Un monumento polémico
En su clara voluntad por hacer de Barcelona una ciudad que recupera su pasado, pero que se proyecta también al futuro con imaginación y calidad, el Ayuntamiento tuvo la espléndida idea de honrar el nombre de Picasso encargando a Tàpies un monumento conmemorativo. Feliz conjunción de nombres, pues a ambos les une una decidida lucha por introducir nuevas pautas perceptivas, lejos del gusto aceptado, de lo académico o de lo trivial. Este aspecto polémico del monumento es un riesgo que el Ayuntamiento asume. En otros países, donde el arte contemporáneo se enseña en las escuelas y se ve en los museos desde la infancia, una obra así no escandalizaría a nadie; aquí, sin embargo, podían oírse el día de la inauguración comentarios de este tipo: "Si éstos eran los muebles de Picasso, ¿por qué no los ponen en un museo?", "Pero, ¿está acabado?", "Bien barato les ha salido esta vez el monumento", o bien, "¡A quien le guste esto está loco!".El arte ha servido para muchas cosas a lo largo de la historia, entre otras para glorificar el poder o la religión; pero nunca ha sido una cosa fácil, entendida por todos. Especialmente a partir del Renacimiento, en el que la imagen del artista pasa de la de artesano a intelectual. Especialmente también a partir de la creación de las academias como institución normativa, frente a las cuales emerge un gusto distinto. Pero es, especialmente, bajo el romanticismo y hasta aproximadamente la mitad de nuestro siglo cuando la noción de originalidad y de enfrentamiento al cliché establecido se consolidan como ejes de la creación artística, a la par que el arte se amplía a un público mucho más numeroso, al cual le cuesta seguir sus cambios. Acostumbrarse a una forma nueva de ver (y esto es lo que propone cada artista auténticamente renovador) requiere un esfuerzo: baste recordar, en nuestro país, el ejemplo ahora ya tan popular de un Ramón Casas. En sus primeras exposiciones, sus interiores chocaban porque la gente estaba acostumbrada a ver ninfas, diosas de piel marmórea y escenas de batallas; lo que en 1880 era visto como un trivial y grosero retazo de realidad vivida es aceptado hoy unánimemente por su elegancia.
En el caso del monumento de Tàpies, nada está puesto por azar, como pudiera a primera vista pensarse. El armario y el sofá de principios de siglo están atravesados por grandes vigas blancas que los hieren, simbolizando la inevitable afrenta del nuevo arte frente a lo establecido. Cuenta también con elementos que, en el arte de Tápies, son siempre significativos, como las sillas, las cuerdas y las telas, objetos cuya posible poética el artista ha tratado de desvelarnos desde hace años. En la parte posterior, una inmensa tela blanca, desplegada como las alas de un ángel y cóncava (como en ciertos recursos barrocos de plegamiento de paños a la inversa), muestra en su parte inferior algunas frases de Picasso (entre otras, la de que el arte puede ser también un arma contra el enemigo, no sólo decoración agradable). A la derecha, otra tela blanca que cubre una de las vigas sugiere a su vez la imagen de un personaje caído y patético. "Lo terrible es, en las artes, un don natural como el de la gracia", dijo Delacroix, y el dramatismo de lo humaño y de lo real es algo siempre presente en Tàpies. Hay quien dice, por cierto, que las vigas hubieran tenido más efecto si hubiesen sido negras, aunque cabe señalar que el artista varió el color al saber que el monumento sería colocado frente al oscuro y espléndido edificio del umbráculo. Como tampoco molestan, a mi entender, las cuatro columnas grises por donde pasa el agua que después caerá por la superficie acristalada del cubo: el agua le confiere al conjunto una dignificación monumental (muy acertada), pero, sobre todo, misterio, que se acentúa por el hecho de que el conjunto parece flotar en ese espacio imaginario y cristalino. Por fin, merecería añadirse la inteligencia con que Tápies ha combinado su poética propia no sólo a la idea de ruptura y lucha picassiana, sino también a la del cubismo analítico, una de las aportaciones del pintor malagueño: sus vigas se entrecruzan en tres dimensiones y forman ese amasijo de planos que, en los lienzos, nuestra mente compone con la imaginación. Podría extenderme, en fin, en muchos otros aciertos, pero el espacio es poco. Ahora tan sólo resta desear que la conservación y mantenimiento de esta obra no decaiga; es lo menos que puede pedírsele a un monumento de esta envergadura que habría de ser visitado por todos los amantes del arte contemporáneo y que dentro de dos o tres décadas -esperemos- todo el mundo podrá apreciar y valorar.
Babelia
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