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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Claves para un contubernio

Todos sabemos que la democracia que nos gobierna ha sido edificada sobre la losa que sepulta nuestra memoria colectiva. Esta realidad fundante tiene dos lecturas. La primera, a mi juicio la más endeble, apunta a la discontinuidad de los partidos de la izquierda en relación con su pasado inmediato, que en el caso del PSOE se concretaría en la ruptura que representa el congreso de Suresnes, con la defenestración de Rodolfo Llopis y sus amigos y la subida al poder del grupo vasco-andaluz, y, en el caso del PCE, tendría que ver con la incapacidad de su equipo dirigente para ofrecer una reflexión autocrítica que diera cuenta pública del proceso que le llevó desde el estalinismo al eurocomunismo.La segunda lectura se refiere al pacto de silencio histórico suscrito por las fuerzas de la izquierda con los protagonistas del 15 de junio de 1977, como precio de su entrada en el club de la reforma, de su legalización política y de su legitimación social en la nueva democracia. Sin él, era, obviamente, imposible pasar de la calle de Alcatá al palacio de la Moncloa.

Falta de sus soportes propios, la historia de la resistencia democrática española ha quedado a merced de los humores de unos, de la rapiña de otros, de la ignorancia y de la indiferencia de los más. Y así, mientras algunos desencantados demócratas de la burguesía que participaron en aquella lucha han evocado, en alguna ocasión, en este mismo periódico, su pasado político como un acontecer hermoso e inútil y han reducido su relevancia al aura nostálgica de sus recuerdos personales, los franquistas y sus herederos han entrado a saco en el patrimonio que combatieron y han reivindicado para sí y para sus significaciones ideológicas un pasado del que fueron, más que enemigos, verdugos.

La reunión de Munich de 1962 no ha escapado a esta práctica expoliadora, y con su botín se han edificado brillantes carreras políticas y se han inventado gloriosos pasados democráticos. Hora es de comenzar a hacer su historia. Aunque sea en quinientas palabras. El momento inicial del proyecto data de un encuentro entre Enrique Gironella y el autor de este artículo, en octubre de 1957, en la sede de la Gauche Europeenne en París, de la que el primero era secretario general, y en la que Gironella, a quien hay que atribuir con plenitud la iniciativa, planteó la necesidad y la urgencia de hacer de la integración de España a Europa el caballo de batalla de la oposición democrática española. Ello exigía presentar unidas a las fuerzas históricamente democráticas, identificadas con la República y vencidas en la guerra civil, cada vez más inermes en el exilio, pero que contaban con la legitimidad institucional y con la solidaridad de las democracias occidentales, y a la nueva oposicion del interior, representante potencial de los grupos de la derecha, que, quince años más tarde, recibiría el nombre de civilizada, y que eran el símbolo de la España real. El acercamiento debía ser progresivo y por fases, y el planteamiento grupal, y metapartidista, lo que hacía que sus cauces más adecuados fueran, para los primeros, el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, en París, y, para los segundos, la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE), en Madrid.

Las alergias y desconfianzas de unos y otros, muy explicables entonces, y la eficacia represiva del franquismo, reclamaron cinco años de esfuerzos e intentos -que alguno de sus protagonistas habría de historiar un día con minuciosidad- para su culminación. El AECE, de acuerdo con el Secretariado Internacional del Movimiento Europeo, organizó, en 1960, la Primera Semana Europeísta, en Palma de Mallorca, que después de haber sido autorizada por la Dirección General de Política Interior, fue prohibida, directa y personalmente, por teléfono, por el ministro de la Gobernación. En 1961, el Consejo Federal Español, en contacto con el AECE, intentó montar una reunion europeísta en Estrasburgo, bajo el patrocinio del Consejo de Europa, que las presiones diplomáticas del Gobierno español consiguieron, a última hora, impedir.

Finalmente, en el marco del VI Congreso Internacional del Movimiento Europeo, y gracias a la tenacidad y al entusiasmo de varios hombres, entre ellos Enrique Gironella, Robert van Schandel y Fernando Alvarez de Miranda, tuvo lugar el primer encuentro entre las dos oposiciones. Ciento dieciocho españoles, de los cuales 38 venían del exilio y ochenta del interior, discutieron durante los días 5 y 6 de junio de 1962, en el hotel Regina, de Munich, sobre las condiciones indispensables para la incorporación de España a Europa y votaron por unanimidad el texto de la resolución, que habría de someterse, dos días después, al Movimiento Europeo.

