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John Keane: “Hay una cierta moda en hablar de crisis de la democracia”

Politólogo australiano y experto en democracias, habla del tema político que más le preocupa: el auge de los populismos nacionalistas

Ignacio Fariza
John Keane en México DF el pasado mes de noviembre.
John Keane en México DF el pasado mes de noviembre.  Leonardo Álvarez

El politólogo australiano ­John Keane (1949) es uno de los mayores teóricos sobre sistemas políticos. De pelo cano y revuelto, acaba de publicar en español Vida y muerte de la democracia (Fondo de Cultura Económica). La charla se extiende por más de dos horas, pero él podría seguir otras dos: una idea le lleva a otra, y esa otra, a otra más. Casi no hacen falta preguntas. Este profesor de la Universidad de Sídney, muy preocupado por el auge de los populismos nacionalistas y profundamente reaccionarios, se considera a sí mismo progresista, pero tiene “un problema”: cuando está con gente de izquierdas se ve de derechas, y cuando está rodeado de conservadores se siente de izquierdas.

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Pregunta. ¿Qué ha supuesto para la democracia la llegada de Trump a la presidencia de EE UU?

Respuesta. Vivimos tiempos shakesperianos, de eso no cabe duda, y su elección hay que enmarcarla en ese contexto. Su figura supone una señal de cambio de fase en la historia; es el síntoma de la extensión de una gran frustración en partes importantes de la sociedad estadounidense: la clase media y trabajadora, que no tiene ninguna seguridad sobre su futuro. El 40% de los estadounidenses de entre 18 y 60 años experimentará al menos un año de pobreza a lo largo de su vida. Trump lo entendió y en eso centró toda su retórica demagoga. Pero mientras juega el papel de salvador de esas personas, ha ido dañando las instituciones de control. Trump es justamente esto y, llegados a este punto, espero su reelección.

P. ¿Qué futuro le depara a EE UU?

R. Como dijo el ex vicecanciller alemán [Joschka] Fischer, la consecuencia de intentar que EE UU “vuelva a ser grande de nuevo” será hacer a China grande de nuevo. Está fortaleciendo el poder chino en Irán, en todo el sudeste asiático y, en general, en todo el mundo, mientras Washington está en lento declive. Su poderío militar es indudable, pero ya no gana guerras: solo hay que ver lo sucedido en Irak o en Afganistán, o su marginalización como actor en Siria. China está alcanzando a EE UU a una gran velocidad en lo económico, en energías limpias o en inteligencia artificial. Es el principio de la decadencia de un imperio y el surgimiento de otro.

P. ¿Se puede reparar el daño hecho durante su presidencia?

R. No sabemos cómo terminará, pero el daño a la democracia ya está hecho: los ataques a la prensa, el golpe al poder judicial… Hay una nube oscura sobre EE UU. Y cuanto más tiempo pase, más difícil será poner fin a la guerra civil de baja intensidad en torno a la identidad estadounidense. Es mucho más fácil y rápido dañar y destruir una democracia que reconstruirla o preservarla.

“Permitir a Google o a Facebook que se regulen a sí mismos es lo más parecido a dejar a una cabra cuidar el jardín”

P. A la vez, usted cree que somos demasiado pesimistas al hablar del futuro de la democracia.

R. Hay una cierta moda en hablar de crisis de la democracia en el mundo, y tengo dudas del uso de la palabra “crisis”, que tiene connotaciones apocalípticas, casi religiosas. No se está teniendo en cuenta la resiliencia y la vitalidad de las democracias actuales y se infraestiman las innovaciones que esta supuesta crisis ha desencadenado. Pienso en ciudades como Barcelona, Sídney o Ámsterdam, que son laboratorios para el autogobierno, que están apostando por el transporte público y por soluciones medioambientalmente sostenibles, y que están experimentando con conceptos como la renta básica. Estos brotes verdes son parte de la realidad contemporánea; el problema es que la mayoría de intelectuales y periodistas tienden a concentrarse en la crisis y obvian estas otras tendencias.

P. Pero esos brotes verdes se están dando solo en algunas urbes y no a escala nacional. ¿Hasta cuándo durará el momento dulce de los populismos nacionalistas?

