¿El hombre del siglo?
Dentro de cinco años, nuestro siglo acabará. Sin duda, nos espera un diluvio de encuestas preguntando: ¿quién fue el hombre -o la mujer- del siglo? Los adelantos de la ciencia y la tecnología, así como los logros artísticos (porque el arte no progresa, acumula), darían una nómina impresionante. Marie Curie, que descubrió el radium; Alexander Fleming, inventor de la penicilina; Jonas Salk, que derrotó a la poliomielitis; Crick y Wasson, descubridores del principio de la vida; Einstein, Bohr, Planck... Y en el arte, Picasso, que reinventó nuestra manera de ver; D. W. Griffith y Serguéi Eisenstein, que le dieron su forma al más poderoso medio de comunicación visual: el cine; Joyce, Kafka y Faulkner; Vallejo, Neruda y Eliot; Proplus y Le Corbusier, Stravinski y Honneger.Una lista así da cuenta de la gran riqueza creativa del siglo que muere, y de la distancia entre el adelanto científico y el retraso político. Toda selección del hombre -o la mujer- del siglo debe por ello excluir a los monstruos que degradaron la política y exterminaron la vida, Hitler y Stalin. Hugh Thomas, el historiador británico, propone, en cambio, que nos limitemos a la política y le acordemos el título al trigésimo segundo presidente de Estados Unidos de América, Franklin Delano Roosevelt. Lord Thomas parte de una consideración muy explicable pero muy válida: sin la ayuda de Roosevelt, la Gran Bretaña no habría resistido el asalto hitleriano, los nazis habrían consolidado su poder sobre el Viejo Continente, y desalojarlos habría tomado mucho tiempo, incluyendo el necesario para que Hitler terminara de construir su arma atómica. La mentalidad del Führer no habría dudado en arrojarla contra Nueva York o San Francisco.
Al salvar a Inglaterra, Estados Unidos se salvó a sí mismo. Esto no lo entendía el Congreso republicano, aislacionista y retrógrado ayer como hoy. Roosevelt salvó a Estados Unidos a pesar de los conservadores norteamericanos y, de paso, los salvó a ellos mismos. Sin las medidas reformistas del Nuevo Trato, Estados Unidos no habría salido de la recesión. Hundido en la bancarrota, el desempleo y la desconfianza pública, Estados Unidos no habría tenido la capacidad para resistir al Eje Roma-Berlín-Tokio.
Se le ha achacado a Roosevelt la pérdida de la Europa central al comunismo por su debilidad al negociar con Stalin en Yalta. Thomas nos recuerda que otro político demócrata, Winston Churchill, también estaba en Yalta, pero que ni él ni Roosevelt estaban en condiciones de negociar la retirada de las tropas soviéticas de territorios que en 1945 ya estaban ocupados por ellas, incluyendo Polonia. ¿Habrían Roosevelt y Churchill desalojado la parte de Europa reconquistada por sus armas, del Atlántico al Rin y de Sicilia al mar del Norte? Stalin tampoco estaba dispuesto a retirarse de la Europa al oriente del Elba.
La relación entre Latinoamérica y Norteamérica, siempre conflictiva, no ha conocido mejor momento que el de la presidencia de Roosevelt. Político pragmático, Franklin Delano Roosevelt era capaz de convivir con tiranuelos regionales. Famosamente, dijo: "Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". En cambio, coexistió con el Frente Popular chileno, compuesto por radicales, socialistas y comunistas; con la revolución de izquierda democrática en Guatemala, y aun con el Estado corporativo brasileño de Getulio Vargas.
Pero la prueba de fuego de la política de la buena vecindad fue, una vez más, México. La política reformista de Lázaro Cárdenas decidió aplicar la Constitución por encima de los intereses, culminando con la expropiación petrolera de 1938. Roosevelt, en vez de amenazar, intervenir o ceder ante las compañías extranjeras, decidió negociar. Al hacerlo, Roosevelt y Cárdenas demostraron que no hay conflicto entre Estados Unidos y un país latinoamericano que no pueda resolverse pacíficamente en una mesa de negociación. Roosevelt sabía lo que hacía. Necesitaba un país amigo y un aliado confiable en su frontera sur cuando estallara la conflagración mundial.
Pero es dentro de Estados Unidos donde la grandeza de Roosevelt se percibe más claramente. Heredero de una nación en crisis, quebrada, con 13 millones de desempleados, una agricultura hecha polvo y una planta productiva reducida a la mitad de su capacidad, Roosevelt fue a la raíz del problema: el capital humano de Estados Unidos, su dignidad, su destino. Todos los actos del Nuevo Trato partieron de esta base: restaurar la base laboral del país, movilizar el capital humano, confiar en los recursos sociales del vasto territorio de Estados Unidos.
Roosevelt empezó por ayudar a los más necesitados (FERA), puso a trabajar a medio millón de jóvenes en tareas de reforestación y conservación ecológica (CCC), extendió crédito a la pequeña y microindustria y asistencia hipotecaria a la clase media vencida por la crisis. Inició un gran programa de obras públicas (PWA), estabilizó la relación obrero-patronal mediante normas de salario mínimo, horario máximo y trato equitativo (NRA). Protegió a la inversión, pero también a los desempleados y a los ancianos. Creó la Seguridad Social, la administración de la protección al desempleado y a la dignidad de los oficios (WPA). Pero, sobre todo, le devolvió a su país la confianza en sí mismo, reflejo de la confianza irradiada por un hombre baldado, pero jamás vencido.
Se alega que sin la dinámica de la II Guerra Mundial, las medidás del Nuevo Trato no habrían bastado para sacar a Estados Unidos de la depresión. Lo cierto es que sin la política de Roosevelt entre 1932 y 1941, Estados Unidos no habría podido dar respuesta al desafío fascista. Hitler habría, quizá, vencido a una nación que antes se había vencido a sí misma.
Leo en estos momentos el magnífico libro de Julieta Campos ¿Qué hacemos con los pobres?, e imagino para México políticas comparables a las que Franklin Delano Roosevelt aplicó para sacar a Estados Unidos de la crisis. Pero pienso también en el actual asalto del Congreso republicano contra la herencia de Roosevelt. Pienso en la obligación del presidente Clinton de hacer frente a la amenaza de desmantelar todo programa de bienestar social y estímulo al capital humano en aras de un doble privilegio presidido por un solo fetichismo. Todo es sacrificable para el Congreso de Gingrich y Dole salvo dos cosas: los gastos de armamento y las ganancias de los ricos. El fetichismo ideológico usado para defender estos privilegios es sólo uno: el Gobierno es malo. En consecuencia, mientras menos Gobierno, mejor.
Roosevelt nos deja esta gran lección para las inevitables crisis políticas y económicas del siglo que viene. La cuestión no es más Gobierno o menos Gobierno, sino mejor Gobierno. Y mejor Gobierno significa, por una parte, limitar los excesos, del mercado, y por la otra, proteger y estimular lo más valioso que tiene una comunidad, su capital humano, todo ello vigilado por el proceso democrático de fiscalización, división de poderes y frenos y contrapesos.
¿Roosevelt, hombre del siglo? Yo creo que, pensándolo bien, sumaría mi voto al de Hugh Thomas.
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