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IDEAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esa chica llamada Jo March

'Mujercitas', la novela de Louisa May Alcott, cumple 150 años este otoño. La cantante Patti Smith rinde homenaje a una obra que ha marcado a sucesivas generaciones de mujeres

Fotograma de la adaptación de 'Mujercitas' (1949), dirigida por Mervyn LeRoy.
Fotograma de la adaptación de 'Mujercitas' (1949), dirigida por Mervyn LeRoy.

Ningún libro me sirvió mejor como guía, cuando empecé a recorrer mi camino de juventud, que Mujercitas, la novela más querida de cuantas escribió Louise May Alcott. Yo era una soñadora flacucha de solo 10 años. La vida ya empezaba a plantear retos para un chicazo torpe que crecía en los cincuenta, una década que marcaba fuertes diferencias y roles entre los sexos. Con una absoluta falta de interés por las actividades que se supone que me correspondían, me iba en mi bicicleta azul a un lugar solitario en medio del bosque a leer, a menudo, una y otra vez, los libros que había sacado de la biblioteca. Era difícil verme sin un libro en las manos, y sacrificaba horas de sueño y de juego para entrar a fondo en cada uno de esos mundos únicos.

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Muchos libros maravillosos cautivaron mi imaginación, pero algo extraordinario ocurrió con Mujercitas. Me reconocí como en un espejo en aquella chica larguirucha y testaruda que corría, se desgarraba las faldas trepando a los árboles, tenía un habla común y corriente y criticaba las pretensiones sociales. Una chica a la que se podía encontrar recostada contra un gran roble con un libro o en su mesa del ático inclinada sobre un manuscrito. Era Josephine March. Incluso su nombre respiraba libertad, una chica llamada Jo. Louisa May Alcott se había envuelto en su gloriosa capa, había trabajado en su propio escritorio y había creado un nuevo tipo de heroína. Una chica estadounidense del siglo XIX obstinadamente moderna. Una chica que escribía. Como innumerables jóvenes antes que yo, encontré un modelo en alguien que no se parecía a los demás, que poseía un alma revolucionaria y que también tenía sentido de la responsabilidad. Su dedicación al oficio me ofreció la primera ventana desde la que observar el trabajo de un escritor, y me inundó el deseo de asumir como propia esa vocación. Sus tropiezos, entre cómicos y audaces, eran envidiables y me daban permiso para cometer yo los míos.

Situada en Nueva Inglaterra a mediados del siglo XIX, en plena guerra de Secesión, Mujercitas no es una epopeya arrolladora. Por el contrario, nos lleva a la atmósfera viva, combativa y cálida del cuarto de estar de la familia March. Allí nos presenta a las cuatro jóvenes hermanas, cada una con su curiosa personalidad, que desarrollan su propia energía. Descubrimos sus sueños y decepciones, sus peleas y su imaginación, el mundo que las rodea y en el que aprenden a moverse. Cada una luchando con lo suyo, pero conscientes de las expectativas que hay depositadas en ellas.

La familia March es gente refinada pero pobre, por debajo de la clase media, que pasa ciertas privaciones y es objeto de burlas por no llevar la vestimenta apropiada. En las primeras páginas, las cuatro niñas están acurrucadas en torno al fuego, lamentándose de pasar las Navidades solas, sin regalos bajo el árbol, con su padre en la guerra y su bondadosa madre ayudando a los pobres. Sin embargo, a falta de las comodidades que desean, siguen el ejemplo de su madre, y se privan aún más, donando lo poco que tienen a sus vecinos más desafortunados. Jo escribe relatos góticos, a penique la palabra, para ganar algo de dinero para la familia. Vende, para horror de todas, lo único de lo que presumía —su larga cabellera castaña— para ayudar a recaudar fondos para la guerra. ­Beth, terriblemente tímida, sale haga el tiempo que haga, en detrimento de su frágil salud, para atender a los hijos enfermos de otros más pobres que ellas. La mayor, la bella y controladora Meg, lucha contra su obsesivo deseo de tener cosas buenas y una mejor posición social. Pero, al mismo tiempo, es el centro estable, preocupado y moral de sus hermanas. Y la más pequeña, la artística y algo egocéntrica Amy, se convierte en una joven elegante y avanzada.

Como innumerables jóvenes antes que yo, encontré un modelo en alguien que no se parecía a los demás, que poseía un alma revolucionaria

Louisa May Alcott se inspiró vagamente en su propia familia para escribir Mujercitas. Como Jo, en quien es fácil ver a la autora, Al­cott era la segunda de cuatro hermanas. Su madre, que ponía el deber y la caridad por delante de todo, fue el modelo para la señora March. Su padre, idealista, enérgico y progresista, no aparece en la obra. Tal vez para evitar tener que hablar de su terrible inutilidad a la hora de cubrir las necesidades de la familia. Los Alcott se mudaron de casa unas 30 veces hasta que se establecieron en una granja en ruinas en Concord, Massachu­setts, la cuna del trascendentalismo. Ralph Waldo Emerson organizó la compra del terreno, rodeado de un frutal de manzanos. Henry David Thoreau ayudó al padre a reparar la casa. Alcott creció en un torbellino de conversaciones de algunas de las mentes más abiertas de su época: Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman. A orillas del estanque de Walden, Thoreau colaboró con su padre en su educación, respondiendo a la batería de preguntas que ardían en la mente de la impetuosa niña.

