El último verano de nuestra juventud
Eduardo Haro ha recordado aquí aquella portada de Triunfo en la que lo que había sido la ilusión, sin duda ingenua y defectuosa, acosada e inexperta, de una revolución posible se convirtió en el luto de una matanza programada, impulsada internacionalmente, despiadada, consumada con saña hasta el asalto final. Detuvieron Chile.El país alargado de Violeta Parra y Pablo Neruda se convirtió en un nombre blanco, asustado, metido dentro de una orla negra, pesada y terrible, una letra ensangrentada dentro del orden alfabético que impuso Estados Unidos desde su insoportable, astuto, gélido cinismo, el mismo que impulsó a Alexander Haig a exclamar, cuando los militares intentaron hacer lo propio con la incipiente democracia española, en 1981: "Es sólo un asunto interno".
Detuvieron Chile. No podía marchar. Estaba prohibido. Lo fueron acorralando en medio de un ruido vacío y permanente que envolvió al final los tiros y las bombas, la destrucción y el silencio. Hoy es un recuerdo, pero no es sólo un recuerdo: es el símbolo de una época, el estallido final de algunas de las mejores esperanzas de nuestro tiempo. La gente tiene derecho a recordar aquel episodio como un gesto íntimo, como una memoria personal ante el espejo, la primera decepción de su juventud, acaso la última en que se vivió el fin de una época con la sensación de que eso también tiene un sitio concreto en el calendario.
11 de septiembre de 1973. Día de luto que Augusto Pinochet, el general sentado sobre aquella matanza, convirtió para oprobio de los ciudadanos de su país en un día de fiesta. Como el 18 de julio. Como las fechas que los dictadores hacen para trenzar la silla desde la que mandan. Ahora aquella jornada festiva es un día cualquiera, ya no es fiesta: el propio dictador ha propuesto ese cambio acaso porque no se puede mantener para siempre el recuerdo hipócrita de su implacable asalto a la legalidad y a la vida como si ése fuera un momento para celebrar. Quizá con esta reforma Pinochet ha logrado abrir la vía para que alguna vez ya no se le recuerde para nada.
Y después de aquel 11 de septiembre, las detenciones, la represión, cruel y permanente, dentro y fuera del país, convirtió ese asalto en una persecución lenta, como una vieja venganza interminable. No sólo tenía que acabar la ilusión: tenía que ser exterminada, borrada del mapa; el país tenía que entrar en la prosperidad del olvido, y se pasó del asalto a la gente al asalto a la memoria; silencio absoluto sobre el pasado y sobre los que fueron sus protagonistas: los patriotas eran los otros.
Han rescatado ahora de los archivos sonoros de aquel tiempo algunas conversaciones terribles en las que los militares insinúan entre las risitas de cartón en que se convierten los viejos balbuceos magnetofónicos lo que hay que hacer con Allende si se le saca en avión desde La Moneda: "Luego se cae el avión, viejo". No tenía que quedar ni rastro de aquel tiempo. En medio de los sonidos de guerra chiquita y mezquina, esas grabaciones rescatadas despiertan la sensación de impotencia de entonces; vivíamos a larga distancia: las ilusiones que no podíamos tener en España se instalaban en Chile, y aunque nosotros no supiéramos qué pasaba allí exactamente, sí supimos en seguida que lo que pasó allí, y en aquel instante mismo del 11 de septiembre, nos estaba pasando a todos nosotros. Ahora se mira como una melancolía progre, como una cosa antigua, y es lógico incluso que los que tienen veinticinco años vean el acontecimiento como una fecha infausta y nada más del calendario, pero no saben, no pueden saberlo, acaso no lo sabrán nunca, hasta qué punto esa fecha fue un símbolo final, una metáfora a la que le vale el memorable verso de Jaime Gil de Biedma: aquel 11 de septiembre marcó el final del último verano de nuestra juventud, e hizo sólida la expresión de Pablo Neruda, las cosas rotas, las cosas que nadie rompe pero se rompieron.
Babelia
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