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El final del ‘impuesto’ del terror de ETA

Álvaro Corcuera

LA PRIMERA carta que recibí de ETA fue hacia 1990. Me la mandaron a casa y la cogió mi mujer. Eso complicó las cosas. Si la hubiera abierto yo, la habría metido en un cajón, pasado la procesión por dentro y no habría molestado a nadie. A los tres o cuatro días ella me dijo:

—Miguel, ¿qué hacemos? ¿Has estado con alguien?

—¿Con quién voy a estar? No quiero pagar.

—¿Por qué no quieres…? ¿Qué te parece si…?

—No quiero que otra persona sufra un atentado.Tuvimos discusiones internas hasta que creamos un consejo familiar para ponernos de acuerdo en nuestras actuaciones y evitar la soledad. Éramos mi esposa, mi hija, mi yerno, mi hermano, mi cuñada. Hicimos piña”.

La nave industrial de los Lazpiur se asienta junto al río Deba, en Bergara (Gipuzkoa). Miguel Lazpiur, de 74 años y codirector de la compañía junto a su hermano Agustín, abre la puerta de las oficinas. En lo alto del taller, un letrero: “Kalitatea gure etorkizuna da” (la calidad es nuestro futuro). Es la máxima de una empresa que exporta a más de 20 países sus piezas de mecanizado de alta precisión y las máquinas a medida que diseñan para otras compañías.

Cuando recibes una carta de ETA es una losa. Es un trauma que convulsiona a la familia. Ya no te fías de nadie”, explica Miguel Lazpiur.

“Te pasan muchas cosas por la cabeza [al recibir la carta]”, inicia Lazpiur, con un marcado acento vasco. Y lanza un pequeño suspiro. “Es una losa que tienes encima. Dicen que es como si te diagnosticasen un cáncer. Es un trauma enorme que convulsiona a la persona y a la familia. Ya no te fías de nadie. Cualquiera puede haber dado tu nombre. Pienso que no fue nadie de la empresa. Quizá sí de Bergara. Porque si vas a un bar a tomar un pote y al camarero lo detienen a los dos años… piensas en cosas, ¿me entiendes?”.

Miguel Lazpiur, en su compañía en Bergara (Gipuzkoa). Él recibió varias misivas de la banda. No pagó. No se considera un héroe.

ETA anunció su último alto el fuego en septiembre de 2010 y en noviembre envió su última carta de extorsión. En octubre de 2011 declaró el “cese definitivo” de su actividad armada. “En otras treguas nunca paró el impuesto revolucionario. Es lo único que siguió funcionando. Los empresarios fueron víctimas desde el minuto cero hasta el último”, señala Jon Ziarsolo, jefe de inteligencia de la Ertzaintza, en el cuartel general de la policía vasca en Erandio (Bizkaia). “Nos corresponde ensalzarlos. Han sido unos héroes. Muchos se podrían haber ido. Hubo mil ejemplos de fortaleza. Hubo quienes colocaron las cartas en el tablón de anuncios de la empresa”, afirma.

“No soy un héroe, hice lo que debía”, sostiene Lazpiur, que terminó ocupando altos cargos en varias patronales. Fue vicepresidente de la guipuzcoana Adegi de 1999 a 2005, presidente de la vasca Confebask de 2005 a 2011 (años que vivió con escolta) y vicepresidente de la CEOE de 2008 a 2011. “Pensaba en cómo sería [el atentado contra él]. Por dónde vendrían. Cómo lo harían. Pero somos creyentes. No pagamos y no contactamos con ellos”, relata.

Un cartel por la independencia del País Vasco y otro a favor del acercamiento de los presos de ETA.

Resistir. Ser discretos. Eran las consignas policiales, explica Ziarsolo. “Les decíamos: ‘No hables con nadie. No te muevas. No se lo cuentes al del sindicato. No se lo digas ni a tu mujer. No des ningún paso’. Porque el impuesto revolucionario era como el bombo de Navidad. Había uno muy grande donde entraban todos. Pero si contactabas, pasabas a uno pequeñito. Si dabas un paso, todo se focalizaba en ti, estabas pringado”. Desde 1993, ETA introdujo en las cartas un código alfanumérico. La policía contó más de 10.000 extorsionados. Ziarsolo dice que “pagaron muy pocos”. Según un estudio del periodista y profesor de la Universidad de Navarra Javier Marrodán, cedieron un 13% de los que la banda contactó en Gipuzkoa y entre un 5% y un 6% en Bizkaia, Álava y Navarra.

