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PURO TEATRO

Seis puñales contra César

Paco Azorín dirige un 'Julio César', con Mario Gas, Tristán Ulloa y Sergio Peris-Mencheta La obra, que se se estrenó en Murcia, estará este verano en Olmedo y Mérida

Marcos Ordóñez
Mario Gas, en la obra 'Julio César'.
Mario Gas, en la obra 'Julio César'. David Ruano

Suele montarse poco el Julio César de Shakespeare: demasiado larga, demasiados personajes. La nueva puesta de Paco Azorín, que he visto en el Romea barcelonés (felizmente abarrotado), sigue la estela de la reducción que presentó Rigola hará once años en el Lliure. El texto, en viva y clara traducción de Ángel-Luis Pujante, se queda en hora y media, con tan solo ocho personajes masculinos. Desaparece Calpurnia, aunque a quien echo realmente de menos es a Porcia, la mujer de Bruto, tan sabia y valiente como Lady Percy en Enrique IV. La función es de 1599 y anticipa tonos y perfiles de obras posteriores. Casio, espoleta de la conspiración, es un aprendiz de Yago que logra convertir a Bruto en un aprendiz de Macbeth, y es difícil no pensar en Hamlet al ver el fantasma de César durante la batalla de Filipo. Como siempre en Shakespeare, las luces y sombras están magistralmente repartidas. ¿Cuánto debe el magnicidio al “bien del pueblo” y cuanto a la envidia y el despecho de los senadores? El presunto malo (Bruto), casi hijo adoptivo de César, está corroído por las dudas y luego por la culpa; el presunto bueno (Marco Antonio) tiene más conchas que Torcuato Fernández Miranda, y ya me gustaría a mí saber dónde andaba el día que apiolaron a su adorado jefe.

Paco Azorín ha diseñado una escenografía escueta y simbólica: envueltos en niebla, un imponente obelisco y una hilera de sillas negras. En lo alto, una pantalla que muestra, al comienzo, la lista de mandatarios romanos, ideal para comprobar lo poco que duraban en el poder. Más tarde, algunas imágenes despistan, como las de los patricios (rostros anónimos, en blanco y negro) que desfilan durante la muerte de César. Está muy bien conseguida la atmósfera turbia de la conjura, esa larga noche de tormenta atravesada por negros presagios, y el despacho en el que vela Bruto, atormentado e insomne, bajo una luz (estupendo trabajo de Pedro Yagüe) que parece evocar un gabinete franquista en vísperas de alzamiento.

No debe de ser fácil pasar de un espacio abierto, como el Teatro Circo de Murcia, donde se estrenó, a un teatro a la italiana, como el Romea, en apenas dos semanas: todavía hay escenas confusas (la media hora final), algunos tonos muy altos y algunas gesticulaciones innecesarias. Esa podría ser la razón de que un buen actor como José Luis Alcobendas ofrezca un Casio tan desigual: comienza para mi gusto demasiado torvo y subrayante, se afianza luego (o se tranquiliza) y pisa fuerte en el eje de la conspiración, y tiene pasajes de nuevo desaforados en la parte de la batalla. Tristán Ulloa dibuja un Bruto con ecos, como decía antes, de Macbeth y Hamlet, convincente y lleno de matices, contenido pero con potencia de voz y una gran fuerza expresiva: un liberal idealista en permanente lucha consigo mismo, un intelectual arrojado a la acción y hundido por una mezcla de nobleza y candidez fatal, que propone una eliminación casi quirúrgica y se encuentra con una chapuza sangrienta, y labra la ruina del grupo al empeñarse en dar la palabra al astuto Marco Antonio. De los restantes conspiradores me convenció la energía de Agus Ruiz como Casca y me parecieron dignos pero sin especial relieve, quizás por lo recortado de sus papeles, el Decio de Pau Cólera y el Metelo de Carlos Martos.

Ha sido un gran acierto ofrecerle el rol de César a Mario Gas: tiene autoridad instantánea y exhala humanidad

Otro gran acierto de reparto ha sido ofrecerle el rol de César a Mario Gas. A menudo se presenta al jerarca como una criatura mítica y distante cuando el texto pide lo contrario. Gas tiene autoridad instantánea y una formidable dicción, pero sobre todo exhala humanidad. Su perfil y su empaque (cabello y barba blancos, arropado en un manto rojo oscuro) evocan la figura de Welles y a la vez hay algo rosselliniano, un aire garibaldino y patriarcal en ese César que quiere senadores gordos a su alrededor porque desconfía de los flacos que piensan demasiado, como Casio; ese César estoico y fatalista como un viejo soldado, que parece untar ajo en una tostada imaginaria mientras aborda el pasaje de “Mil veces muere un cobarde antes de su muerte”.

Con Sergio Peris-Mencheta tengo un poco la sensación de que ha de jugar a contratipo como Marco Antonio, tal vez porque recuerdo la nobleza sin doblez de estupendos trabajos recientes como El Gran Capitán en Isabel o el boxeador de Love Ranch. Más allá de esas composiciones concretas, diría que es un actor eminentemente emocional, y por eso funciona mejor en su monólogo ante el cadáver de César, cuando muestra, sin testigos, sus verdaderos sentimientos. “En público” yo creo que Antonio tiene un lado de falso payés malicioso, a lo Josep Pla, y ese es justamente el aspecto que no acierto a ver en su trabajo. El discurso de Antonio en el Foro (mi escena favorita de la obra) es, en sí mismo, una lección de puesta en escena que Shakespeare divide, teatralísimamente, en tres actos: el brillante juego retórico (“pero Bruto es un hombre honorable”), la preterición del testamento, y el colofón, verdadero as bajo la manga, de ese manto horadado por las dagas con el que hace ver paso a paso el asesinato: Peris-Mencheta baja al patio de butacas y ahí da el do de pecho porque gana en las distancias cortas y, como digo, en la emoción directa.

Es cosa sabida que tras la muerte de César y el maquiavélico responso de Antonio baja bastante el interés de la tragedia. Las escenas bélicas suelen ser endiabladamente difíciles de levantar, y el montaje de Azorín no escapa a ese dictado. Hay demasiadas podas, entre ellas, lástima (aunque se comprende el tajo) la muerte de Cinna a manos de la plebe, una de las primeras muestras del “todos contra todos”. Hay una poderosa imagen inicial (los conspiradores derribando el obelisco), pero la resolución de las batallas es mecánica: parecen cuatro amigos cabreados discutiendo por la posesión de un solar lleno de cascotes, y el Octavio de Pedro Chamizo resulta un tanto amanerado. A excepción de las apariciones del fantasma de César y del emotivo suicidio de Bruto, toda esa parte es la más necesitada de ajustes, y ha de afianzarse y crecer en Olmedo y Mérida.

Julio César. De William Shakespeare. Director: Paco Azorín. Intérpretes: Mario Gas, Sergio Peris-Mencheta, Tristán Ulloa, Pau Cólera.

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