Pero más allá de ese texto, y como dijo Madariaga, se acababa con él la guerra civil, y la reconciliación simbólica de los dos bandos, de las dos Españas, la de dentro y la de fuera, la de arriba y la de abajo, ponía, de nuevo, en marcha la democracia española. A partir de ahí, ya tenía Europa un interlocutor válido. Fueron, por ello, inútiles las gestiones de la dictadura, a través de los marqueses de Valdegiesias y de Casa Miranda, para que la mesa de la asamblea rechazase la moción española. Al contrario, el 8 de junio, los delegados de la asamblea general aprobaron, p or a clamación, la resolución de los españoles, y al térmiro de las intervenciones de Madariaga y Gil-Robles, tributaron, puestos en pie, una larga ovación a la delegación española.

La reacción del general Franco no se hizo esperar. Se suspendió el artículo 14 del Fuero de los Españoles durante dos años, se obligó a los participantes a escoger entre el exilio o el destierro, se promovieron en modas las provincias españolas manifestaciones de adhesión al dictador, el ministro Arias Salgado, con el lema «el contubernio de la traición», organizó contra aquellos europeístas una de las más siniestras campañas de Prensa de todo el franquismo, y el jefe del Estado, que desde el balcón de mi pueblo, escuchó complacido cómo se pedía la horca para los de Munich, cambió su Gobierno, menos de un mes después, para ponerlo un poco más al aire de Europa.

Frente político de la España real

¿Fue excesiva la reacción de Franco? A mi juicio, no, porque su instinto político te hizo ver que la hipótesis de Munich, que fuego reprodujimos en la Junta Democrática, era la única que podía poner fin, pacíficamente, a su régimen. Pues Munich no fue, por mucho que se empeñen hoy algunos retribuidos cronistas, patrimonio de cierta democracia cristiana.

Munich fue, en su intención última, ocasión de presentar a Europa un frente político de la España real, en el que todos estuvieran representados: las fuerzas del capital y las del trabajo, la derecha y la izquierda, los vencedores y los vencidos.

Si Félix Valls Taberner, Florentino Pérez Embid, Rafael Termes Ardevol, hubieran venido a Munich como me prometió a finales de mayo de 1962 Luis Valls Taberner, entonces vicepresidente del Banco Popular, y si hubiera cabido convencer a Gil Robles, Dionisio Ridruejo, Joaquín Satrústegui y al mismo Gironella para que se ínvitase al PCE, hubiésemos tenido la Junta Democrática con doce años de anticipación.

Con todo, e incluso si prescindimos, por una vez, de los democristianos, la delegación del interior, desde Ignacio Fernández de Castro a Joaquín Satrústegui, o desde Vicent Ventura a Rafael Pérez Escolar, pasando por Jorge Prat Ballester, Vicente Piniés, Rafael Tasis, Jaime Miralles, Jesús Prados Arrarte, Félix Millet, Isidro Infante, Manuel Riera, José Suárez Careño, María Manent, Pablo Martí Zaro, Enrique Ruiz García, Antonio García López, Fernando Baeza, Dionisio Ridruejo, etcétera, representaba matices bastantes diversos de la realidad social y política de aquella España.

Pero no exageremos la eficacia política de aquella representación -como de toda representación derivada de la violencia de lo representado, de las exigencias del contexto en el que se producía, de la potencia de las fuerzas que la expresaban. Si España no hubiera tomado el rumbo de la homologación económica y social con los países capitalistas de Occidente; si la economía española no hubiese iniciado ya se irreversible proceso de mundialización; si el Gobierno español no hubiese solicitado, cuatro meses antes, la apertura de negociaciones con la CEE; si las huelgas de febrero en Vasconia, de Bilbao; Materiales y Construcciones, de Valencia; Empresa Nacional Bazán, de Cartagena; si las huelgas de abril y mayo en las minas de Asturias, León, Cataluña, Euskadi y Madrid, que movilizaron a más de 300.000 obreros y duraron más de dos meses, no hubieran tenido lugar, la reunión de Munich se hubiera, seguramente, reducido a una declaración más.

Por el contrario, desde aquellas condiciones y desde estas acciones, adquiría una inquietante capacidad de sustitución. Por eso Franco tuvo que negociar con los de Munich. A su manera, claro. Dicen que Munich ha hecho algún ministro. En cualquier caso, Fraga Iribarne, López Bravo,y Romeo Gorría, nuevos miembros del Gobierno que suscitó, fueron los primeros.

Por eso hay que insistir en que si la oposición democrática no acabó con el general Franco fue, sin embargo, el instrumento privilegiado de la concienciación colectiva, de las movilizaciones populares, de la transformación del país, de la lenta modificación del régimen combatido. Pero su acción no puede entenderse al hilo de unos pocos momentos culminantes, de unos cuantos nombres, por eminentes que sean, sino a caballo del progresivo renacer de un pueblo, a la luz de una práctica común y cotidiana de resistencia y trabajo, de solidaridad y de lucha. En junio de 1962 hubo, sí, un contubernio: entre Munich y Asturias. Desde entonces, la democracia fue uno de los destinos posibles en España.

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