Julio César también conquista la ficción
Las novelas históricas de Santiago Posteguillo y Andrea Frediani son los intentos más recientes de retratar al célebre romano desde la imaginación
Sabemos muchas cosas de Julio César. Que era alto pero delgado, de piel muy blanca, que sufría ataques de epilepsia (el morbus comitialis, el primero en Córdoba, según Plutarco) aunque gozaba en general de una buena salud y de una resistencia física admirable, conseguidas ambas a base de ejercicio (era un extraordinario jinete, gran nadador y marchaba a pie, inagotable, a la cabeza de sus soldados) y de una dieta frugal que incluía no beber apenas vino: Marco Catón dijo de él que fue el único hombre que se dedicó a subvertir el Estado sin darse a la bebida, que ya es frase. Suetonio nos cuenta incluso algunos detalles íntimos como que era muy meticuloso en el cuidado de su cuerpo, se hacía depilar y llevaba mal la calvicie: se peinaba desde la coronilla hacia delante para disimularla y “de todos los honores que le fueron decretados por el Senado ninguno recibió o utilizó con más gusto que el derecho a llevar continuamente una corona de laurel”. Hoy hubiera sido candidato a viajar a Turquía, aunque fue allí precisamente (en Bitinia) donde vivió de joven el episodio que más le amargó la existencia (si exceptuamos las 23 puñaladas de los idus de marzo): la relación con el rey Nicomedes que tanto dio que hablar y tanto utilizaron sus adversarios (”la flor de la edad de un descendiente de Venus se profanó en Bitinia”, le espetó sugerente Cicerón un día en el Senado).
Suetonio nos cuenta también que eso no fue óbice para que César, “proclive a los placeres sensuales”, sedujera, como un don Juan con toga, a gran número de mujeres de alcurnia casadas, entre ellas Postumia, Lolia, Tertula y Mucia (no sería por los nombres), y al menos a dos reinas, Eunoe de Mauritania y, claro, Cleopatra. Adúltero recalcitrante, parece también a tenor de lo que le cantaban sus soldados que en campaña en la Galia tiraba del sexo de pago. Valiente y “de gran experiencia en las armas”, tenía pocos escrúpulos, religiosos o de cualquier tipo. Era de natural benevolente y, por ejemplo, a los piratas que lo secuestraron y a los que les prometió que los crucificaría los colgó de la cruz al capturarlos, efectivamente, pero los hizo degollar antes para que no sufrieran.
Sabiendo todo lo que sabemos, es mucho, sin embargo, lo que ignoramos de César. Y ahí la ficción ha entrado con fuerza, uno diría casi a saco, para rellenar los huecos que nos ha dejado la historia (que sigue brindándonos excelentes ensayos como el Julio César de Patricia Southern que acaba de publicar Desperta Ferro). Ni el chismoso de Suetonio hubiera sido capaz de explicarnos la noche de bodas de Julio César y su primera mujer, Cornelia, como hace Santiago Posteguillo en su nueva novela Yo soy Roma (Ediciones B, 2022), con erección y conversación sobre sexo oral incluidas. También ha servido la ficción para ofrecernos un retrato más de carne y hueso de Julio César, del que solo poseemos las descripciones someras de los historiadores e imágenes (en estatuas y monedas) que no es seguro que le representen a él o sean realistas.
César ha sido convertido a menudo en personaje de novela histórica ―la de Posteguillo, la última, junto con la de Andrea Frediani La sombra de Julio César (Espasa, 2022), ambas inicios de series― y se le ha representado también en cine, teatro, pintura y cómic. Probablemente la representación más popular (hagan la prueba a ver cuál es la primera que les viene a la cabeza) sea la que brindaron Uderzo y Goscinny en sus álbumes de Astérix. Su César, a la vez canónico y desmitificador, sigue gozando de buena salud como se ve en el reciente álbum de la serie, Astérix y el Grifo.
