No existió, pero fue un fracaso
La Transición es un género literario cuyos detractores van a remolque de sus defensores


“La cultura española no recuerda, pero anda loca por conmemorar”, dice Sánchez Ferlosio en un artículo de 1980 muy apropiado para cualquier diciembre. A veces, sin embargo, también se hace memoria. Este año, por ejemplo, se recordó que hace cuatro décadas hubo elecciones democráticas por primera vez desde 1936. Dada la trascendencia del 77, era previsible que se sucedieran los libros sobre aquel tiempo y así ha sido. Si por el lado de la historiografía, digamos, ortodoxa destaca Transición (Galaxia Gutenberg), de Santos Juliá, por el de la, digamos, heterodoxa ese papel señero podría haberlo cumplido Culpables por la literatura (Akal), de Germán Labrador, un volumen que algunos lectores recibimos con un “¡Por fin el gran libro contra la cultura de la Transición!” No lo es.
Buceando en el arco temporal que va de 1968 (la playa bajo los adoquines) a 1986 (la OTAN bajo la playa), la obra despliega un minucioso repaso a la “imaginación política” y la “contracultura” de esos años. El problema no es lo que el libro tiene de historia sino lo que tiene de ensayo, no los hechos narrados sino la tesis a la que sirven. Junto a buenos análisis de Crematorio, de Chirbes, o El desencanto, de Chávarri, sus 600 páginas están atravesadas por una constante que busca compensar su título: culpables por la literatura, inocentes por la biografía. Paradójicamente, los nombres que rescata Labrador son a veces un cortocircuito para el uso que él mismo hace de esos nombres. Aunque no pretende, dice, idealizar el malditismo, su modélica interpretación del ‘underground’ termina resultando tan ‘conmemorativa’ como la que llevó al Palau de la Virreina a consagrar una exposición a Ocaña o a la canónica colección Letras Hispánicas de Cátedra a acoger en su catálogo a Leopoldo María Panero con poco más de 40 años. Si Labrador acierta con el qué, no convence con el porqué. Y peca, por ejemplo, de ingenuo al valorar a los novísimos por sus poéticas (la teoría) y no por sus poemas (la práctica), lo que le lleva a forzar la lectura antagonista de un libro tan clásico, en el mejor sentido, como Truenos y flautas en un templo, de Antonio Colinas. La loable inclusión de la música junto al cine y la literatura produce además desequilibrios como pasar de un atinado análisis del rock andaluz a considerar “Nocilla, ¡qué merendilla!”, de Siniestro Total, como el gran poema punk de la Transición o “Cadillac solitario”, de Loquillo, como la quintaesencia de todas las renuncias de un tiempo del que puede decirse lo mismo que de la Movida: no existió, pero fue un fracaso.
Santos Juliá, que aparece en Culpables por la literatura como parte de una generación que da “lecciones” sobre lo bien que se hicieron las cosas, recuerda en su propio libro algo que tal vez sorprenda a Labrador: “El relato de transición igual a continuación del franquismo por otros medios” está ya en las “tribunas de EL PAÍS cuando echa a andar la primera legislatura de la democracia”. Y lo demuestra. La lista de los heterodoxos no deja de crecer.
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