Piedad en el supermercado
La única diferencia entre Toni Morrison y la mayor parte de las señoras que hacen la compra en cualquier supermercado de ciudad provinciana en Estados Unidos es que a Morrison la inteligencia se le sale por los ojos. Por lo demás es igual: lleva zapatos usados y, por supuesto, esa especie de plástico transparente que se ponen estas señoras para proteger de la lluvia los peinados con laca, de los que son responsables los carniceros del pueblo.Se les sale la inteligencia, y también la piedad, que es un requisito más indispensable que el primero para la buena literatura. Aunque la piedad permanece oculta en los rituales de mercadeo a que se ven sometidos hoy los escritores, y sólo asoma en sus libros, y eventualmente en algún comentario, una vez ha cogido confianza. Porque Morrison parece estar hasta la coronilla de los lugares comunes con que se suele abordar su literatura -escritura de mujeres, negritud, minorías, etcétera-, y su impaciencia se traduce en una actitud rígida que podría ser la de un descendiente de calvinistas holandeses, y no de esclavos negros.
Una vez comprende que no se la ve como escritora ideal de los publicistas, se relaja y aparece la mujer que se hartó de no encontrar más que esclavas y sirvientas en la literatura negra de su país, y decidió hacerse existir a través de los libros que ella misma escribiera. Rara vez aparecen las palabras blanco y sobre todo negro en su literatura; sin embargo, se reconoce de inmediato su cultura en el sonido de su prosa, de indudable ritmo, como el jazz.
Salvo en los círculos académicos, que constituyen como un país aparte, Ton¡ Morrison no era una persona particularmente conocida en Estados Unidos hasta que la revista Newsweek le dedicó una portada con el título Magia negra. Aun así, muchos norteamericanos se debieron de enterar ayer de la existencia de esta mujer ancha y jovial, que procura estar siempre para sus dos hijos, y que vive, simbólicamente, en un lugar cuya dirección es Gran Vista sobre el (río) Hudson, desde el que se ve la característica silueta de Manhattan. Hasta el momento era relativamente fácil acceder a ella, igual que a su amiga neoyorquina Susan Sontag, candidata como ella al Nobel, y a su vez acudía con facilidad a los encuentros que han terminado monopolizando los viajes de cierto tipo de escritor que se podría llamar internacional. Y hasta ahora su nostalgia se centraba en el barro de Lorain (Ohio), donde nació y creció, y donde probablemente aprendió todo lo que escribe. Es de temer que la melancolía le crezca ahora de golpe, una vez pasen los fastos de la gloria y su teléfono le dé un respiro, y añore la vida de profesora y ama de casa que llevaba antes de que le cayera encima su glorioso y pesado nuevo apellido.
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