Le han puesto rostro en la pantalla, entre otros, Rex Harrison ―para muchos el mejor (Adrian Goldsworthy, biógrafo de César, lo encuentra “memorable”), algo le habrá ayudado al actor haber sido capitán de la RAF― en la Cleopatra de Mankiewicz de 1963; Cameron Mitchell (de El gran Chaparral a Alesia en la nada despreciable Julio César, el conquistador de las Galias, de 1962, en la que muchos descubrimos en sesión doble quiénes eran los eduos y el ruido que hacen los proyectiles de las hondas al golpear en los cascos), John Gavin (personaje secundario en Espartaco), Louis Calhern, Claude Rains, Alain Delon, Klaus Maria Brandauer (en el biopic de su enemigo galo Vercingétorix, Druidas, 2001), Jeremy Sisto (en la serie europea de 2002) o Ciarán Hinds (la estupenda serie de HBO Roma), el único actor que ha hecho de Julio César y del explorador polar Sir John Franklin, mostrando la misma patricia altivez.
Entre las muchas ficciones históricas sobre César ―género en el que han tenido más suerte romanos menos grandes como Adriano (Yourcenar), Claudio (Graves), Juliano (Gore Vidal) o Calígula (la obra teatral de Camus)―, la mejor es seguramente Los idus de marzo de Thornton Wilder (Edhasa, 2014), que, nos dice el sabio Carlos García Gual, le encantaba a Gabriel García Márquez. Publicada originalmente en 1948, en ella se narra la conspiración, con ecos de la lucha antifascista, a través de material inventado pero muy verosímil: cartas, entradas de diarios (incluso del propio César), informes, inscripciones, grafitis… César, de Alan Massie, narrada por Décimo Bruto (el otro Bruto de la conspiración), en Martínez Roca (1999), y las dos entregas El joven César y César imperial del británico Rex Warner (Edhasa), presentadas como supuestas autobiografías, son muy interesantes; y las series de Conn Iggulden (la musculada Emperador, El Aleph) y Colleen McCullough (Señores de Roma, en Planeta, con el pájaro espino devenido águila de aquilífero) muy populares.
Valerio Manfredi, uno de los escritores más populares de novela histórica y que realizó la que probablemente sea la mejor sobre el otro gran conquistador de la Antigüedad (con el que César quería compararse), Alejandro, en tres tomos, es autor de una curiosa novela cesariana titulada también Los idus de marzo (Grijalbo, 2009), pero en la que hace el truco de prestidigitador de que César ¡no sale! Vaya escaqueo Valerio Massimo. “Es cierto, lo evité, está centrada en un centurión que trata de salvar a César de la conjura, pero llega tarde”, ríe al otro lado del teléfono Manfredi, que aún sufre las secuelas del “terrible” accidente que sufrió en 2021 al intoxicarse con una estufa y por el que pasó tiempo en coma inducido. Manfredi, que recibe de este diario con tristeza la noticia de la muerte de Mario Muchnik, su primer editor en España, y que escribe en la actualidad una novela sobre Germánico, considera que César es un magnífico sujeto literario, pero él ya tuvo suficiente con medirse con Alejandro. “Hacer novela histórica es algo muy distinto de escribir historia, y a veces mucho más complicado”, suspira. Al preguntarle a cuál de los dos prefiere, Alejandro o César, responde sin dudarlo: a Ulises, al que ha dedicado una revisión desde el género (literario). El escritor no ha leído aún Roma soy yo pero no duda de que ha de ser “muy buena”, porque “Santiago es muy bravo” y le desea lo mejor en su pulso con Julio César (la novela es la primera de seis, y concluir la serie con toda la vida del personaje le llevará al autor valenciano hasta 2032).
Posteguillo ha sentido durante años la presión de novelar la vida de César, pero hasta ahora no se había sentido capaz. “Es el número uno de Roma”, subraya, “y tienes que ir muy bien equipado histórica y literariamente, no abordas narrativamente a un personaje con tantos matices y aristas sin un enfoque muy potente y original”. El suyo ha sido arrancar con la faceta de abogado de Julio César y su primer caso; vamos, convertir a César en carne de thriller judicial. Es consciente de que el gran reto lo tiene por delante, cuando lleguen los momentos más conocidos de la vida del personaje ―conquista de la Galia, guerra civil, Cleopatra, asesinato―, y su obsesión es “no decepcionar” al relatarlos. “Hay que ir con mucho tiento y trabajar mucho para estar a la altura de las expectativas que provoca el nombre de César”, reflexiona.
