Ícaros de la transición
Todo superviviente es sospechoso: de no haber vivido suficiente, de adaptarse, de acomodarse, de ser más fuerte, de traicionarse. También de olvidar. El ensayo de Germán Labrador Méndez Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986) (Akal) pretende subsanar esta última e imperdonable falta. A punto de convertirse en uno de esos análisis que está en boca de todos, el vasto volumen (¡666 páginas!) da en la diana de una conversación que no es nueva, pero que quizá sí necesitaba una voz diferente.
El libro rastrea en un despiste histórico: el manifiesto ostracismo a un sector de la ciudadanía española de los años sesenta y setenta que luchó por la libertad desde la barricadas de la imaginación y, en nombre de la modernidad, se inmoló. Concretamente, cierta juventud (hippies, freaks, quinquis…) que en su eclosión utópica y contracultural, cargada de poesía y de activismo experimental, se acabó cortando las venas para sacar el franquismo también de su propio cuerpo, provocando algunas de las heridas más irreparables de la transición.
‘Hippies’, ‘freaks’ o quinquis en su eclosión utópica y contracultural se cortaron las venas para sacar el franquismo de su propio cuerpo
Fantasías de un mundo mejor a las que solo les esperaba represión, incomprensión y finalmente marginalidad. El estigma de las drogas o el del pasotismo. Cárceles, psiquiátricos, sida… el artista underground que dibuja Culpables por la literatura acaba en un callejón sin salida y ahí se emplea a fondo en su autodestrucción. A los clásicos del malditismo patrio (Panero, Haro Ibars, Maragall-Malvido, Ocaña, Zulueta) se incorporan nombres menos manidos (Valentín Zapatero, Aníbal Núñez, Antonio Blanco, Pepe Sales, Eduardo Hervás, Antonio Maenza). Germán Labrador divide su texto en tres quintas –antifranquistas sesentayochistas, jóvenes transicionales y jóvenes de la Movida– y ahí pesca a sus quijotes, ícaros y narcisos.
Al libro le afearán no hacer más leña del árbol caído (la transición oficial); apoyarse en algunas voces de la izquierda mainstream (Chirbes, Vázquez Montalbán, Haro Tecglen), y quizá que el pulso de su ensayo radica en una visión melancólica de aquel naufragio. Por encima de todo, planea un duro reproche: con su olvido los supervivientes “blindan su trayectoria, haciendo desaparecer a quienes pueden recordarles sobre qué traiciones se construye la nueva legitimidad”.
Un imaginario en el que caben igual el cómic y la novela; las Coplas retrógradas, de Chicho Sánchez Ferlosio y Rosa Jiménez; los “hijos del agobio y del dolor” de Triana; una lectura (la mejor que he leído hasta le fecha) de Después de tantos años, la película con la Ricardo Franco retomó en los noventa el desencanto de los hermanos Panero y, de paso, la de su propia generación, o la profunda revolución “política” que supuso La leyenda del tiempo de Camarón.
En un editorial publicado en 1979 en la revista La bicicleta ya se vislumbra la deriva del sueño: “La derrota más triste, la que se sufre ante nadie, porque nadie nos ha vencido”, decía. A la caza de los motivos de ese fracaso, Germán Labrador incluso se fija en una película infantil que ilustra su idea del “ángel de la democracia”. Tobi (1978), de Antonio Mercero, fábula sobre un niño (el sonrosado querubín Lolo García) al que le salen unas milagrosas alas, funciona como alegoría “de la importancia y fragilidad de los hijos de la democracia”. Un insospechado ataque frontal a la sociedad de la transición, incapaz de entender la “radical diferencia” de sus hijos. Alucinados niños obstinados en un vuelo imposible.
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