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La roca imposible que completó el dolmen de Menga

Un grupo de investigadores localiza a más de dos kilómetros del monumento la cantera prehistórica de la que se obtuvo la mayor roca del conjunto megalítico, de 170 toneladas de peso y 48 metros cuadrados

Nacho Sánchez
José Antonio Lozano y Leonardo García Sanjuán, bajo la cobija cinco, en el interior del dolmen de Menga (Antequera).
José Antonio Lozano y Leonardo García Sanjuán, bajo la cobija cinco, en el interior del dolmen de Menga (Antequera).Garcia-Santos (El Pais)

En Antequera (Málaga, 41.239 habitantes) hay un monstruo escondido bajo tierra. Nació hace más de siete millones de años bajo el mar. Tiene forma rectangular, casi cincuenta metros cuadrados y pesa unas 170 toneladas. Lo mismo que unos 130 vehículos compactos o una quincena de autobuses. Su nombre es cobija cinco y, hace casi 6.000 años, los pobladores de la zona decidieron que era el broche perfecto para culminar un monumento muy especial: el dolmen de Menga, cámara funeraria declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 2016. Ahora, un grupo de investigadores ha localizado la cantera de la que se obtuvo esta gigantesca roca, la más grande del conjunto megalítico. Está ubicada a más de dos kilómetros en línea recta del dolmen. “Incluso con maquinaria actual sería prácticamente imposible repetir la hazaña que supuso su extracción, transporte y colocación exacta”, cuenta uno de los principales artífices del hallazgo, el geólogo marino José Antonio Lozano, científico titular en el Instituto Geográfico de Canarias, perteneciente al Instituto Español de Oceanografía.

“Vaya monstruo”, insiste el experto en el interior del dolmen bajo un estricto protocolo covid. Ha perdido la cuenta de las veces que ha visitado un espacio del que ha sacado más información de los detalles que de sus grandes dimensiones. Minúsculas pistas han marcado el camino hacia el origen de todas y cada una de las 31 grandes rocas que conforman Menga. El también doctor en Petrología y Geoquímica comenzó analizando la presencia de fósiles de bivalvos, algas rojas y briozoos -pequeños animales marinos- en el conjunto dolménico. Luego, cartografió el entorno de Antequera, analizando sus materiales geológicos. Más tarde, realizó una secuencia estratigráfica para conocer los estratos del subsuelo. “Tras esa labor, sabía lo que tenía que buscar y dónde podría encontrarlo. Lo último fue echarme al campo”, subraya el científico mientras asciende, ágil, por un empinado sendero a las afueras de Antequera.

El trabajo de campo le ha llevado más de dos años. Lo ha realizado junto a Leonardo García Sanjuán, catedrático de Prehistoria de la Universidad de Sevilla, que lideró el trabajo que sirvió para hallar, el año pasado, un cuarto dolmen funerario en Antequera. Han hallado tres localizaciones que reúnen las características de las rocas del monumento megalítico. La primera, en el cerro de la Cruz, a unos 700 metros de distancia. La segunda, en el barrio de Los Remedios, a un paso del dolmen. El tercero, en el cerro de El Hacho, a más de dos kilómetros. Es donde los científicos sitúan la cantera prehistórica: es el único espacio donde las fracturas tectónicas están lo suficientemente separadas para obtener una roca del tamaño de la cobija cinco.

El geólogo José Antonio Lozano, en la zona donde se ubica la cantera prehistórica.
El geólogo José Antonio Lozano, en la zona donde se ubica la cantera prehistórica. Garcia-Santos (El Pais)

La zona, con piedra arenisca del tortoniense superior, estaba hace siete millones de años bajo el mar. Ahí se acumularon esqueletos y conchas de millones de seres marinos. Hoy es un material firme, pero blando, que aflora junto a un pequeño pinar que los investigadores recorren con herramientas y brújulas. Casi seis mil años antes que ellos, los pobladores neolíticos recortaron ahí una piedra de seis metros de ancho, ocho de largo y dos de grosor y la trasladaron a más de dos kilómetros de distancia. No lo hicieron en línea recta. Los especialistas creen que se construyó una pista de entre el 10 y el 15% de pendiente constante hasta su destino. “Hacia arriba era imposible moverla y con más inclinación, sería incontrolable”, dice García Sanjuán. Los indicios dicen que usaron troncos a modo de raíles, otros instalados de manera perpendicular para permitir el rodamiento y algunos más fijados a la roca para reducir el rozamiento. “Es un planteamiento de ingenio, no de fuerza bruta”, subraya Lozano.

Conocer el origen de esta roca ayuda a comprender el comportamiento de los primeros poblados de la zona. “Y, entre otras muchas cuestiones, comprender que quienes construyeron el dolmen de Menga tenían conocimientos de matemáticas, física y astronomía”, apunta el geólogo mientras desciende el sendero junto a la cantera prehistórica, que más tarde usaron los romanos. Los constructores de Menga sabían lo que buscaban: es el mismo material que se usó, por ejemplo, en los dólmenes de Valencina de la Concepción, en Sevilla, también analizados por un equipo del que forman parte Antonio Álvarez, geólogo de la Universidad de Salamanca, Francisco Jiménez, del Instituto Andaluz de Ciencias de la Tierra y Francisco Martínez, doctor en Prehistoria de la Universidad de Alcalá de Henares.

Nadie sabe cuántos años duró la construcción de esta cámara funeraria. Tampoco cuánto se tardó en trasladar el gran trozo de piedra hasta su ubicación final. Pero los especialistas creen que es el resultado de una gran planificación -tanto en la elección del material más adecuado, de mayor calidad y con el tamaño deseado, así como la organización del transporte- y de la colaboración de numerosas personas procedentes de todo el entorno, una especie de romería destinada a construir algo único. El entorno de Antequera cuenta además con canteras de sílex, un gran manantial de agua bajo el Torcal, sal en la laguna de Fuente de Piedra y ya entonces era un cruce de caminos. “La suma de todos esos factores permite la eclosión de esta monumentalidad única”, sostienen los expertos, que destacan que la Peña de los Enamorados tenía también una importancia como referencia en esa centralidad geográfica. Es justo hacia donde está orientado el dolmen de Menga, una rareza en las construcciones megalíticas que impulsaron su declaración como Patrimonio Mundial.

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