Reagan, una oportunidad de oro
La apabullante victoria del presidente Reagan coincide con un período de tremendas oportunidades para la política exterior norteamericana. Sigue habiendo problemas, naturalmente, incluso crisis: las relaciones Este-Oeste, el problema de la deuda latinoamericana, Oriente Próximo... Todos exigen atención. Pero, con una política exterior norteamericana inteligente, se está en situación de mejorar de forma importante todos esos puntos negros.Estas grandes oportunidades que se le presentan al presidente van mucho más allá de la simple solución a cualquier tema determinado. El destino y sus propios aciertos le han colocado en una situación adecuada para restaurar, por primera vez en 15 años, un consenso nacional sobre la naturaleza y los objetivos de la política exterior norteamericana. Durante demasiado tiempo, las elecciones presidenciales han provocado cambios continuos en la política exterior norteamericana. Los cambios de postura de Estados Unidos han hecho que el país supusiera un factor de inseguridad en los asuntos internacionales. La preferencia casi universal expresada en el mundo por la reelección del presidente Reagan reflejaba en gran medida el deseo de evitar la pesadilla de un Gobierno nuevo que arrancaría todos los árboles para ver si todavía tenían raíces.
La desintegración del consenso nacional en política exterior se achaca con frecuencia a la guerra de Vietnam y al escándalo de Watergate. No hay duda de que tales acontecimientos fueron traumáticos. Pero dudo que fueran decisivos. El hecho clave fue el derrumbamiento, a finales de los sesenta, de las premisas en las que se había basado la política exterior norteamericana del período de posguerra. Puede que ese proceso fuera acelerado y agravado por la guerra de Vietnam, pero se hubiera producido igualmente sin ésta.
Cuando Estados Unidos puso fin a su aislamiento tras la II Guerra Mundial, el monopolio atómico le daba un margen de seguridad sin precedentes en la historia. En 1950, Estados Unidos producía el 52% de los bienes y servicios de todo el mundo. Estados Unidos representaba, por sí solo, el equilibrio global de poder. Las alianzas norteamericanas eran en realidad garantías unilaterales. Se contaba con los recursos adecuados para resolver los problemas existentes.
A finales de los sesenta empezaron a desaparecer estas condiciones. Estados Unidos se enfrentaba ahora a la paridad nuclear. A medida que Europa y Japón se recuperaban y otras naciones se industrializaban empezó a declinar el porcentaje norteamericano de participación en el total del producto nacional bruto mundial. En 1970, Estados Unidos producía el 30% de los bienes y servicios de todo el mundo. En la actualidad, esta cifra se encuentra en torno al22%.
A partir de ese momento Estados Unidos tendría que vivir en un mundo de seguridad relativa, con poder para reducir los peligros pero incapaz de eliminarlos. Estados Unidos sigue disponiendo de recursos superiores a los de cualquier otro país. Pero no tiene ya capacidad para controlar todos los peligros posibles, a un tiempo o por sí solos. La política exterior es actualmente para Estados Unidos lo que ha sido siempre para los países menos favorecidos: un equilibrio de riesgos.
La paz es un proceso, no una condición
Los Estados Unidos de los años sesenta y setenta no estaban preparado emocionalmente para la transformación radical que supone pasar del dominio absoluto a una fuerza relativa. El significado más profundo del segundo mandato de Reagan es que ha liberado al país, permitiendo, en un clima de conciliación, una reevaluación, necesaria desde hacía tiempo, de los presupuestos básicos de su política exterior.Por ejemplo, en la reciente campaña parecía que ambos partidos estaban de acuerdo en una definición de la paz como una especie de estado terminal en el que las naciones viven con una conciencia de armonía y en el que desaparece la necesidad de ulteriores medidas. La diferencia estribaba en que el Partido Demócrata hablaba como si ese estado de felicidad pudiera conseguirse mediante unas arduas negociaciones no relacionadas con la cuestión del poder, mientras que los republicanos tendían a sugerir que este poder proporcionaría una vía automática que nos llevaría hasta el final del milenio.
