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Reportaje:REPORTAJE

El exilio vasco

Antonio Jiménez Barca

Como les pasa a muchos jóvenes, Carlos se vio una noche, después de un largo viaje de tren, en la estación de Chamartín, llevando todo su equipaje en una maleta, con la dirección de una habitación donde alojarse, un futuro incierto por delante y la necesidad de buscarse la vida en Madrid. A diferencia de esos jóvenes, Carlos Fernández de Casadevante tenía 42 años, cinco hijos, una plaza de catedrático de Derecho Internacional Público en la Universidad del País Vasco y la vida partida por la mitad. Empezó a pensar en irse del País Vasco, donde nació, en Irún, cuando descubrió una pintada en la pared de su despacho que decía "carcelero". Siguió dándole más vueltas al recibir anónimos que le impelían a abandonar Euskadi. Se decidió el día en que llegó a su facultad un paquete remitido a él que contenía un artilugio con unos cables sueltos. No era una bomba. Todavía. Era un aviso. Pero consideró que ya era suficiente. Y un día de octubre de 1998 introdujo todo su equipaje en una maleta y se metió en un tren para Madrid. Eso ocurría en 1998. Sigue en Madrid. Y su familia, en el País Vasco ("No es fácil desmontar la vida de todos y traerlos aquí", explica). Él va los fines de semana que puede. Asegura, con un tono determinante y rotundo, que jamás volverá. Y se explica con una pregunta: "¿Para qué voy a volver a una tierra de la que he sido expulsado?".

Comisiones de la Diáspora Vasca intenta, antes de las elecciones en Euskadi del 17 de abril, alertar sobre la situación de los que han tenido que dejar su tierra
Mikel Buesa calcula que "decenas de miles de personas nacidas en el País Vasco han sido expulsadas de él" desde los años ochenta

Alerta

El pasado 27 de febrero nació en un teatro de Madrid una asociación, las Comisiones de la Diáspora Vasca, que intenta, antes de las elecciones que se celebrarán en Euskadi el próximo 17 de abril, alertar sobre la situación de los vascos que, como Fernández de Casadevante, han abandonado su tierra por miedo, por sentirse amenazados o por estar hartos de vivir amenazados.

Mikel Buesa, catedrático de Economía Aplicada en la Complutense y vicepresidente del Foro de Ermua , calcula que "decenas de miles de personas nacidas en el País Vasco han sido expulsadas de él" desde los años ochenta. Viven en Madrid, en Andalucía, en Logroño, en Burgos, en Cantabria... En el fondo, como el mismo Buesa reconoce, son un ejército de exiliados imposible de contar, entre otras cosas porque muchos, por razones de seguridad, por puro miedo, se niegan a que les incluyan en la suma. Francisco Llera, profesor de la Universidad del País Vasco y director del Euskobarómetro, no considera muy exageradas las cifras de Buesa. "Son bastantes miles de familias, muchas más de 10.000 personas. Pero bastaría la historia de una sola persona, de una sola familia..."

Bastaría la historia de la familia de María Jesús Lejarreta, nacida en Vitoria en 1959 y exiliada en Madrid desde 1980. Ese año, el más sangriento de toda la existencia del terrorismo vasco, ETA mató a 91 personas; y los Comandos Autónomos Capitalistas (una escisión de ETA), a cuatro. Aquel otoño, Manuel María Lejarreta, ex alcalde de Vitoria y ex presidente de la Diputación de Álava, decidió que no podía más, que ni él ni su mujer ni sus cinco hijos podían más. Vivió con un policía dentro de casa, salía a la calle siempre con un chaleco antibalas, cada vez que dejaba el despacho avisaba por teléfono a su mujer (aún no existían los móviles) para que ésta se asomara discretamente a la ventana. Si notaba algo sospechoso en la calle, hacía una seña para que el coche de su marido no parase. En casa de María Jesús estaban expuestas las fotografías de los etarras más buscados en ese momento. "Para que toda la familia los tuviera grabados en la memoria en todo momento", recuerda esta mujer.

Casada ahora con un madrileño, con tres hijos madrileños, no ha olvidado aquellos años de horror ni los mil y un episodios trágicos o esperpénticos que provoca un rutinario y excesivo contacto con la muerte:

"Un día, nuestra asistenta, para celebrar la comunión de un pariente, nos envió una tarta, pero como llegó sin tarjeta, la policía sospechó al momento que escondía una bomba y se la llevó a la comisaría". La madre, por aquellos tiempos, aprendió a manejar una pistola. No para defenderse, sino para avisar, en caso de necesidad, a los agentes que se apostaban siempre cerca de su domicilio. Un día, un anónimo siniestro encontrado en la puerta les informó de la inminente explosión de una bomba; una noche, una llamada de la policía, alertada por un soplo, obligaba al padre a salir de casa de madrugada y esconderse durante unos días en un lugar desconocido para todos excepto para su mujer... La llegada de una carta en la que se le exigía el pago de dinero para ETA terminó de convencerle. Mandó a los cinco hijos a un piso en Madrid mientras su mujer y él desmantelaban su casa (y su vida) de Vitoria.