¿Pero cuántos pagaron antes de 1993? “No se sabe. Hablamos de los años de plomo, cuando ETA desarrollaba la extorsión con impunidad a plena luz del día en Iparralde [País Vasco francés]. ¿Cuántas personas? ¿Cuántas veces? ¿Cuántos negociaron en Francia?”, se pregunta Izaskun Sáez de la Fuente, miembro del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto y autora de Misivas del terror, un libro con el testimonio anónimo de más de 200 empresarios que analiza el impacto del terrorismo sobre este colectivo, acosado por el chantaje, los secuestros y asesinatos, el estigma y la apatía social.

“Les decíamos: ‘No hables con nadie. No des ningún paso. Si lo haces, estás pringado”, recuerda Jon Ziarsolo, ‘ertzaina’.

“La soledad ha sido lo peor. Cuando iba con escolta llevaba la etiqueta. Dejas de ir al frontón, a la sociedad, a pasear”, explica José María Ruiz Urchegui, ex secretario general de la patronal de Gipuzkoa, Adegi. En su casa en San Sebastián, subraya emocionado el apoyo de su esposa: “De vez en cuando me cogía del brazo: ‘José Mari, ¿estás bien?’. Yo decía que sí”. Pero la familia soportó lo indecible. “Un día salió mi hijo de casa para ir al colegio. Se encontró un charco de pintura roja en el portal. Habían escrito ‘Urchegui asesino’. Imagina cómo se puso”, recuerda.

“La víctima era hostigada, se le insultaba llamándole español de mierda, empresario explotador o fascista. Se pintaba su nombre o una diana en su portal, se realizaban concentraciones frente a su despacho o domicilio. Así hasta que en algunos casos era secuestrada o asesinada. Incluso, tras su muerte, se profanaba su tumba, se llamaba a los familiares por teléfono para escarnecerlos o se les gritaba en la calle”, relata Sáez de la Fuente en Misivas del terror. Una “violencia de persecución” que ejercía el entorno de ETA, que jaleaba a la banda y que inoculaba el miedo a la sociedad, especialmente en los pueblos, más asfixiantes que las ciudades, como describe Fernando Aramburu en la novela Patria. Un empresario de Bizkaia que recibió varias cartas y una llamada de ETA alaba la obra: “Es la vida misma. Leía un capítulo y tenía que parar. Me repateaba la reacción social, cuando se pudre la convivencia”.

José María Ruiz Urchegui, ex secretario general de la patronal de Gipuzkoa; y Jon Ziarsolo, jefe de inteligencia de la Ertzaintza.

Mirar hacia otro lado fue la tónica. “Cuando la violencia parece que forma parte del paisaje se le empieza a no dar importancia. Es muy puñetero”, señala Ruiz Urchegui, que subraya “el contexto socioeconómico” en el que se lidió con la violencia durante muchos años. ETA fue especialmente virulenta con el estreno de la democracia en España (uno de cada cuatro asesinatos se perpetró entre 1978 y 1980); en un país con unas instituciones y estructuras políticas nuevas, con una reconversión industrial acometida en los ochenta que dejó en la calle en el País Vasco a más de 100.000 personas, con una baja competitividad respecto a Europa. Un panorama al que se unían las amenazas. Ruiz Urchegui conserva una pegatina con su nombre junto a la palabra hiltzaile (asesino). Cientos salpicaron San Sebastián. Un día, sus hijos vieron la imagen de su padre en la Parte Vieja:

Aita, ¿por qué está tu nombre ahí?

—Oye, que yo no soy un asesino, ¿eh?