Su infancia puede parecer que tiene un eco idílico, al crecer en un hogar inspirador, recibir una educación liberal y poder moverse con soltura entre los grandes pensadores del siglo XIX. Pero la realidad cotidiana era muy dura; la familia dormía en una casa que no tenía casi nada para calentarla en invierno, en colchones de paja sobre el suelo y, a menudo, sin nada que llevar a la mesa para cenar.

Alcott se propuso encontrar una manera de mantener a su familia, sacarla de la pobreza, igual que Jo pelea para mantener a la suya. Una promesa que yo también me hice, consciente de los apuros de mi propia familia en la posguerra.

Louisa deseaba e insistió en tener una habitación propia, y su padre le construyó un escritorio ovalado, con un tintero, que colocó entre dos ventanas. Ahí escribió sus primeros intentos de novelas pulp bajo el seudónimo de A. M. Barnard y pudo ganar el pan para toda la familia. Igual que Walt Whitman, se había jugado la vida como enfermera voluntaria durante la guerra de Secesión y había publicado Hospital Sketches (Escenas de hospital), texto que obtuvo una excelente acogida. Pero fue Mujercitas el que le dio, casi instantáneamente, un éxito en el ámbito nacional, seguridad económica y una legión de devotos lectores.

Alcott creció en un torbellino de conversaciones de algunas de las mentes más abiertas de su época: Emerson, Thoreau, Hawthorne y Whitman

El éxito de Mujercitas allanó el camino que se había fijado para el resto de su vida. Alcott se negó a casarse y a aceptar las convenciones sociales de su época. Escribió y viajó mucho por Europa. Como su personaje Jo, dio con su propio método para seguir su vocación creativa y, al mismo tiempo, prestar atención a asuntos domésticos cruciales, y siempre fue la que mantuvo a su familia y se responsabilizó de sus necesidades. Y, como Jo, en su trabajo, logró transmitir el gozo de su imaginación salvaje, sus desesperados anhelos y la tragedia de la pérdida. A través de las chicas March conocí la pobreza extrema y el coste de la guerra. Aprendí con Jo que el arte no es fruto solo de los sueños, sino también de la disciplina, de la entrega constante y confiada y la voluntad de aceptar las críticas certeras y aprender de ellas. Jo, como su autora, estaba siempre escribiendo y ensuciando el suelo con sus intentos fallidos, hasta que se despojó de todas esas capas y conectó con el centro de su expresión personal.

Tocada por la necesidad en la infancia, aprendí a mirar más allá, a otros menos afortunados. Tocada por la muerte de una amiga de niña, encontré el ejemplo de cómo asumir la pérdida de un ser querido. Cuando Beth cae gravemente enferma, suplica a la inconsolable Jo que no se aflija demasiado por ella. Decidida a estar a la altura del estoico valor de Beth, Jo encuentra las palabras necesarias para tranquilizar y confortar a su dulce hermana favorita. Unas palabras que me han acompañado siempre.

Más que nadie en el mundo, ­Beth, pensaba que no podía dejarte marchar, pero estoy aprendiendo a sentir que no te voy a perder, que estarás conmigo más que nunca, y que la muerte no podrá separarnos, aunque lo parezca”.

Hay momentos en la literatura en los que nace un nuevo personaje, uno que está en la cima con otros, emblemáticos de una época, o que se adelantan a ella. Han existido muchos personajes llenos de vida antes de Jo March, pero ninguno como ella, que escribe y siempre es fiel a sí misma. Crear el personaje de Jo en una época en la que las mujeres aún no podían votar fue un paso decisivo. Era una activista que predicaba con el ejemplo. Y desde la distancia tendiendo una mano de hermana, ella siempre ha estado ahí para recibir y saludar a chicas inconformistas como yo, con un meneo de su melena recortada y un guiño juguetón para decirnos que la sigamos. Para guiarnos, darnos aliento, plantar su huella en un camino que ella nos invita a seguir.

Uno puede imaginar a Louisa sentada en el escritorio construido por su padre, ante el arco blanco de la media luna, inventando situaciones nuevas para inspirarse y azuzar a sus lectores. Pero ninguna de sus obras tendría tanto eco como Mujercitas, un manual básico de la evolución y valor de la conciencia. La crónica de cuatro chicas inolvidables, cada una ofreciendo algo propio. Y Jo March, como su creadora, la comprensión del sacrificio, también como responsabilidad hacia una misma y hacia el propio arte. Louisa May Alcott infundió vida, risas y una esperanza y empeño infatigables a las hermanas March y, por tanto, a todas las mujercitas de su tiempo y del que estaba por llegar.

Patti Smith es cantante, poeta, artista y autora, entre otros libros, de Devoción (Lumen). Este texto es el prólogo a la edición de Mujercitas publicada por Penguin Classics, Penguin Random House, LLC. © 2018 Patti Smith.

Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.

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