Yo por dentro
La cantante Patti Smith escribe sobre el último libro que publicó Sam Shepard antes de morir en julio del año pasado y que ahora se publica en español
Había cuatro caballos pastando al otro lado de la cerca y mariposas negras que aterrizaban sobre las peras caídas. Ya se sentía la proximidad del otoño, una dorada tarde de Kentucky. Sam estaba mirando por la ventana. Yo, sentada a la mesa, leía su manuscrito.
Al alzar la mirada hacia él, me asaltó la idea de que todo lo que sabía de Sam, y él de mí, lo llevábamos todavía dentro. Pensé en una fotografía de nosotros dos en Nueva York, pasando por delante de un fotomatón en la calle Veintitrés, hará unos 40 años. Nos la sacaron por detrás, pero éramos nosotros, sin la menor duda, a punto de emprender caminos separados que con toda seguridad volverían a cruzarse.
El manuscrito que tengo delante es una brújula oscura. Todos los puntos proceden de su norte magnético: el paisaje interior del narrador. Sin poder apartar la vista del texto, leí toda la tarde, navegando por un mosaico de conversaciones resonantes, perspectivas alteradas, una memoria lúcida e impresiones alucinatorias.
El narrador despierta en medio de una cruda metamorfosis. Las coordenadas están revueltas, pero la mano es conocida. Sam ha sido actor durante casi toda su vida adulta, lo que le faculta para una especie de viaje que no necesita pasaporte, solo un camión, un guion y sus perros rastreando la nostalgia.
“Los olores a donuts, vapor, gofres y café se desparramaban a través del patio destartalado y llegaban al vasto desierto oscuro. Unos hombres acarreaban en silencio por la grava pesadas cajas enormes sobre ruedas de hierro. De vez en cuando, una de las figuras asentía con la cabeza o emitía un gemido, pero el mundo permanecía enigmático, amortajado, inexpresable”.
Tiene sueños con su padre, el hombre diminuto que no lo era tanto. Describe los pormenores de esos sueños recurrentes con una hilaridad inquietante que recuerda los mangas japoneses. Intenta huir corriendo, despegarse de su padre y todas sus indiscreciones, pero está condenado a repetirlas. Fotogramas del tiempo: los rostros de mujeres mezclados unos con otros. Felicity, la joven amante de su padre, y la madre bocazas de Felicity con un abrigo rosa. La excesivamente joven, ambiciosa y esquiva chica Chantajista. Su esposa durante 30 años que se aleja. Van y vienen y vuelven. Al cabo de un rato empiezas a conocerlos, sus imágenes enrevesadamente compuestas a base de prosa rápida, abundantes pinceladas de poesía, monólogos y diálogo. El lenguaje visceral de parpadeantes filmaciones caseras.
Ama a su mujer pero no congenian. Le seduce la Chantajista, que tiene algo de él mismo, probando y sopesando reacciones. Al remontarse en el tiempo topa con su yo juvenil, ingenuamente entrelazado con la Felicity del padre, un personaje trágico que duda entre la inocencia y el deseo, tironeado como una gominola.
“Abrió la boca y vi que se escapaban de ella animales diminutos, animales atrapados dentro durante todo aquel rato. Salían como si algo fuese a capturarlos y encarcelarlos de nuevo. Notaba que aterrizaban en mi cara y reptaban por mi pelo buscando un escondrijo. Cada vez que ella gritaba, los bichitos brotaban en nubecillas como mosquitos minúsculos: dragoncillos, peces voladores, caballos sin cabeza...”.
Toda su vida le han cautivado, confundido y divertido las mujeres, le han atraído pero obligado a evitarlas. Pero al final no se trata tanto de las mujeres como del alma cambiante del narrador. Recorremos las espirales de su mente prismática, su corazón cansado, no a través de la confesión, sino de una sinceridad poderosa, una fascinación por la indiferencia. Lo cierto es que quizá esté cambiando pero sigue siendo el mismo, el chico que corre, el adolescente emancipado, el hombre colérico al que traicionan los músculos.
Es un solitario que no quiere estar solo, forcejeando con los íncubos, una ondulación de aguas nocturnas, la náusea de noches interminables. Hay momentos perturbadores de presciencia en los que intuye una fragmentación futura, un estoico abrirse paso a patadas entre los añicos. Se conformará con seguir viviendo hasta que muera. No se trata de que se retrate con una luz favorable o adversa. La cuestión es sacar las cosas, alisar los bordes curvos.
Dejo el manuscrito. Es él, algo parecido a él, no es él en absoluto. Es una existencia que intenta aflorar, dar sentido a las cosas. Una tenia solitaria que se desliza desde el estómago hasta la boca y repta por las sábanas, derecha hacia el desolado infinito.
“Ahora estás viajando. Tu futuro está congelado. Rápidamente te ves arrojado desde el desconocido espacio en blanco al nítido mundo”.
Advierto que la luz ha cambiado, un relumbre crepuscular que enseguida nos adentra en la noche.
Me levanto para examinar una imagen ligeramente torcida que Sam ha clavado con una chincheta en un hueco encima del fregadero de la cocina. Una chamánA loca con un radiocasete.
—¿Dónde la sacaron?
—En alguna parte del desierto de Sonora.
–¿Es real?
Quizá, dice, pero de todos modos quién sabe lo que es real.
La realidad está sobrevalorada. Lo que perdura son las palabras garabateadas sobre un panorama que se despliega, vestigios de fotogramas polvorientos que se desprenden de la memoria, una elegía de voces fenecidas que transitan por la llanura americana. Yo por dentro es un atlas coalescente, marcado por los tacones de las botas de alguien que instintivamente vagabundea, con los ojos abiertos, por sus extensiones de caminos sobrenaturales.
Babelia
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