—¡Ya lo sabemos, aita! Pero…

Urchegui denunció públicamente la extorsión en sus años en Adegi (1977-2008) y pidió a los empresarios que no pagaran. Unos 400 se acercaron a él en privado, víctimas del chantaje: “No te daré el nombre de ni uno. Pero he visto a gente hundida en mi despacho”. ¿Cuántos se fueron? Los entrevistados, altos responsables en las patronales vascas y navarra, coinciden en que no demasiados. “Muchos optaban por residir fuera pero manteniendo sus empresas”, dice José Manuel Ayesa, presidente de la Confederación de Empresarios de Navarra entre 1989 y 2010. Una tesis que personas como Mikel Buesa, expresidente del Foro de Ermua y fundador de UPyD, no comparten. “Decenas de miles de personas han sido expulsadas”, declaraba a EL PAÍS en 2005.

Nave en Mondragón (Gipuzkoa) donde ETA secuestró a Julio Iglesias Zamora y a José Antonio Ortega Lara.

Blanca Soto es una de ellas. Esta galerista nació en Palencia, pero vivió en San Sebastián, donde se casó y tuvo dos hijos. Hoy residen en Madrid. Nunca ha compartido públicamente su historia. Hasta ahora. Con 22 años, montó un centro cultural en San Sebastián con un socio, con tan mala suerte, dice, de ubicarlo junto a una sede de Jarrai. Los jóvenes radicales les exigieron dinero. Se negaron. Y les destrozaron el local. Durante los siguientes tres años, recibieron tres cartas de chantaje. Las abrió la secretaria y calló. Hasta que llegó una cuarta, manchada de sangre, y se la enseñó a Soto. Y una quinta, esta vez a la Concejalía de Urbanismo de San Sebastián, señalando al Ayuntamiento por un supuesto trato de favor con la galerista. El concejal Gregorio Ordóñez, del Partido Popular, y a quien ella no conocía, la llamó para comentárselo.

—Me van a matar.

—Blanca, a mí me pueden matar. Yo estoy dando la cara y soy político. Pero a ti, ¿de qué? Ni lo pienses.

“Lo peor ha sido la soledad, que se construye poco a poco, sin querer. Dejas de pasear, de ir al frontón o a la sociedad”, dice Ruiz Urchegui.

Pero ella “era un flan”. Acudió a la Policía Nacional con las cinco cartas y habló con el responsable de la Unidad Territorial Antiterrorista de Gipuzkoa, el inspector Enrique Nieto. Este la tranquilizó. Puso vigilancia. En su casa y junto a su negocio. “Nos cuidó”, recuerda.

Corría 1995. ETA asesinó a Ordóñez en enero y tiroteó mortalmente en junio a Nieto (quedó en coma y falleció en octubre). “Pensé: ‘Los siguientes somos nosotros”, asegura Soto. Para rematar, en febrero de 1996, la banda terrorista mató también a su suegro, el abogado y dirigente del PSOE Fernando Múgica Herzog. “Entré en una depresión horrorosa durante cuatro años. Me fui a un psiquiatra hasta que nos vinimos a Madrid en el año 2000”, dice llorando, recordando su exilio. “Se han llevado por delante a tantos amigos, a tanta gente y tantas cosas…”. La conversación continúa, cargada de odio y de dolor, hasta que pide quedarse sola.

Una carta de extorsión que ETA envió a un empresario en la que se distingue el sello de golpe seco de la banda terrorista.

Enfrentarse a ETA. Pasar miedo. “El que diga que no lo ha sufrido [miente]… Porque es muy tangible. Sientes preocupación y tienes prevención”, asegura Ruiz Urchegui. Junio de 1996. Una bomba lapa aguarda en los bajos de su coche en el aparcamiento de Adegi, la patronal guipuzcoana. De viaje en Estocolmo, había pedido a su primo Santiago Leceta que llevara el vehículo al taller. La explosión le dejó sin piernas e hirió a dos empleadas. “Pensaba: ‘Si hubiese vuelto un día antes. Si no le hubiese dejado el coche… No es un sentimiento de culpa, pero pesa. Sientes una opresión…”, dice. Tras el atentado —en 1978 hubo otro en Adegi: los Comandos Autónomos Anticapitalistas, una escisión de ETA, hicieron estallar una bomba—, empezó a vivir con escolta, situación que duró 14 años, hasta que renunció a ella.