En cierta manera compite no solo con los muchos que han escrito sobre Julio César (entre ellos, ¡Shakespeare!, cuyo Julio César ha dejado frases tan icónicas como las propias Alea jacta est o Veni, vidi, vici: “los cobardes mueren muchas veces, los valientes solo una”, “cuídate de los hombres delgados” o “César saldrá” ), sino con el propio César que escribió de sí mismo en sus Comentarios a la guerra de las Galias. “¡Y escribía bien!”, exclama Posteguillo, “eso lo hace aún más complicado, pero, en fin, para eso están los desafíos literarios, y en realidad me da más miedo competir con la imaginación de los lectores”. Considera que, pese a que los acontecimientos principales de la vida de César sean bien conocidos, le queda “un margen de sorpresa”. Iremos viendo.
Para Posteguillo, cuyo Roma soy yo lleva provocadoramente como subtítulo “la verdadera historia de Julio César”, tiene sentido novelizar al gran general. “Se pueden explicar cosas de la historia de manera más sencilla y atractiva; la novela histórica te permite rellenar vacíos, que son muy frustrantes, no con hechos, pero sí con hipótesis”. El escritor considera, paradójicamente, que en la novela “todo ha de tener una explicación verosímil, a diferencia de la realidad, que es a veces inverosímil”. Por ejemplo, señala que lo raro no es que asesinaran a César sino que no lo hubieran matado antes.
De las novelas históricas sobre César dice que ve “recovecos” y espacio donde construir su propio personaje. “Colleen McCullough, que me gusta mucho, rehuyó la parte bélica, por ejemplo, y eso me deja margen; mientras que a Frediani no le cae bien César, al revés que a mí, que le admiro”. Posteguillo no entra al trapo cuando se le pregunta si considera La sombra de Julio César contraprogramación de su ex editorial Planeta, aunque apunta que “no es nuevo que cuando se intuye que por alguna razón un personaje va a estar de moda se publiquen otras cosas a la vez; no me lo tomo como algo personal”. Su Julio César favorito de ficción es el de Shakespeare, y Rex Harrison en el cine. Confiesa tenerle cariño al de Astérix.
Por su parte, Andrea Frediani afirma que le encantan también los libros de Colleen McCullough, pero que en los últimos años ha escrito tantas novelas históricas que prefiere leer obras de otro tipo. “Así que no conozco las novelas de Posteguillo, Iggulden, Max Gallo o Manfredi, aunque he leído mucho en el pasado a Manfredi y es un maestro. Pero la vida de César es tan densa que siempre encuentras algo para escribir sobre él, algún elemento olvidado o dejado de lado por otros autores. Y como César era un genio, escribir sobre él es siempre un reto estimulante. Creo que la novela puede ayudarnos a conocer la psicología de César, que raramente encuentras en los ensayos y otras obras acerca de él. ¿Qué pensaba realmente?, ¿qué amaba y odiaba? Un novelista puede tratar de responder a esas preguntas”.
Para su propio enfoque, Frediani (Roma, 1963) ha elegido como hilo conductor de su novela la amistad traicionada entre César y su amigo y subordinado Tito Labieno. ¿Hasta qué punto es histórico ese recurso? “Muchos han novelado a César antes, tenía que encontrar un asunto original y descubrí que esa amistad transformada en rivalidad era una historia excelente, y que cubría casi toda la vida de César. Algo interesante no solo para los que quieren saber de Julio César sino para cualquier persona, porque el de la amistad traicionada es es un tema eterno, válido para cualquier tipo de novela. No sabemos cómo y por qué se hicieron rivales, la fuente que lo explicaba se ha perdido, así que yo tenía grandes posibilidades de crear una buena historia, con un giro que se descubrirá al final y en el que presento una nueva teoría sobre esa amistad”.
Sobre cuáles considera las películas que han captado mejor la esencia de César o han influido más en el imaginario popular, dice que cree que la mejor es la serie Roma. “Hay muchos peplums, películas de serie B que no muestran la personalidad real de César y no respetan las fuentes. Por supuesto, hay un par de filmes inspirados en Shakespeare, pero Julio César no es el personaje principal en ellos porque la trama es sobre su muerte, claro. Aunque parezca mentira, una película seria en la que César sea el personaje principal no existe. Espero que antes o después alguien use mi saga para una película o una serie televisiva”.