Desgraciadamente, ninguna de estas dos concepciones se corresponde con la realidad de que, en nuestra época, la paz es un proceso, no una condición. No existe un final feliz definitivo. Independientemente de los acuerdos a los que puedan llegar, Estados Unidos y la Unión Soviética seguirán siendo superpotencias que se afectarán mutuamente en las relaciones globales. Seguirá dándose una hostilidad ideológica. Se puede, se debe, llegar a ciertos acuerdos específicos. Pero éstos, probablemente, reducirán las tensiones más que eliminarlas. Una idea apocalíptica de la paz corre el riesgo de convertir a la diplomacia en una forma de psiquiatría, y al diálogo nacional norteamericano, en una especie de competición masoquista que busca todos los defectos dentro de nosotros mismos.
Cuando en el reciente debate se les pidió a los dos candidatos que describieran las regiones que consideraban vitales para la seguridad de Estados Unidos, ambos salieron con respuestas superficiales. Tenía que ser así. Históricamente, la idea de interés vital ha significado que cualquier nación resiste toda invasión de esos intereses independientemente de cómo se produzca. Durante tres siglos, el Reino Unido no dejó la mínima duda de que lucharía para impedir que el puerto de Amberes cayera en manos de una gran potencia, ya que su dominio de los mares de pendía de ello.
¿Tiene Estados Unidos intereses vitales de este tipo? Y lo que es más, ¿permite su consenso nacional la existencia de tal concepto? Con respecto a la primera pregunta no hay la menor duda. Con respecto a la segunda, la respuesta no es tan clara. Los norteamericanos, como pueblo, tienden a ir con cautela, sin llegar jamás a decidir plenamente si el concepto puede aplicárseles. En la crisis de los misiles cubanos, por ejemplo, acabaron transformando una cuestión específica en una fórmula legal que facilitó el reforzamiento militar soviético de Cuba. Se prohibieron las armas nucleares y los medios de impulsión de tales armas. Finalmente, todo lo que no se prohibió de manera concreta quedó permitido. De esta forma, Cuba se convirtió en la segunda potencia militar del hemisferio occidental. Las fuerzas expedicionarias cubanas aparecieron en países lejanos sin una oposición seria de Estados Unidos. Da la impresión de que este mismo proceso se está repitiendo en Nicaragua con respecto a los Mig 21. Se puede, natural mente, argumentar que ningún cambio en Centroamérica puede afectar interés vital alguno de Estados Unidos. Pero si no es así en Centroamérica, ¿dónde entonces? Y en caso afirmativo, ¿en qué momento debemos oponernos y de qué forma? Sólo una nación convencida de su invulnerabilidad puede permitirse adoptar el punto de vista filantrópico de que no es necesaria una respuesta. Las últimas elecciones demuestran que la mayoría de los ciudadanos norteamericanos prefieren un método más enérgico. Pero no han pensado en sus implicaciones, que suponen una afirmación clara de qué es lo que deben defender o qué es lo que deben intentar conseguir y por qué medios.
Esto se debe a que, tradicionalmente, Estados Unidos se ha preocupado más de definir sus intereses de seguridad en términos legales, antes que en términos geopolíticos o estratégicos. Parece que jamás pueden tomar una decisión clara sobre si se deben oponer al hecho de cambio o a la forma en que éste se produce. Gran parte del debate nacional implica que, en caso de agresión, la primera persona a la que debería llamar el presidente es a su abogado. La realidad es que las obligaciones reflejan los intereses, no los crean. Como tampoco es siempre posible dar cuerpo a todos los intereses nacionales en fórmulas legales. Por ejemplo, en el caso de un ataque general de la Unión Soviética a China, Estados Unidos tendría que considerar el impacto en el equilibrio global de una derrota militar de la nación más poblada del mundo, y no únicamente, ni siquiera principalmente, la cuestión diplomática.
