‘El día del Watusi’: la novela de Francisco Casavella que no para de crecer
Se cumplen 20 años de la publicación de la monumental obra que consagró al autor barcelonés y que se ha convertido en un libro icónico para muchos escritores actuales
La realidad es inhabitable a veces. De ahí la literatura, feliz artefacto de impugnación y reescritura. “La magia de la novela es crear vida. Introducirte en un universo del que, aunque te importe qué va a ser de él, sobre todo te haga desear que no se acabe nunca”, escribió el novelista Francisco Casavella (Barcelona, 1963-2008) sobre El gran momento de Mary Tribune, el libro de Juan García Hortelano. Con el escritor madrileño compartía aprecio por la figura del pícaro, ese cuyas desventuras vertebran una crítica al relato histórico dominante. Compartía también los dos apellidos —en el DNI, el barcelonés era Francisco García Hortelano—, por lo que decidió usar el apellido Casavella de su abuelo para no confundir a los lectores (otra opción era usar el apellido Franco de su abuela, pero ya había también otro Francisco Franco).
Con casi mil páginas, el universo de El día del Watusi nació con vocación imperecedera. Y parece serlo. A fecha de hoy, el libro está agotado y ya está en marcha su quinta edición, que llegará a las librerías en las próximas semanas. “Sacamos una nueva edición cada año. Es una novela que está muy viva, que no para de crecer”, explica Silvia Sesé, jefa de Anagrama y artífice de su recuperación en 2016. Primero se publicó en Mondadori en tres volúmenes —Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible— entre 2002 y 2003, hace ahora 20 años, y su editor, Claudio López Lamadrid, catalogó la obra de “monumental” en su fondo y en su forma.
Lectores y fans del libro le dan la razón. El Día del Watusi “entusiasma a sus coetáneos, probablemente por la falta de costumbre de verse reflejados en ninguna parte”, advirtió Josele Santiago, de Los Enemigos, hace unos años en este periódico. Escritores como Kiko Amat, Laura Fernández, Sergio del Molino, Carlos Zanón o Miqui Otero se declaran también admiradores de Casavella. Y cada 15 de agosto —el día en que el protagonista Fernando Atienza y su escudero Pepito el Yeyé creen ver el cadáver del Watusi flotando en las aguas del puerto de Barcelona— en sitios como la barcelonesa librería Calders o el bar Belmondo, en León, se dan fiestas para celebrar la existencia del libro, “ese Bloomsday del Watusi”, en palabras del escritor Juan Tallón.
“Nuestro Rey y bla, bla, bla”
La novela es la crónica de “un trepador social muy torpe”, cuya historia permite al autor aportar su punto de vista “sobre esa Transición modélica que vivimos los españoles bajo la atenta mirada de nuestro Rey y bla, bla, bla”, detalló Casavella en enero de 2000 en una entrevista. El trepador es Atienza, un arribista sin convicción que, en un relato que va de 1971 hasta los Juegos Olímpicos de Barcelona, observa las cuitas de los que quieren perpetuarse en el poder y los que solo persiguen la “vertiente fecunda de deseo del deseo” y arden entre fastuosos y callejeros incendios.
Para Sesé, El día del Watusi es una novela visionaria que se adelantó a su tiempo por analizar con ojos críticos la Transición, un libro que supo captar “las deudas políticas y las heridas sin cerrar de la dictadura, la corrupción y la cultura del pelotazo”. Un camino de ficción plagado de episodios reales como la legalización de los partidos políticos, la matanza de Atocha o el asalto al Banco Central de Barcelona en 1981.
Pero es eso y más, subraya Sesé. Es también una novela de aprendizaje, un viaje que va del asombro de la niñez a descubrir “lo gastadas que están las palabras, los gestos, los amaneceres, los trucos” en la edad madura, escribió Casavella. Y es una crónica sobre cómo se construyen los mitos, esas misteriosas ficciones de las que se nutre la cotidianidad.
Dinero para escribir
Pero ¿cómo se arma un proyecto literario así? Las primeras pistas las dio el propio autor: “Antes de ponerme a ello, estuve dos años intentando ganar dinero para becarme a mí mismo, comprando tiempo. Casi se puede hacer otra novela sobre los tejemanejes que he tenido que ir haciendo para poder dedicarme en exclusiva a escribir”, confesó en TV3. También reveló en qué estaba inspirado Watusi: “En un personaje que todo el mundo en mi barrio había visto 20.000 veces y yo nunca, llamado el Botas, y en otro más llamado Pepe el Francés”.
Su impulso primero fue retratar la Barcelona de finales de los sesenta y principios de los setenta, “el puerto de la ciudad casi como el de una república bananera, con la sexta flota americana, los bares con nombres como Panam’s, Kentucky, los cigarrillos americanos”, pero finalmente optó por trabajar en “un relato de extensión considerable que intentara edificar, al modo en que sólo lo puede hacer el género novelístico, los cómos, los porqués, los para qués y los y qués de una situación determinada: la Transición española”. La idea era retratar la trinidad que componen el dinero, la técnica y la burocracia, su camino al nihilismo y, frente a él, la “búsqueda interminable de argumentos para seguir amando la vida”, explicó.
