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DESDE EL PUENTE
Columna
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Aquellas chicas del pub de Santa Bárbara

En 1973 todavía muchos creían que los etarras eran unos muchachos aguerridos que luchaban por la libertad y celebraron el atentado contra Carrero Blanco

Socavón que dejó el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco en la calle Claudio Coello de Madrid, el 20 de diciembre de 1973.
Socavón que dejó el atentado contra el almirante Luis Carrero Blanco en la calle Claudio Coello de Madrid, el 20 de diciembre de 1973.
Manuel Vicent

Año 1973. En España sonaba por todas partes Monday Monday, cantada por The Mamas & The Papas, cuando el dinosaurio hibernado, por fin, movió el rabo y la caída de la dictadura comenzó a tomar velocidad. Miguel era de los que entonces creían que los etarras eran unos muchachos aguerridos que luchaban por la libertad y llegado el caso fue con una botella de champán hasta el socavón de la calle Claudio Coello de Madrid para celebrar que desde allí estos chicos de Deusto tan simpáticos habían mandado a los cielos y aún más arriba a Carrero Blanco. Pese a todo, este atentado supuso realmente el descorche del franquismo; a partir de ese taponazo la sangre comenzó a unirse a la espuma de cava.

Según las reglas de la seducción del perfecto progresista, ser como había que ser consistía en llevar una trenca con trabillas de húsar y un zurrón de apache que contenía pipa, papel de fumar, tabaco con sabor a chocolate y una edición de El Aleph, de Borges, publicada en la colección de libros de bolsillo de Alianza Editorial; dejarse caer de noche por el pub de Santa Bárbara o por Boccaccio, sentarse a una mesa, pedir un Drambuie, encender la pipa y esperar que alguna de aquellas chicas de botas altas y minifalda te sostuviera la mirada desde la barra, compartiera una sonrisa y levantara la copa en señal de que te dejaba libre el paso. Seguro que ella también leía a Borges. En ese caso el terreno ya estaba abonado.

Chicas como aquella ya habían comenzado a apoderarse de los taburetes de los abrevaderos del rollo y no les importaba tomar la iniciativa poniendo su semáforo en verde. Mientras se desnudaban a la hora de meterse en la cama con el novio preguntaban qué se sabía de la huelga de los metalúrgicos o del próximo salto en una manifestación por Atocha, pero la chica del pub de Santa Bárbara seguro que estaría más interesada en El Aleph o en La historia universal de la infamia, también de Borges, donde se podía leer que gracias a la esclavitud de los negros podíamos gozar los blancos del blues y del jazz. Ella esperaba que este nuevo chorbo que entraba en su vida no le viniera con el cuento de que en Mayo del 68 estuvo en París buscando la playa bajo el asfalto; la chica se sabía las claves y deseaba que no fuera como tantos otros de su especie que confundían la calle Fuencarral con el bulevar de Saint Michael. También sonaba Mammy Blue de los Pop Tops en el hilo musical de los ascensores de los hoteles de lujo y en las radios de todos los coches embotellados de la clase media que iban a la sierra los domingos cuando se supo que Franco había desarrollado una flebitis.

Llevar la revista Triunfo brazo el brazo era una definición ideológica y, por supuesto, en los círculos en los que se movía Miguel —cine, diseño, publicidad, periodismo— nadie de izquierdas se atrevía a opinar de política sin haber leído primero el editorial de Haro Tecglen. En Madrid todo el mundo reconocía que Cataluña era como otro país donde se respiraba ya el aire de Europa, lo más parecido a la libertad que se soñaba desde la meseta; en Barcelona estaba aquella alegre pandilla de la gauche divine, gente como Carlos Barral y Gil de Biedma, Castellet, Rosa Regàs, Pere Portabella, la fotógrafa Colita, los hermanos Moix, Oriol Bohigas, que se lo pasaban tan bien en Boccaccio o en las hamacas bajo los pinos de Cadaqués leyendo, bebiendo, escribiendo, follando, riendo, con una inteligencia desinhibida que era difícil distinguirla de la frivolidad. En la mesa de la editorial Seix Barral permaneció sin abrir durante un año el manuscrito de Cien años de soledad, de García Márquez, y se le dejó escapar; en cambio, después de un viaje al País Vasco ningún progresista madrileño hablaba de los crímenes de ETA sino de lo bien que se comía en Arzak o en la Nicolasa, pero llegó un momento en que Miguel comenzó a sospechar que matar a un inocente con un tiro en la nuca para celebrarlo después con unas cocochas era un movimiento de liberación sumamente extraño.

Y en una de esas murió Franco y la historia comenzó a ir de veras. Unos cantaban Al alba de Eduardo Aute en memoria de los últimos fusilados y otros optaban por el aullido desesperado de Janis Joplin, que presagiaba la nueva forma de vivir al borde del abismo. La cultura había entrado en la constelación de acuario. Miguel y su chica habían sellado su amistad bajo los gases lacrimógenos de las manifestaciones. Qué bellos días aquellas cuando estos jóvenes se mostraban mutuamente las heridas, sentados en el pub de Santa Bárbara después de enfrentarse a los guardias, cuando se amaban entre los cuerpos hacinados sobre almohadones en los antros oscuros, cuando al final de los conciertos encendían una cerilla para iluminar la historia. Leían a Borges y a Pavese. Qué bien sonaba aquel verso: ”Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, que él recitaba llevando a su chica del hombro bajo las acacias.

Continuará.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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