R. Es imposible saberlo, así que antes de hacer predicciones prefiero definirlo: el populismo es un estilo de hacer política estructurado en torno a hablar directamente a la gente, que tiene a un gran líder, un caudillo, y un oponente u oponentes a los que confrontar, que suele llamar establish­ment. Y que degrada instituciones de monitorización, tribunales, medios de comunicación y otros órganos de defensa de la integridad. Todo ello aderezado por un cierto nivel de normalización de la violencia, de nacionalismo, de sentido de la territorialidad y de clientelismo. Esto último es muy claro en el caso de Trump: llegó al poder con la promesa de “drenar la ciénaga” y acabó nombrando el Gabinete con la mayor concentración de millonarios de la historia. El populismo es una enfermedad autoinmune de la democracia: requiere condiciones democráticas para florecer (libertad de expresión, de reunión, acceso a los medios de comunicación, multipartidismo…), pero su lógica es profundamente antidemocrática, destruye los órganos de control y margina a sectores importantes de la sociedad.

P. Dice que hablar de populismo de izquierdas es un error.

R. Es un oxímoron. No tiene ningún sentido: el populismo en el que piensa Chantal Mouffe cuando habla de "populismo de izquierdas" —Perón, el primer [Hugo] Chávez…— es una fantasía. El populismo es de derechas en tanto que es antidemocrático.

P. ¿Sobrevivirá la democracia tal como hoy la conocemos?

R. No lo sé. Lo que está claro es que no tiene el futuro garantizado. El nuevo populismo es una reacción alérgica a la democracia monitorizada. Y quiere debilitarla, cuando no directamente liquidarla.

P. ¿Por qué esa alergia a las instituciones de control?

R. Estamos en un momento de gran fragmentación e incertidumbre y con millones de ciudadanos enfadados. Es una combinación de varias fuerzas: la desigualdad —con una brecha insostenible entre ricos y pobres, y con la marginalización de muchos sectores de la población—, la migración, el multiculturalismo visto como una amenaza… Eso es pólvora para los populistas. Lo han entendido muy bien.

P. No menciona las redes sociales.

R. No es el factor principal: la desigualdad, las burbujas financieras, la desafección con el sistema de partidos son mucho más importantes. Las redes son uno más. En esta era de abundancia comunicativa, hacer las cosas en privado es mucho más difícil, y eso es bueno y es malo a la vez: también se está poniendo en riesgo la privacidad y facilitan la difusión de las noticias falsas. La multiplicación del conocimiento y la distribución masiva de información llevan a la ciudadanía a pensar que el mundo es complejo y a no aceptar la mentira y la corrupción, pero las redes sociales también se están utilizando para hacer justamente lo contrario: prolifera la información sin contrastar, la utilización comercial del sensacionalismo o la bazofia informativa.

P. ¿Deberían regularse?

R. En los años noventa se pensaba que un Internet sin trabas ni regulaciones permitiría tirar abajo las fronteras y haría florecer la democracia. Años después hemos visto cómo en ese jardín han florecido también flores venenosas: el discurso del odio, la xenofobia, la manipulación… Son tendencias que van en contra de la utopía digital del pluralismo que se vendía. Gobiernos y sociedad civil tienen que abordar la cuestión de cómo regular estos flujos de información: necesitamos un acuerdo digital que permita la conexión de todos los ciudadanos, pero que también traiga estabilidad a este ecosistema. No creo que la solución sea la autorregulación de los gigantes digitales: permitir a Google o a Facebook que se regulen a sí mismos es lo más parecido a dejar a una cabra cuidar del jardín.

P. ¿Vivimos en una sociedad informada o inundada de información?

R. No me gusta el término “ciudadanos informados” entendido como alguien que sabe todo sobre todo. Prefiero hablar de “ciudadanos sabios”: humildes, demócratas, que son conscientes de que ni ellos ni las autoridades lo saben todo.

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Sobre la firma

Ignacio Fariza
Es redactor de la sección de Economía de EL PAÍS. Ha trabajado en las delegaciones del diario en Bruselas y Ciudad de México. Estudió Económicas y Periodismo en la Universidad Carlos III, y el Máster de Periodismo de EL PAÍS y la Universidad Autónoma de Madrid.

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