En varias ocasiones, Urchegui trató de convencer a Joxe Mari Korta, presidente de Adegi, de que también utilizara escolta. Pero jamás quiso. En agosto de 2000, ETA lo asesinó, cuatro semanas después de dar una rueda de prensa junto a su amigo y diputado general de Gipuzkoa Román Sudupe, en la que emplazaron a los empresarios a no ceder al chantaje. Un coche bomba colocado en la entrada de su empresa en Zumaia (Gipuzkoa) le segó la vida. “Le tocaba dejar la presidencia y su familia no quería que siguiera. Como amigo, le había presionado para continuar. Encajábamos muy bien”, dice Urchegui.

El asesinato de Korta tuvo varios objetivos. El primero, “tocar la fibra al PNV”, pues el empresario era afín a este partido (que había roto ese año el frente soberanista fruto del Pacto de Lizarra de 1998 tras varios atentados de ETA). El segundo, matándole se atacaba el diálogo frente a las pistolas, que tanto Korta como Urchegui defendían (los dos apelaban a “trabajar y colaborar en el proceso de paz”, incluso a riesgo de “equivocarse”, una frase que después se convirtió en el llamado espíritu Korta). Y el tercero, presionaba a los que no querían pagar a ETA. “La banda no mataba empresarios por matarlos, sino para meter miedo”, razona Ziarsolo, el jefe de inteligencia de la Ertzaintza. Una maquinaria que permitió a la organización recaudar más de 100 millones de euros a lo largo de su historia gracias a los secuestros, unos 30 con las cartas de chantaje y unos 20 mediante atracos, según Florencio Domínguez, experto en terrorismo y doctor en Comunicación Pública por la Universidad de Navarra.

Federico San Sebastián, ex secretario general de Iberduero; y Blanca Soto, galerista.

“El asesinato de Korta marcó el punto de inflexión en Azkoyen”, reconoce Eduardo Ruiz de Erenchun, abogado de Pamplona que defendió a cinco antiguos miembros del consejo de administración de esa empresa navarra, acusados de pagar a ETA. Jesús Marcos Calahorra, director financiero, llevó 37 millones de pesetas a los terroristas. En solitario, siguiendo un mapa que le habían hecho llegar, condujo hasta la localidad francesa de Vert, en las Landas. Hoy no quiere hablar. “Para mí han sido muchos años soportando la presión de esta losa: antes de, en su momento y después de. Intento pasar página y no me resulta fácil”, responde por correo electrónico. Su abogado relata: “Pagó a finales de 2001. Estuvo tres días en cama porque no se podía mover de la contractura que tenía. Pensó que lo matarían. Estaban allí, con una pistola. Le preguntaron si le habían seguido”.

“Te acojonas con la transformación de ETA en movimiento político. Tenemos a los mismos en las instituciones, financiados con dinero público”.

Vert es un lugar muy discreto. Se llega por una solitaria carretera comarcal. En el término municipal, de 40 kilómetros cuadrados, viven unos 200 habitantes. Ninguno pasea por la calle una tarde del pasado junio. Hay un completo silencio que invita a reflexionar sobre las instrucciones que le dio ETA por escrito a Marcos Calahorra hace 16 años y que él cumplió a rajatabla en este mismo lugar: “Aparcará junto a la iglesia a la hora indicada [las tres de la tarde], se bajará de su vehículo y se quedará mirando la arquitectura del templo con un ejemplar del diario Gara, otro de la revista El Mundo de los Pirineos y el libro Lucio, el anarquista irreductible entre las manos. La persona que se le acercará le hará la siguiente pregunta: ‘Gurekin egoteko etorri zara?’ [¿Vienes para estar con nosotros?]. Su respuesta: ‘Bai, eskatutakoa ekartzeko eta hitzegiteko’ [Sí, para traer lo pedido y para hablar]”.

