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Los actos de servicio

PEDRO UGARTE Todo parece indicar que el general Videla va a ser procesado de nuevo por la justicia argentina. La ley de punto final se ha transformado en un punto y aparte, y el vasto indulto que concedió el país a sus descarriados hijos no contempló ciertos delitos, entre ellos, la sustracción de menores. No es algo tan paradójico como encarcelar a Al Capone por asuntos fiscales, pero sí se le parece: el Derecho tiene leyes formalistas, que a veces van en contra de la justicia material, pero en otras ocasiones soplan a favor. Quizás Videla vuelva a pagar con la cárcel, y lo hará por una mínima parte de todos sus delitos. Poco importa eso: un general encarcelado aplacará la ira de las encorajinadas madres de la Plaza de Mayo, dará paz a tantos huesos mancomunados bajo tierra o definitivamente extraviados en los abismos del Atlántico Sur. Con el proceso ha regresado a la prensa la vieja biografía del general, al que muchos recordábamos (tan campante) en el palco de honor de los Mundiales de Fútbol de Argentina. Videla ha repetido hasta la saciedad una personal visión de sus acciones de gobierno: eran actos de servicio, eran servicios a la patria. Pero con lo actos de servicio hay que tener cuidado. Es una expresión que no utilizan ni los abogados ni los dependientes de las papelerías, ni las amas de casa ni los capataces de las empresas constructoras. Lo del acto de servicio guarda una connotación castrense y sospechosa: cuando alguien ha realizado muchos actos de servicio debemos preguntarnos "sobre quién". Los altos servicios a la patria, como los consagrados a la construcción del socialismo, han caracterizado la turbulenta historia del siglo XX. El descubrimiento más lúgubre de los últimos cien años ha sido la guerra total, que, si bien fue formulada por Goebbels, ha tenido muchos practicantes. A los militares argentinos puede atribuirse un invento menor: el terrorismo de Estado total. Durante muchos años, la gente en Argentina tenía miedo de que el Estado llamara a la puerta de su casa, ya que no solía tratarse del funcionario del padrón municipal. El siglo ha generado muchos visionarios dispuestos a estrechar la pirámide poblacional de sus países, y los dictadores, en general, han muerto en la cama, recubiertos de medallas, rodeados de esbirros y con una beatífica sonrisa entre los labios. Todavía más, han muerto persuadidos de su impoluta hoja de servicios. Para servicios a la cosa pública nada como el venerable funcionario, sirviendo a su sociedad, pero a cambio de una pasta. Ya, no es muy heroico, pero este siglo XX ha tenido demasiados héroes que disparaban torcido y conviene que dejen de reclutarse a sí mismos. Se trata de gente que de pronto decide servir por libre a los demás. Ésos son los actos de servicio. Y, como no son remunerados, uno se dedica a acumular méritos indiscriminadamente, sirviendo a la patria con todas sus fuerzas, incluso con toda la fuerza de las armas. Quizás la falta de una nómina lleve a muchos a imaginar algún otro tipo de recompensa: un busto patriótico en la plaza de su pueblo, por ejemplo, cuando los suyos manden sobre los que queden después de la limpieza. Los servicios de Videla a su patria dan escalofríos, y los actos de servicio de los militantes de ETA podrían llenar rollos y rollos de papel higiénico El Elefante, aquella áspera y dura estraza del franquismo. Los cuatro secuestradores de Ortega Lara (la banda de los cuatro) tienen en su currículum una amplia experiencia profesional. Son íntimos servicios a Euskal Herria, abnegadas tareas, como la de proporcionar al detenido una aspirina si le dolía la cabeza, que quizás no sean muy lucidos, pero también patrióticamente necesarios. El día en que no sólo nadie esté orgulloso de sus servicios a la patria, sino que incluso haya dejado de practicarlos, el día en que esa tropa de espontáneos servidores se abstenga de servirnos, todos viviremos mejor. Porque hay amores que matan, y matan siempre (qué curioso) a los demás.

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