La forja del mito del Watusi la escribió en un apartamento de sus padres en Roda de Barà, en la costa de Tarragona, retirado de todos, sintiéndose “como esos personajes de las novelas de Stephen King” en busca de su obra inmortal pero que acaban “volviéndose tarumbas”, explicó. Porque escribir, decía, era un oficio maravilloso pero se paga un peaje: “Me temo que la vida solo consiste en eso: en elegir tu forma favorita de volverte loco”, afirmó en una entrevista a EL PAÍS en 2000.
Una de las múltiples lecturas del Watusi es, en su primera parte, un relato de iniciación: en su segunda, una caricatura de cierta clase pudiente creada por el franquismo y sus intentos de reconversión vistos por los ojos muy abiertos de un adolescente alucinado, y una historia de música moderna y drogadictos en la tercera y última, detalló su autor.
La fuerza propulsora del libro fue “el cabreo, con la manera en que se banaliza todo”, reconoció Casavella en su última entrevista, en la revista Quimera, publicada póstumamente, donde cargaba contra la época que estaba viviendo, “dominada por la chapuza, ya no material, sino espiritual, y por el conformismo absoluto”, según el autor de Lo que sé de los vampiros, novela con la que ganó el premio Nadal en 2008, 11 meses antes de fallecer.
Saul Bellow y los Ramones
Joan Riambau, amigo de Casavella y su primer editor —le publicó El triunfo en Versal, en 1990—, certifica que El día del Watusi es “la construcción de un universo muy ambicioso”, que fue posible gracias a sus lecturas, a su capacidad de observación y fabulación y a la seriedad con la que se tomaba la escritura. Por eso detesta la banalización de la figura de Casavella, la que se empeña en destacar que era un tipo que cerraba todos los bares. “Él hizo sacrificios personales por dedicación a la literatura, una entrega que igual le costó la vida”, afirma.
Era un autor muy exigente, “capaz de tirar un centenar de páginas escritas a la basura si no conseguía el tono o el ritmo que tenía en la cabeza”, subraya Riambau sobre su amigo, una persona muy libre que escribió desde todos los márgenes, incluidos los institucionales. “No perteneció a ningún tipo de capillita literaria, nunca pidió permiso para hacer algo, ni pleitesías ni favores. Se bastaba a sí mismo”, dice Riambau, editor en Penguin Random House en la actualidad.
Casavella lo leía todo: novelas conspirativas, Saul Bellow, Mortadelo y Filemón, manuales de autoayuda, Philip Roth, Juan Marsé, libros de ufología o Marcel Proust, de quien le influyó la idea de que a veces es más real lo que tú inventas que la realidad misma.
Otro de sus motores de propulsión fue la música o, más exactamente, las canciones: de los Ramones, del rumbero Bambino, de Gil Scott-Heron, de The Fleshtones, de The New York Dolls o de Black Uhuru. Su memoria musical le servía para identificar momentos, algo que se refleja en el libro, como ese párrafo que enumera las distintas versiones del Watusi, el baile hecho canción de Ray Barretto.
Un esfuerzo agotador
“Cuando estábamos preparando el libro, Casavella tenía puesta la canción del Watusi en su contestador automático”, rememora Luz de la Mora, diseñadora de las portadas de los tres libros para Mondadori. De la Mora recuerda la sensación de tener entre manos “una novela superpotente” y el encargo de López Lamadrid de crear una serie de piezas de promoción para su lanzamiento: anuncios para revistas y periódicos, carteles y displays para librerías y hasta un videobook tráiler, algo muy innovador a principios del 2000.
Casavella también tenía fe en El día del Watusi. “Era consciente de que estaba haciendo una gran obra. Tenía un entusiasmo que no le vi en otros libros”, explica Pilar Romera, escritora y amiga del novelista. Recuerda que le enviaba retazos de capítulos y le hablaba de sus dudas, de que quizás le estaba quedando excesivamente largo. “Creo que el esfuerzo le agotó, se quedó exhausto. Y sospecho que esperaba una mayor repercusión de la que tuvo en su momento”, opina.
Según la autora de Los impostores, en Casavella había algo del antihéroe Atienza: “Las ganas de prosperar, de disfrutar de la vida, de llevar buenos trajes”. Pero poco más. Su amigo era sobre todo “muy, muy generoso, un culé tremendo, excesivo en cualquiera de sus facetas, brillantísimo, al que le interesaba todo. Aunque lo que de verdad le importaba era la literatura y que le quisiera la gente que él quería. Y ya está”.
Muchos aún lo echan de menos. Según describió el novelista Miqui Otero —autor de Simón y familiar de Casavella—, cuando murió lo fue a despedir gente de toda condición y pelaje. “Su entierro parecía la cantina de Star Wars”, dijo. Allí coincidieron personas como el consejero de Cultura de la Generalitat de turno o camareras de sus bares favoritos en el barrio del Raval.
Era esa categoría de escritor que, al leerlo, dan unas ganas inmensas de vivir, subrayó una vez el novelista Carlos Zanón. Una persona obsesionada con el calendario de los días, como todos: “Yo últimamente reflexiono en ese personaje en el que nos acabamos convirtiendo y en la tremenda o relativa insatisfacción que vamos asumiendo con el paso del tiempo”, dijo Casavella al poco de publicar El día del Watusi. Murió con 45 años de un ataque al corazón. “La vida es un mes, como mucho un año”, le advierte el misterioso Guillermo Ballesta al joven Fernando Atienza. Aprovechen, pues, este 2023.
Babelia
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