‘Hispanoamérica. Canto de vida y esperanza’: El nacionalcatolicismo a la reconquista de América
El documental de José Luis López-Linarez se construye sobre las bases ideológicas creadas en su día por el franquismo, es decir por la apología desaforada y acrítica de la “obra de España en América”
En Hispanoamérica. Canto de vida y esperanza, patrocinada por la Comunidad de Madrid, la Universidad San Pablo-CEU y otras instituciones, José Luis López-Linares nos ofrece algo así como una segunda parte de su divulgada película sobre la primera globalización, que se convirtió finalmente en algo muy diferente, una defensa de España frente a la supuesta “leyenda negra”. En este caso, trata de llegar, a través del discurso general, de las opiniones de algunos comentaristas (no todos historiadores y no todos expertos) y de algunas de las más bellas imágenes del exuberante barroco indiano como envoltorio, a una definición de Hispanoamérica.
El autor parte de la necesidad de combatir la imagen de la conquista de una sociedad prehispánica idílica por unos españoles bárbaros, la espada en una mano y la cruz en la otra. Ahora bien, esta imagen a estas alturas de los estudios históricos es ya una caricatura caducada y obsoleta, que sólo se puede mantener o bien desde una ignorancia supina o bien desde la perversa intención de fabricar un fantasma, un enemigo al que poder destruir fácilmente para asentar una narrativa igualmente falsa que presente otra visión adulterada de la realidad, la que defiende la película. Esta narrativa se construye sobre las bases ideológicas creadas en su día por el franquismo, es decir por la apología desaforada y acrítica de la “obra de España en América”, que a su vez se sustenta en la reivindicación de la fructuosa expansión del catolicismo.
La alusión a los beneficios del catolicismo permea prácticamente todo el discurso hasta extremos hiperbólicos. La continua alusión a los evangelizadores, la imagen de Hernán Cortés besando el hábito de los misioneros, el bautizo de los indígenas, el culto a las vírgenes americanas, incluso la procesión en honor de Santiago Matamoros, dan testimonio de las intenciones de los guionistas, que llegan a considerar que las tres “mujeres” (sic) más importantes de la historia de América fueron Isabel la Católica (la insistencia en cuya figura nos hace temer una nueva intentona de beatificación), la Malinche y la Virgen de Guadalupe, exaltada por encima de las demás vírgenes criollas (Ocotlán, Zapopan, Copacabana, Huápulo). Contribuye a esta impresión el hecho de que la película se cierre con el rezo cantado del Avemaría.
El intercalado de algunas piezas erráticas (como la dedicada a Madrigal de las Altas Torres, la alusión accidental al Espíritu Santo y la mención al marinero genovés Cristóbal Colón, con la malévola apostilla de “si es que era genovés”, minusvalorando el inmenso trabajo de varias generaciones de investigadores), así como la desconcertante mescolanza de temáticas no menoscaban la linealidad del argumentario apologético. Añadamos que las intervenciones de algunos prestigiosos historiadores son brevísimas y que el único que parece atreverse a referirse al sistema económico-social (el gran historiador español afincado en México Tomás Pérez Vejo) sea casi cortado en su mínimo parlamento. Finalmente, lo que más sorprende es la inclusión, entre las piezas musicales, de la famosa canción de El emigrante de Juanito Valderrama, que suponemos hace acto de presencia por su homenaje a España.
Hay más tesis contrarias a cualquier investigación moderna sobre la cuestión. Entre ellas la que afirma que la expulsión de los jesuitas en 1767 privó a América del único valladar frente a la intrusión del enciclopedismo francés (el afrancesamiento, tan denostado por la historiografía conservadora española), sin señalar el papel que en la difusión de las Luces en el Nuevo Mundo jugaron los grandes ilustrados americanos, los propios criollos imbuidos de racionalismo. Y la presentación del libertador Simón Bolívar, que no puede ser más confusa, incluye un fotograma de nuestro tiempo, en un cartel donde se le muestra al mismo nivel que el presidente Hugo Chávez, lo que no parece casual a los que, como los viejos detectives, detestan las casualidades. Pero podemos detenernos aquí.
Lo malo es que tanto significado tiene lo que el discurso muestra como lo que esconde. Así, la crónica de la conquista omite las fechorías cometidas por Vasco Núñez de Balboa en el Darién o las horrendas crueldades de Hernán Cortés (amputación de manos a los espías tlaxcaltecas, masacre de Cholula, matanzas de Tenochtitlan, atrocidades de Tepeaca, tortura y muerte de Cuauhtémoc). Del mismo modo, si bien los aztecas siempre estuvieron en guerra, en cambio no se habla de los enfrentamientos civiles entre españoles: los soldados de Hernán Cortés enfrentándose a los de Pánfilo de Narváez o las sangrientas guerras del Perú entre almagristas y pizarristas, por poner dos ejemplos.
Más importancia tiene la nula mención al sistema económico y social implantado por los españoles, a su imperialismo ecológico (a favor de una industria extractiva, que debía enviar constantemente oro y plata a España), a sus instituciones fundamentales de la encomienda (que otorgaba a los conquistadores tierras para cultivar e indios que la trabajasen) y de la mita (que instituyó el trabajo indígena forzado, especialmente duro en las minas del Perú), al sometimiento y sumisión de los indios a unas autoridades foráneas y a unas pautas culturales y religiosas ajenas a las suyas tradicionales. Se pueden recoger gran cantidad de testimonios de protesta: “Déjennos ya morir, déjennos ya perecer / puesto que ya nuestros dioses han muerto”. “Bajo imperios extraños, aglomerados los martirios, negada la memoria, destruidos, perplejos, extraviados, solos”.
Tampoco hay ninguna referencia a los negros, a los esclavos, cuya trágica suerte estuvo vinculada a la economía de plantación. Reivindicada por los propietarios de tierras, avalada por la Iglesia Católica, la esclavitud desaparece del discurso de la película: nada sobre el número de “piezas de Indias” (término deshumanizado para denominar a los esclavos africanos), que llegaron al menos a dos millones y medio en los territorios españoles durante el Antiguo Régimen, nada sobre la captura en África, sobre el hacinamiento en los barcos negreros, sobre el sufrimiento, la subalimentación, los malos tratos, los bárbaros castigos, el trabajo inhumano, la violación de las mujeres. Los negros mancharían el impoluto tapiz de la América española de la película.
Otro vacío que distorsiona totalmente la narrativa sobre Hispanoamérica es la falta de una historia de la resistencia. Resistencia que se dio desde el primer hasta el último momento de la dominación española. La indígena puede ofrecer multitud de ejemplos en todos los espacios. Si prescindimos de los años inmediatos a la conquista de México, por lo menos es de conocimiento generalizado la pervivencia del reino incaico de Vilcabamba en la cordillera andina y, más todavía, la hazaña de los araucanos chilenos. Para fines del siglo XVIII, han sido también difundidas las revueltas de los seris y pimas en Sonora o de los yumas en California, y, sobre todo, las grandes movilizaciones de Túpac Amaru y de Túpac Katari en el virreinato del Perú. Y ello por no hablar de la permanente revuelta de los esclavos negros acantonados en sus palenques y sus quilombos.
Por último, los enemigos de Bartolomé de las Casas (la “bestia negra” a descalificar) olvidan los sermones de Antonio de Montesinos o las diatribas de Gonzalo Fernández de Oviedo. No salen en la película porque desmentirían el discurso del nacionalcatolicismo que nos tratan de inculcar en su cruzada de “reconquista del pasado”.
Babelia
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