“Hablar con ETA suponía un proceso larguísimo”, asegura el abogado. Las misivas pedían “contactar con los medios habituales vascos”. Eso llevaba a los extorsionados a preguntar a un concejal de Batasuna, o a un sindicalista de LAB, o a un amigo de la izquierda abertzale… “A los empresarios les decíamos que, si decidían pagar, iban a dar mil vueltas hasta contactar con la persona que transmitiese la información”, relata el ertzaina Ziarsolo. “Después tendrían que ir a Francia, pasando mucho miedo, encontrándose con personas que les tratarían de mala manera. Les advertíamos que pagar no significaba que nunca más les iban a extorsionar. Y les decíamos que la documentación podía caer en manos de la policía y que terminarían en la Audiencia Nacional”, enumera.

Fue lo que sucedió con Azkoyen. Una operación antiterrorista destapó el pago. En 2004, el juez Baltasar Garzón ordenó la detención de Marcos Calahorra. Pasó un día en el calabozo. Ruiz de Erenchun se muestra crítico con la justicia por no haber aplicado la figura del “miedo insuperable”, un eximente de responsabilidad penal por haber facilitado dinero a una organización terrorista bajo coacción y riesgo para la vida. “Finalmente los acusaron de un delito societario por haber pagado con dinero de Azkoyen. Dejó de ser competencia de la Audiencia Nacional y en los juzgados de Pamplona se declaró prescrito”, resume. Aunque para Marcos Calahorra el drama fue más lejos: marcado por lo sucedido, Azkoyen le despidió.

En su historia, ETA mató a 40 empresarios y secuestró a 49. El último asesinado fue Ignacio Uria, en Azpeitia (Gipuzkoa), en 2008. Consejero de Altuna & Uria, su empresa era una de las 40 adjudicatarias del tren de alta velocidad (TAV) en el País Vasco. Los terroristas justificaron la muerte “por su responsabilidad en la construcción de un proyecto impuesto a Euskal Herria y por negarse a pagar el impuesto revolucionario”. José María Pascual, ex consejero delegado de Balzola, otra de las constructoras del TAV, recuerda las dificultades. “No podías dejar las máquinas en el monte al terminar el día. Te las tenías que llevar para que no las quemaran. Además, había que vallar y contratar vigilancia”, relata. El TAV, una obra de 4.000 millones de euros, pudo tener un 4% de sobrecostes, estima Pascual, aunque reconoce que es muy difícil calcular una cifra. “A ETA le importaba tres pepinos la alta velocidad. Solo querían demostrar su fuerza”, incide.

No era la primera vez que atentaban contra una gran infraestructura para presionar al Estado. La banda también dejó su sello en la autovía de Leizarán y en la central nuclear de Lemóniz. Asesinó a tres personas relacionadas con la carretera y a dos vinculadas a la infraestructura eléctrica. Pero si en el caso del TAV las obras continuaron (aún siguen) sin ceder a las presiones, en el de la autovía la banda logró algunas modificaciones del trazado y en el de Lemóniz consiguió cancelar la obra. Federico San Sebastián era entonces el secretario general de Iberduero, hoy Iberdrola, dueña de la central. En su casa en el barrio de Neguri, en Getxo (Bizkaia), repasa unos acontecimientos que acabaron con la vida del ingeniero del proyecto, José María Ryan, y su sustituto, Ángel Pascual. La banda también mató a su hermano en 1990, Rafael San Sebastián. “Fue muy extraño. A los 15 días, ETA publicó un manifiesto diciendo que se había confundido de persona. No decía con quién, pero cínicamente formulaba su ‘más exigente autocrítica”. Su asesinato es uno de los alrededor de 300 (de 829) que aún quedan sin resolver. “¿Crees que ahora le importa a alguien?”, pregunta. La equivocación, dice, fue probablemente con él.

En la primera imagen, cabina telefónica en Francia. A la derecha, Eduardo Ruiz de Erenchun, abogado de un extorsionado por ETA.