"Yo, que era la mayor, tenía 20 años", recuerda María Jesús, "y no lo llevé muy mal, pero mis hermanos, que estaban en plena adolescencia, y que dejaban atrás amigos, novios, qué sé yo, pues lo soportaron muy mal. Aún me acuerdo que se preguntaban: '¿Por qué nos tenemos que ir?".

Hace 25 años

De todo esto han pasado 25 años. El ex alcalde de Vitoria y ex presidente de la Diputación de Álava es hoy un hombre de casi 80 años que durante la última etapa de su vida ha intentado pasar lo más inadvertido posible. En contadas ocasiones volvió a su tierra: en el entierro de su mujer, en las bodas de sus hijas, que se empeñaron en casarse en el monasterio de Nuestra Señora de Estíbaliz... "Era mi ciudad, el sitio en el que quería casarme, donde conocía a la gente, donde estaban mis amigos; no podían quitarme hasta eso", recuerda María Jesús, con la sombra de una lágrima temblándole en los ojos.

En 25 años, esta mujer no ha aprendido a recordar su ciudad sin emocionarse, sin que le venga a la boca la misma frase rotunda: "Nos echaron, éramos proscritos, y lo seguimos siendo". Cuando se refiere a su padre, resume: "A pesar de lo que ha sufrido, jamás se ha quejado. Dedicó los mejores años de su vida a su tierra. En el fondo, a pesar de todo, ha tenido suerte, porque está vivo y ha podido ver a sus nietos. Dos presidentes de diputaciones vascas de la etapa de mi padre fueron asesinados".

María Jesús vive ahora "tranquila y sin miedo" en Villaviciosa de Odón, un pueblo de Madrid. Y ha decidido contar su historia y la de su familia por una razón: "Lo que nos pasó a nosotros sigue pasando allí, sigue habiendo gente expulsada del País Vasco, sigue habiendo gente amenazada de muerte, sin libertad, ciudadanos vascos que no pueden vivir en su tierra".

Dos de ellos son Luis y María, de 39 y 40 años, respectivamente. Son nombres supuestos. Prefieren esconderse en un anonimato y lo explican: "Por miedo, es evidente. Pero también para no desmoralizar demasiado a nuestros amigos que se han quedado allá", dice ella. En Bilbao, Luis tenía dos móviles. Uno para los negocios. Otro, particular. Muy pocos familiares y amigos conocían este segundo número. Hace seis meses recibió por ese teléfono una amenaza de muerte.

¿Cómo era posible que tuvieran su número? La Ertzaintza les puso en el mismo dilema que a otros muchos amenazados: o se marchaban o Luis debería ir con escolta desde ese momento. "Tenemos tres hijos", se justifica María, "de dos, ocho y doce años; no podíamos condenarles a ellos a vivir así, a prohibirles hablar de determinadas cosas, a acostumbrarles a los escoltas, y decidimos irnos". De un día para otro cerraron el negocio de Luis y se marcharon a un pueblo de Burgos.

Desde entonces viven allí. Con menos miedo que en Bilbao. Pero con el suficiente como para no poner ni en este reportaje (ni en el buzón de correos de su nueva casa) sus nombres y apellidos. "Nosotros nacimos en Bilbao, pero estuvimos diez años viviendo fuera. Luego volvimos a mediados de los años noventa. Y decidimos que había que hacer algo, que había que mojarse. Luis se afilió al PP, no porque fuera de ese partido, sino porque entonces era el PP el que más en contra del nacionalismo estaba, y así, año tras año, hasta que Luis recibió el primer toque, un amigo ertzaina que te dice que se le ve mucho, otro compañero que te aconseja que vaya a menos actos, que salga menos en los periódicos...", recuerda María.

Él ha encontrado trabajo en el pueblo. Ella está deprimida desde que llegó: "Nuestros amigos entienden que nos hayamos ido, pero también sabemos que les hemos abandonado. Porque tendríamos que seguir allí, tendríamos que seguir luchando, pero sólo tenemos una vida, y tenemos tres hijos", resume, resignada, impotente.

"Son profesores, periodistas, familiares de víctimas de atentados, jueces, políticos; son gente muy preparada, y joven, la que se va ahora", explica Mikel Buesa. "Entre el 10% y el 17% de la población vasca estaría dispuesta a irse a otro sitio de España si encontrara un trabajo en las mismas condiciones que el que tiene ahora, y eso da una imagen de la situación", añade Francisco Llera.

