Imágenes de la tragedia y el silencio de España
El golpe dio origen a un proceso de resistencia cultural en nuestro país
Hace unos meses, durante una proyección de Desaparecido, el excelente filme de Costa-Gavras, en un cine de Madrid, un matrimonio de chilenos exiliados, todavía jóvenes, rompió a llorar. La mujer repetía, en una especie de susurro maníaco: "¡Fue así! ¡Fue así!". El filme había sido rodado, miles de kilómetros al norte de Chile, en otros lugares con otras piedras y otros rostros con otros acentos, pero la reproducción les pareció insoportable por exacta.Y era exacta porque la tragedia del 11 de noviembre de 1973 en las calles de Santiago creó imágenes atroces, pero universales, que hoy son patrimonio -como las alarmas lo son de la tranquilidad- de la libertad. Los autores del filme no necesitaron, para alcanzar veracidad en sus imágenes, ir al escenario de los hechos, pues las imágenes que emanan de ellos flotan como iconos sobre el asfalto de cualquier ciudad del mundo. La tragedia de Chile fue interiorizada como una pesadilla propia por cualquier mirada del planeta, y los autores del filme, para reconstruirla, no necesitaron más que sumergirse en su memoria.
A España, el mazazo de la toma de La Moneda y la muerte de Salvador Allende llegó a últimas horas de la tarde de aquel día. La neblina seca y malva que cubre por estas fechas el atardecer madrileño, por ejemplo, se espesó, y se hizo penoso cruzar las calles enrarecidas. Los comunicados de la radio eran lacónicos, pero generaron un hambre inusitada de información. En las redacciones de los periódicos se percibió la oscura demanda y, a la mañana siguiente, los portavoces del silencio franquista rompieron su estanque con una catarata informativa. Era la primera vez que un fenómeno así se producía en aquella España.
El modelo de libertad que encarnó Allende había llenado aquí, entre las gentes de la cultura, el almacén tantas veces saqueado de las esperanzas, y estas quedaron segadas de un tajo. Otra vez el pantano y la orfandad, mientras la policía tomó las esquinas estratégicas de Madrid, y este gesto arrojaba luz indirecta sobre la universalidad de un crimen en el otro lado del mundo. Y llegaron las primeras fotografías-iconos: un soldado da órdenes a un hombre solo, imagen del abandono, en medio de una calle vacía; hogueras de libros hurgando en el recuerdo; filas de paisanos de bruces contra la acera, con las manos en la nuca, bajo la punta de las bayonetas; un muchacho arrodillado ante un soldado que enarbola su metralleta; los ojos indescriptibles de un prisionero entre los cascos de sus guardianes.
La tragedia entró como un puñetazo en los ojos y provocó una mutación en ese peculiar instinto de orientación que desarrolla la búsqueda, entre fantasmas cerebrales, de la libertad. De ahí proviene el influjo que la pasión y muerte de Allende ejerció sobre los caminos futuros de los hombres de la cultura españoles, empantanados en el tiempo inmóvil sobre el que transcurría aquí la vida, por el desconcierto que creó en ellos la lenta muerte de la imaginación en Cuba, y por el callejón sin salida a que les condujo el casi soñado estallido de 1968. En medio de estas pesadillas de la razón, el Chile de Allende resonó como sólo la realidad lo hace en el interior de quienes están forzados por su oficio a replegarse sobre sí mismos.
La forzada generosidad informativa de la prensa franquista sobre Chile, dio pronto un espectacular vuelco, tal vez alarmada porque, lo mismo que detectó el hambre de información inicial, olió en los días siguientes que esa demanda adquiría por días, incluso por horas, la forma de un juicio encubierto al franquismo, extraído de esa lectura entrelíneas en que las sociedades sojuzgadas se hacen diestras. Hubo dos hechos luminosos: la salida de un número proallendista de la revista Triunfo, que se agotó en horas y era buscado frenéticamente por alucinados que recorrían inútilmente docenas de quioscos; y el secuestro del diario Ya por haber insertado una esquela necrológica en memoria de Allende. El torrente informativo cesó desde que el general Franco fue el primero en reconocer al general Pinochet, y a la información sucedió la opinión.
Una cultura resistencial
Es desolador y, con los dientes apretados, casi cómico, desempolvar ahora, diez años después, recortes de la prensa española de aquellos días. Sólo algunas revistas semanales y mensuales -Indice, Cambio 16, Destino, además de Triunfo-, junto con los diarios Última hora de Palma de Mallorca, Hoja del Lunes de Madrid , Informaciones y Pueblo, se libraron al menos en parte de esta vergüenza. Hubo comentarios editoriales y columnas oficiosas que rozaron lo inimaginable. Pero una información al mismo tiempo veraz y delirante, fechada el 1 de octubre de 1973, selló de una vez las voces: "Prohibidos los rumores. Ya ha 68 detenidos por propagarlos". Era una noticia loca, infernal, ve nida de la resaca de la muerte en Chile, pero los oídos de multitud de españoles la reelaboraron como una advertencia, incluso como una velada amenaza casera. La matanza de la libertad en Chile se había convertido imperceptiblemente, paso a paso, en un asunto nuestro.
Entonces sobrevino un silencio casi total sobre Chile. Los laberintos de la clandestinidad en España se repoblaron. Se repartieron pasquines con poemas de combate de Pablo Neruda, ya muerto, y de Rafael Alberti desde su exilio romano; las librerías agotaron sus almacenes de libros de Neruda; los discos de Víctor Jara, hasta entonces sólo conocidos en especializados círculos, rompieron los muros de contención y comenzaron a derramarse; se buscaron frenéticamente transcripciones de discursos de Allende; se indagó y por primera vez en serio en el alcance de su proyecto político... Eran los primeros indicios de la formación en España de una cultura de la resistencia, segregada de nuestra adopción como propia de la pasión y muerte de Salvador Allende. Los acontecimientos de 1973 en Chile, por su proximidad al inicio del proceso de recuperación de nuestra identidad, son los que más luz arrojaron sobre España cuando, en 1975, comenzó a caminar casi a ciegas. La muerte de Allende y su Chile alimenta nuestras raíces.
Babelia
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