Incluso más que Posteguillo, Frediani da mucha importancia al aspecto militar de la vida de César. Y describe con mucha verosimilitud las batallas. Algunas escenas quedan grabadas indeleblemente en la memoria del lector de La sombra de Julio César, como el empuje letal de los legionarios contra los carros de Ariovisto o la mutilación de los cadurcos. ¿Tiene experiencia militar? “Cuando era niño los videojuegos no existían, ni tampoco muchos programas de televisión, así que un niño debía limitarse a jugar con soldaditos, y yo tenía muchísimos, porque mi padre era coronel. Crecí con el interés por la historia militar. Por tanto, fue natural que mis primeras novelas (y la saga de Dictator fue publicada en Italia en 2011) estuvieran dedicadas a grandes comandantes y grandes guerras. Siempre trato de no contar el combate de manera edulcorada sino como es de verdad, con olores y sonidos de la batalla, a la manera de lo que enseñan grandes historiadores como John Keegan o Victor Davis Hanson. Hubo una época en la que la batalla en la literatura era solo épica, ahora es tragedia humana. Escribo sobre otros aspectos, claro, no solo los militares, pero tengo contacto con grupos de recreación histórica, y los veo luchar como legionarios o gladiadores y aprendo así muchas cosas sobre las antiguas batallas. Es como una película que pasa en mi mente y la describo”.
A diferencia de muchos otros novelistas, cautivos del carisma de Julio César, Frediani no le es favorable en su retrato. ¿Responde a algo personal, a una opción narrativa, o considera que el personaje real era así? “Para el historiador, categorías como bueno o malo no tienen valor. César era ante todo un hombre extremadamente ambicioso”, responde Frediani en plan Bruto (hay que recomendarle que no viaje a Filipos). “Se consideraba semidivino, descendiente de Venus, con el derecho a usar a la gente para convertirse en el salvador de Roma. Y para salvar a Roma del declive, de incapaces senadores y de la pobreza, cualquier cosa le parecía legítima. Desde joven deseó ser como Alejandro”. Ese era un vicio común, Pompeyo se hizo llamar El Grande y, como recuerda Mary Beard en SPQR (Crítica, 2016), vestía un manto que decía que había pertenecido al macedonio y que ve a saber de dónde lo había sacado. “La prueba de que César fue arrogante y sin escrúpulos es que incluso los que ayudó a prosperar y los que perdonó tras la Guerra civil, como Bruto y Casio, le mataron”.
¿Era realmente un genio o el hombre de las circunstancias, un tipo con suerte?, ¿hasta dónde hubiera llegado sin los idus? “Quizá de no haber sido asesinado entonces hubiera sido considerado el mayor general de la historia, porque su plan era ir a conquistar el imperio parto. Pero si hubiera fallado en esa campaña, como Craso, podríamos decir que triunfó solo contra bárbaros y contra un Pompeyo en declive y no contra un imperio de verdad, y por tanto no sería un general tan relevante. No lo sabemos. Ciertamente tenía genio, con una mente muy abierta, proyectada al futuro y más rápida que la de los otros. Pero su heredero, Augusto, fue un genio mayor, porque entendió lo que César no: los romanos de la República odiaban a los reyes, si querías mandar sobre ellos debías proponerte como un coordinador, no como un autócrata”.
¿Nos interesa tanto Julio César también por los paralelismos modernos?, ¿ofrece alguna lección para hoy? “Un hombre como César puede emerger precisamente en una democracia declinante, cuando un político es capaz de alcanzar el poder con la fuerza del ejército y entonces imponerse cambiando leyes para favorecerse a sí mismo. Puedes encontrar algún César en las dictaduras, en África o Asia, y en el pasado reciente en Sudamérica o en Europa. Hay que recordar que la palabra zar deriva de césar, y que en Rusia y la Unión Soviética muchos autócratas se consideraban césares. Sin embargo, César luchaba en la batalla junto a sus hombres y hoy los jefes de Estado no acostumbran hacerlo: prefieren enviar a la gente a luchar por su ambición”.
Babelia
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