Fernández de Casadevante, el hombre que con 42 años llegó a Madrid con una maleta, es ahora decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos. En su despacho, en un lugar destacado, figura el escudo del Real Unión de Irún: "Yo fui presidente del club durante siete años, y sigo comprando El Diario Vasco para enterarme de lo que pasa ahí", afirma, con una sonrisa. Después se le ensombrece el gesto de repente: "No somos héroes, no se nos puede pedir que seamos héroes". A este experto en Derecho Internacional Público le amenazaron por significarse, por poner en la pizarra de su clase los días que llevaban secuestrados José María Aldaya o José Antonio Ortega Lara, por llevar el lazo azul... "Porque nunca me plegué a la ley del silencio, pero al final, a la hora de la verdad, cuando me tuve que venir porque me jugaba la vida, porque ya no me era posible soportar por más tiempo la situación de indefensión en que me hallaba, me encontré muy solo, me ayudó esta universidad, esta Comunidad Autónoma de Madrid, a la que estaré siempre agradecido, pero no el Gobierno vasco...", se lamenta. "Por eso nunca volveré, y eso que me estoy perdiendo ver todos los días a mis hijos".

Más hastío que miedo

También en una universidad madrileña, en la de San Pablo- CEU, da clases otro vasco exiliado. Joaquín de Paúl trabajó hasta el curso pasado en la Universidad del País Vasco como profesor de psicología y decano. Siempre ha militado contra la violencia terrorista. Huyó, "no tanto por miedo, que también, como por hastío, por aburrimiento de una situación intolerable". De Paúl ha ido con escolta desde 2003. "Y el 2002 lo pasé acongojado de miedo", explica. "No te crees que puedan ir a por ti, tú piensas: '¿Pero yo qué he hecho?. Y un día preguntas a la Subdelegación del Gobierno y te responden que sí, que mejor te pongas escolta, que tu nombre suena", explica. "Pero cuando me metía, sabía dónde me metía, y repito que no me fui sólo por miedo, sino por hastío, por necesidad de salir de un lugar donde todas las palabras se miden, y vivir en otro donde a la gente le preocupan las cosas que preocupan a todo el mundo, donde no existe el monotema", añade.

De Paúl vive solo. Como Fernández de Casadevante. Su familia también se ha quedado en San Sebastián. Eso sí: no ha desmantelado del todo su casa en el País Vasco. Porque no sabe cuánto tiempo se quedará en Madrid, si volverá algún día o si al final acabará "en Almería, como otros".

Por lo pronto, en este año se dedica a recobrar los mil actos pequeños que conforman la vida de un hombre libre: "Ir al cine, se me había olvidado ir al cine. No se puede ir con dos escoltas a ver una película".

Una pintada en Rentería, en el año 2000, que alude a una huelga de hambre, acusa al PP y al PSOE de asesinos.
Una pintada en Rentería, en el año 2000, que alude a una huelga de hambre, acusa al PP y al PSOE de asesinos.EFE

'Ertzainas' en Castro Urdiales

LOS ASESINATOS DE ETA Y LA VIOLENCIA y la extorsión callejera han provocado un exilio definitivo (miles de personas que levantan su casa y que se marchan, hartas de amenazas, del País Vasco) y un exilio de a diario. Éste es el caso de los cientos de ertzainas que evitan residir en el lugar en el que trabajan y que todos los días laborables cruzan la comunidad dos veces: para ir a trabajar y para regresar a dormir.

Julián prefiere no dar su apellido por razones de seguridad. Lleva más de 23 años de ertzaina. Pertenece a la primera promoción. Nació en Santurce. Y desde hace seis años vive en Castro Urdiales (Cantabria), a 20 minutos en coche desde Bilbao. El hecho de tener familia le empujó a dejar su ciudad. Asegura que, con dos hijos, no podía seguir viviendo en el mismo ambiente, que él define de "angustioso". "A los chicos los insultaban, a mí me imprecaban por la calle. Además te enteras, porque se encargan de que te enteres, de que tienen todos tus datos personales", asegura. "Al principio aparece tu coche pintado, y unos días después aparece quemado", prosigue. "Y uno no puede vivir de esa manera, como si tuvieras siempre una pistola apuntándote directamente en la nuca", añade. Él se fue en 1999. Pero asegura que sus compañeros lo siguen haciendo. "Es algo muy al día, es el tema de conversación", agrega.

Según el sindicato independiente de la Ertzaintza ERNE, en Castro Urdiales residen más de 500 afiliados suyos. "Pero hay muchos más ertzainas: los que no están afiliados, los que viven allí pero por diferentes razones siguen empadronados aquí...", precisa un portavoz de este sindicato.

No sólo ocurre en Castro Urdiales: el éxodo de policías autónomos los empuja bien a lo largo de la franja costera cántabra (incluso hay quien vive en Noja o en Laredo), bien hacia el sur, a localidades de La Rioja o Burgos.

"A mí, cuando lo pienso, me da un ataque de rabia. Porque nos ha echado un hatajo de cobardes. Pero sobre todo hay que pensar en la familia", explica Julián. Este ertzaina asegura que, desde que duerme en Cantabria, su vida ha cambiado: "Puedes desconectar, y eso es mucho". "Hasta me ha crecido el pelo, porque me estaba quedando calvo", añade.

Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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