuegos: se vota a representantes que a su vez eligen a un jefe del poder ejecutivo y luego se dedican a legislar dentro de los límites constitucionales y sometidos al escrutinio público. Pero cuando el debate se degrada pueden ocurrir cosas. Un Gobierno y un Parlamento como los de Italia, sin ir más lejos.
El debate político al que asistimos antes de las elecciones del 28 de abril es el que es. En algunos momentos parece una charla informal entre terraplanistas, ufólogos y curanderos. En casi todos los otros momentos es solo rabia y ruido. Como siempre, sin embargo, hay que confiar en que un montón de ciudadanos no muy listos, movidos por ideas erróneas y prejuicios absurdos, tomemos una decisión colectiva más o menos soportable. Ya ha ocurrido otras veces.
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