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TRAGEDIA EN LOS GRANDES LAGOS

"Vuelva usted mañana" en lengua banyamulenge

La frontera entre Ruanda y Zaire se ha convertido en un tormento burocrático para las ONG y la ONU

Alfonso Armada

ENVIADO ESPECIALSería una comedia bufa si al otro lado de un poblachón triste y una frontera de agua salvada por un puente de tablas y hierro no estuvieran muriendo tantos. Los banyamulenges no han leído a Larra, pero Mathias, que viste camiseta e insólita gorra azul del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es tutsi, zaireño de toda la vida y portavoz de los rebeldes que han roto con Mobutu y con Kinshasa, suelta el "vuelva usted mañana" como si fuera castellano viejo y funcionario de pro.

Ni los tres coches de Médicos sin Fronteras cargados de medica mentos y alimentos que día tras día intentan introducir en Zaire para paliar el sufrimiento humano ablandan al autonombrado gorrilla del ACNUR, representante de Laurent Desiré Kabila, "el presidente de la república", como ya le denominan los rebeldes tutsis que controlan buena parte de la región de Kivu.

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En el hotel du Lac, asomado al río Rusizi, que hace que las aguas del Lago Kivu hablen con las del Tanganica, y a una montaña de hierbajos, cabras e insectos cantores que dicen que es Zaire, los siete días bíblicos de espera se consumen entre soldados ociosos, una guapa camarera, Françoise y chóferes haciendo su agosto.

El puente que no ha visto el embajador de España era la frontera entre Ruanda y Zaire hasta que los banyamulenges, hartos de los desprecios del poder central en la lejana Kinshasa, que consideraba a estos tutsis más ruandeses que zaireños, se alzaron en armas. Su revuelta puso en fuga no sólo al zarrapastroso Ejército de Mobutu, una tropa cuya patria se llama codicia y que cobra en especie y asaltos a mano armada lo que el Estado no le paga, sino a más de un millón de refugiados que ahora vagan y mueren a la deriva.

Bukavu, la hermosísima villa de vacaciones para potentados coloniales, acostada sobre la margen sur del lago Kivu, todavía no se ha recuperado del pillaje al que la sometió la soldadesca en 1993, cuando Mobutu Sese Seko, conocido por sus enemigos como el dinosaurío, quiso pagar los atrasos eternos con billetes de cinco millones de zaires que no valían ni para papel higiénico. La llegada de centenares de miles de hutus ruandeses en el verano de 1994, tras el genocidio que las milicias interhamwe (los que matan juntos) y el Ejército practicaron con sus vecinos tutsis, alteró el ya turbio equilibrio regional. Los Grandes Lagos, una región "altamente espectacular", como la califica un inspirado periodista portugués, no ha conocido desde entonces la paz.Por el puente de la Rusizi, cada tanto, como un cuentagotas exasperante, llegan de Zaire cuadrillas de refugiados exhaustos, con el cuerpo macerado por el sufrimiento, pies descalzos, ojos apagados y ajuares miserables: colchones salpicados de barro, atados de leña para el próximo fuego, una escudilla de maíz, ropas harapientas. Parecen condenados a una fuga sin fin y traen recuerdos atroces: "Atrás dejamos muchos enfermos, muchos muertos". Un niño lleva entre los dedos una Biblia roja y releída. "Los militares zaireños nos han robado todo". Una mujer se saca el pecho exangüe para que su bebé convierta la saliva en leche. "No regresamos antes porque teníamos miedo. Nos decían que en Ruanda no había terminado la guerra. Los interhamwe no nos dejaban salir del campo".

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El autobús de la esperanza

Un autobús del ACNUR, que aparca cada día junto a una de las dos gasolineras desvencijadas que dan la bienvenida en Cyangugu a los que llegan del turbión zaireño, recoge a los refugiados, como Feza, que trae el brazo reventado por un disparo, o Buenaventura, al que le falta una pierna y sonríe con una boca desdentada desde sus setenta años de infortunio, y se los lleva a un campo de tránsito, primera' etapa de regreso.José Antonio Bastos, coordinador de emergencias de Médicos sin Fronteras (MSF), libra su espectacular batalla contra el hijo de Larra llamado Mathias. "La connivencia entre las autoridades ruandesas y los banyamulenges parece evidente. Juntos están haciendo más fácil la muerte de miles de refugiados al impedir que llegue la ayuda humanitaria". Bastos está tan harto como todos los que cada día batallan con los dos aduaneros ruandeses que compiten en desidia y, parsimonia. Del otro lado, los banyamulenges se chotean de la ONU.La luz se iba avizorando Zaire junto a la casita amarilla de la aduana, bajo un sol picajoso o un aguacero de gotas grávidas y calientes, hasta que al aduanero se le hinchaban las narices y mandaba despejar la zona, donde ruandeses tutsis y banyamulenges juegan a las cartas, porque tenía "que trabajar". Después se pasaba el día departiendo ostensiblemente con soldados, ociosos, escuchadores de radio, vendedores de tabaco, campesinas que pasan con la azada al hombro, gasolineros con la manguera muerta y chóferes con la vista perdida entre mansos rebaños de vacas cuernilargas y el hastío perverso de la vida provincial. Mientras los banyamulenges no pronunciaban su condicional los aduaneros ruandeses no movían un papel. La noche desvanecía el puente y la puerta rosa del night club New Babylon. Hace tiempo que sus luces de colores no bailan sobre el lago. A las nueve de la noche, el toque de queda despeja las calles de Cyangugu, el paupérrimo mercado central y el nauseabundo videoclub, un sótano de humo donde matar el tiempo ruin.Sólo Radio Bukavu. cruza limpiamente el río, el puente, la muerte que queda lejos de la orilla insalvable. "Los taxis han vuelto a funcionar, las tiendas están abiertas. Ciudadanos de Bukavu, volved a casa. La ciudad está en paz". Los mensajes del nuevo Gobierno banyamulenge se mezclan con mensajes de familias separadas por la guerra o canciones de Charles Aznavour. En el hotel du Lac, Françoise, la camarera, pierde sus 19 años entre moscardones de uniforme y tardes lánguidas de brochetas de cabra y cerveza Primus. La vida en la frontera es un perfecto horror inmóvil.

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