Entre Atenas y Buenos Aires
EL JUICIO del fin del mundo -por su lejanía física de lo que se supone son los centros de interés informativo, por el desinterés que suscita- se acerca a lo que se presupone un final feliz: sentencias ejemplificadoras contra los militares que ocuparon el poder en la República Argentina desarrollando por siete años una guerra sucia contra la subversión terrorista tan eficaz como abyecta. Por primera vez en la historia política de la humanidad, tres ex presidentes consecutivos de una nación -y los tres, ex comandantes jefes del Ejército- se sientan simbólicamente en un banquillo de acusados para responder de sus crímenes ante una corte civil. Tras 77 sesiones de atroces testimonios, el juicio de Buenos Aires ha terminado su fase documental sin que su desarrollo merezca alguna consideración de lo que se entiende por el mundo civilizado, occidental y bien pensante. Basta decir que en la Sala de la Cámara Federal de Apelaciones de lo Criminal y Correccional de Buenos Aires se han dignado tomar asiento como observadores una representante nativa de Amnistía Inter nacional y un delegado de la Asociación Española de Defensa de los Derechos Humanos. Eso fue todo.
Parece obvio, por el tratamiento informativo e institucional que está recibiendo este proceso, que cualquier flatulencia malsana del presidente Reagan tiene mayor interés -y ello retrata el actual estado de las relaciones internacionales- que el esfuerzo de un Gobierno democrático como el argentino, que, surgido de las tinieblas de una dictadura militar y pudiendo haber hecho tabla rasa con el pasado, opta por la decisión de que los criminales respondan de sus crímenes.
Pero con atención internacional o sin ella, el juicio de Buenos Aires, ahora en sus largas vísperas finales, a la espera de los alegatos del fiscal y los defensores y de las sentencias, es una lección moral y ética imposible de soslayar o disminuir. Una sociedad periférica, sureña, agrícola-ganadera, hiperinflacionada, en cierto modo culpable por omisión de la barbarie cometida, sometida a múltiples tensiones y frustraciones internas, sometiendo a los más altos dignatarios militares de su inmediato pasado a un juicio público, es un espectáculo digno de observarse, y ciertamente poco frecuente.
Sólo en la recobrada democracia griega y en su enjuiciamiento y condena a los coroneles de su dictadura puede encontrarse un precedente del juicio de Buenos Aires. Y no deja de ser significativo que dos países internacionalmente pobres, ubicados en los arrabales de sus hemisferios y sus continentes, de alguna manera despreciados por las capitales enriquecidas de Occidente, hayan dado la lección al mundo de enjuiciar sin ninguna presión exterior las infamias nacidas de su seno, y bendecidas en un caso por la OTAN y en el otro por la doctrina estadounidense de la seguridad nacional en el subcontinente americano.
Según parece, países fronterizos con la subrogación de contratos americanos de tecnología de punta son -pese a su carencia de chips- capaces de desarrollar una tecnología moral, ética y jurídica que cada día tiene menos valor en lo que denominamos el Occidente desarrollado. Argentina, como en su día hizo Grecia, no va a lograr enjuiciando justa y valientemente a sus verdugos -que lo son de toda la humanidad- ni una transferencia tecnológica, ni la menor condonación de su deuda externa, ni el más pequeño arreglo de sus pavorosos rompecabezas internos.
Pero a todos les debería insuflar un aliento de optimismo y esperanza en el ser humano. Entre Atenas y Buenos Aires, entre la pobreza de una esquina europea y el desastre de una esquina americana, emerge, potente, un sentimiento universal de dignidad y de autorrespeto, acaso ya olvidado por las sociedades centrales, ocupadas en la guerra de las galaxias, el proyecto Eureka, la quinta generación de ordenadores, la semana laboral de 38 horas y la peste del SIDA.
Tras los juicios de Atenas, los coroneles ya llevan 12 años en prisión -se están poniendo rejas en Buenos Aires a las celdas que poblarán los genocidas- Tal como se ven las cosas, no sería excesivo afirmar que la civilización y la justicia pasan por el extraño eje Atenas-Buenos Aires.
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