ETA se metió en el ecologismo, pero también en las luchas laborales, sobre todo en los años setenta y ochenta. “La banda penetraba donde podía captar clientes”, resume un empresario guipuzcoano. Luis Abaitua, director de la factoría de Michelin en Vitoria en 1979, fue secuestrado y liberado tras 10 días, en un contexto de pelea sindical. Su hijo Joseba recuerda la reacción de sus compañeros de universidad: “Me dijeron: ‘Eres una persona adulta y tienes que disociar entre lo que sucede a tu familiar y la situación de conflicto que vive el País Vasco. Tu padre representa a los enemigos del pueblo”. El problema que hoy afronta Euskadi es la lucha por el relato: “Quiero ser una voz crítica, impedir que todo se olvide y que se pase página, que es lo que muchos quieren. Los terroristas están aquí, entre nosotros”. Por el caso de su padre se juzgó al hoy líder de EH Bildu, Arnaldo Otegi, condenado a seis años de cárcel por participar en el secuestro.

Arrasate-Mondragón. Barrio de San Andrés. Nada recuerda lo que hizo ETA en una nave industrial de dos pisos junto al río Deba. Desde una ventana rota se ve un bote de pintura amarilla fresca y unos objetos recién pintados. Allí, en 1993, el industrial Julio Iglesias Zamora estuvo secuestrado durante 117 días en un zulo excavado en el suelo, oculto bajo una máquina de tres toneladas. El mismo agujero húmedo de 2,5 metros de ancho, 3 de largo y 1,80 de alto que se utilizó para encerrar durante 532 días al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, liberado por la Guardia Civil hace ahora 20 años, el 1 de julio de 1997. Un golpe contra la banda de la que esta se vengó, días más tarde, secuestrando y asesinando al concejal del PP de Ermua (Bizkaia) Miguel Ángel Blanco.

En la lucha contra ETA son varios los hitos que, poco a poco, la desgastaron. Blanco fue uno de ellos. Antes estuvieron la Operación Sokoa en 1986 (una cooperativa francesa tapadera de la extorsión) o la desarticulación de la cúpula etarra en Bidart en 1992. Un símbolo, el lazo azul, surgido tras el secuestro de Iglesias Zamora en 1993, y una organización, Gesto por la Paz, cimentaron la respuesta ciudadana. En Misivas del terror, Sáez de la Fuente recuerda a los empleados de Ikusi, la empresa de la familia Iglesias, y sus concentraciones en contra del secuestro: “Semejante reacción y su fuerte impacto mediático y social pillaron al entorno de ETA con el pie cambiado. Le sorprendió y le preocupó porque su hábitat privilegiado siempre había sido la calle”. La izquierda abertzale reaccionó diseñando una nueva ofensiva, la ponencia política Oldartzen (“atacando”), una estrategia llamada a “socializar el sufrimiento”. Es decir, a arremeter contra todo y todos quienes estuvieran en contra de ETA.

Rufi Etxeberria, hoy líder de Sortu, fue el ideólogo de Oldartzen en 1993. Pero en 2011 su visión era otra: “La violencia es incompatible con la estrategia independentista. El ciclo de la lucha armada se ha cerrado”. Para un empresario de Bizkaia que vivió amenazado y al que le resulta “casi imposible” dar públicamente la cara, le cuesta asimilar el cambio: “Te acojonas con la transformación de ETA en movimiento político. Tenemos a los mismos tíos, con los mismos ayudantes y los mismos movimientos sociales en las instituciones, financiados con dinero público”. A pesar de ello, dice, confía en el final del terrorismo.

“ETA ha terminado. Definitivamente y para siempre. Sin el apoyo popular no es nada. La sociedad ha evolucionado, también su mundo”, asegura Ziarsolo.

“ETA ha terminado. Definitivamente y para siempre. Sin el apoyo popular no es nada. La sociedad ha evolucionado, también su mundo”, asegura Ziarsolo, que cuando se pone delante de la cámara susurra: “Si me dicen hace unos años que me dejo fotografiar, alucino”. Este ertzaina recuerda los asesinatos de su superior, Joseba Goikoetxea, sargento mayor de la Ertzaintza, en 1993, y el de su amigo íntimo en el cuerpo, Montxo Doral, tres años más tarde. “Me tuve que ir de mi casa en cinco horas. Me alertaron de que el Comando Bizkaia iba detrás de mí”, arranca. Durante unos años vivió de manera oculta. Hoy mira hacia el futuro: “Esto es como un viaje. Ves el catálogo, unas playas paradisiacas…, pero llegas allí y hay 40 grados, coges una diarrea, te comen los chinches… Y luego vuelves. Y lo cuentas. A los dos meses solo te acuerdas de lo bueno. Pues esto es un poco así”.