La diplomacia y la fuerza
Ninguna otra acusación se produce con más frecuencia en el debate político en Norteamérica que el argumento tan gastado de que todo problema se debe resolver mediante negociaciones diplomáticas, antes que por la fuerza. Pero la idea de que la fuerza y la diplomacia se deben mantener separadas, y considerar aisladamente, falsifica su esencia. La fuerza sin un objetivo se queda en un simple caso de ostentación. La diplomacia sin fuerza se agota en su misma retórica.Cuando el ministro soviético de Asuntos Exteriores, Andrei A. Gromiko, visitó al presidente Reagan hubo muchas especulaciones sobre la interacción personal entre los dos dirigentes y las posibilidades de un avance en las negociaciones. Al no ser correctas las preguntas, carecemos del marco de referencia adecuado para dar respuestas significativas. Los dirigentes soviéticos creen que las convicciones personales de los líderes reflejan la realidad objetiva, como, por ejemplo, la estructura de la sociedad y el equilibrio global de fuerzas. En otras palabras, mientras que Estados Unidos anda con pies de plomo en cuanto a la noción de intereses vitales, los dirigentes soviéticos no tienen otra categoría para juzgar los encuentros diplomáticos.
Consecuentemente, la importancia de la visita de Gromiko residía en que Moscú había tomado una decisión previa de sondear la posibilidad de negociaciones. No porque le gustara el presidente Reagan, sino por la necesidad que tiene de un período de calma para solucionar sus problemas de sucesión y para reanimar una economía moribunda. Así, pues, en este momento las relaciones Este-Oeste no necesitan ningún señuelo para conseguir que los soviéticos vuelvan a la mesa de negociaciones, sino la consideración cuidadosa de un programa preciso e imaginativo que presentarles cuando acudan a las conversaciones. Ello tiene aún más importancia porque la misma esclerosis de dirección que tienta al Kremlin a sondear la posibilidad de negociaciones puede que impida también la flexibilidad para mantener unas negociaciones a buen paso.
El presidente Reagan tiene una tarea doble. Debe superar las divisiones que existen en cuanto al objetivo nacional norteamericano y al mismo tiempo ampliar la base del consenso nacional. Y en contra de las predilecciones de sus votantes tradicionales, todo le impulsa a ocupar un terreno medio. La experiencia ha demostrado que no se puede mantener la diplomacia norteamericana cuando el péndulo de la política se inclina demasiado en un sentido. Una política que persiga el acuerdo, sin más, tropezará con el sentimiento nacional de autoafirmación. Una vía de confrontación despierta temores elementales de una guerra nuclear y pierde el apoyo del país y de sus aliados.
El reto final que tiene ante sí el gran comunicador es el de añadirse los laureles del gran educador. Debe llevar el bipartidismo más allá. del menor denominador común. El país necesita una visión clara del mundo por el que tiene que: luchar y de los peligros que hay que superar. La burocracia, si se le deja a su propia iniciativa, segmentará lo que debe ser una estrategia nacional en una serie de decisiones provisionales que darán preferencia a la satisfacción de la voluntad propia de cada departamento. La tarea se verá asimismo complicada por la forma en que se ha desarrollado el proceso político norteamericano. En ambos, partidos, los más adictos, fanáticos en muchos casos, han logrado una influencia desproporcionada. Son expertos en refinar distinciones, no en superarlas. Los extremistas de cada partido se resistirán a la búsqueda del terreno medio. La línea de falla corre tanto poe el medio de cada partido como entre ambos.
Los soviéticos necesitan una tregua
Sin embargo, como vencedor claro, el presidente puede permitirse, es más, tiene la obligación de ser generoso. Ningún presidente, en ninguna generación, ha tenido una oportunidad mejor de hacer participar a un espectro tan amplio de la opinión seria, sobre todo si el Partido Demócrata aprende la lección de su desastre y recupera el papel de responsabilidad internacional que inició en el período de posguerra.El porvenir de Estados Unidos es resplandeciente. Los soviéticos necesitan una tregua. Nuestros aliados vuelven los ojos hacia Estados Unidos en busca de dirección, y las naciones en vías de desarrollo han comprendido que sus esperanzas de progreso dependen de la economía norteamericana. Jamás, desde el período inmediato a la terminación de la II Guerra. Mundial, ha tenido un presidente tal oportunidad de dar cuerpo a un orden internacional más benigno. Y pocos presidentes han estado en mejor situación de actuar, con el conocimiento de que las sociedades no progresan con las victorias de una facción sobre otra, sino con su reconciliación.
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