“La vida no es negra ni blanca. Hay cuestiones justas e injustas”, continúa Ziarsolo cuando se le pregunta por la dispersión de los presos de ETA. Este asunto centra el debate en torno al fin del terrorismo. Mientras que para algunos, como Blanca Soto, la galerista exiliada en Madrid, sería inconcebible cualquier modificación de la política penitenciaria, para otros hay que cambiar un rumbo iniciado en 1989. “La dispersión tuvo un efecto en una época muy concreta, cuando ETA mandaba desde las cárceles, en Carabanchel y Alcalá-Meco, donde se juntaban 200 etarras y tenían más poder que la cúpula. La dispersión trató de disolver aquello”, explica Ziarsolo, que no ve positivo que hoy las familias recorran cientos de kilómetros para visitar a los reclusos.

Obras del tren de alta velocidad.

El sentir de la ciudadanía sobre el futuro de los presos etarras difiere según donde se pregunte: mientras que un 30% de la sociedad española considera positivo su acercamiento a Euskadi, la cifra sube a un 74% si se le pregunta solo a los vascos, según el CIS y el Euskobarómetro. “Un preso no es un preso. Es su familia. Son sus amigos”, señala Ruiz Urchegui, crítico con el Gobierno de Rajoy, preocupado por el futuro y la convivencia en Euskadi, y convencido de que hará falta “al menos una generación” para curar las heridas. “La ley permite tener a los presos cerca de sus casas. A los de ETA y a todos. Pero la estrategia del Gobierno es no hacer nada. Yo entiendo que ha costado sangre, sudor y lágrimas. Pero no podemos esperar que vengan de rodillas”.

Uno de los presos que se ha beneficiado de la política de reinserción y acercamiento fue Ibon Etxezarreta. Tras acogerse a la llamada vía Nanclares, que acercaba a esta cárcel alavesa a los presos arrepentidos, Etxezarreta se vio cara a cara en 2011 con Maixabel Lasa, viuda de una de sus víctimas, el ex gobernador civil de Gipuzkoa Juan María Jáuregui, asesinado en 2000. Le pidió perdón y Lasa lo aceptó. Dijo que Etxezarreta “era otra persona”.

Pocos días después del asesinato de Jáuregui, Etxezarreta y su compañero Francisco Javier Makazaga (hoy encarcelado en Pontevedra) aguardaban escondidos al presidente de Adegi, Joxe Mari Korta, en Zumaia. Este estaba dentro de su empresa, al teléfono. “Me echó la bronca. Me dijo: ‘José Mari, que estamos en agosto, ¿qué haces trabajando?’. Le respondí: ‘Oye, y tú ¿de dónde me llamas? ¡Si estás haciendo lo mismo!”, recuerda José María Ruiz Urchegui. “Me contó que el día anterior había estado en la playa de Itzurun, en Zumaia. Quería ver el atardecer. Joxe Mari era un poco berritsu [hablador]. Hablaba y te quería convencer: ‘¡No sabes cómo es una puesta de sol de esas!’. Estuvimos 45 minutos al teléfono. De repente me dijo que era tarde, que tenía una comida en Getaria. Nos despedimos diciendo que teníamos que ir al monte”. Cinco minutos después, el cuerpo inerte de su amigo yacía sobre el aparcamiento de su empresa.

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Sobre la firma

Álvaro Corcuera
En EL PAÍS desde 2004. Hoy, jefe de sección de Deportes. Anteriormente en Última Hora, El País Semanal, Madrid y Cataluña. Licenciado en Periodismo por la Universitat Ramon Llull y Máster de Periodismo de la Escuela UAM / EL PAÍS, donde es profesor desde 2020. Dirigió 'The Resurrection Club', corto nominado al Premio Goya en 2017.

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