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La Transición permanente

Santos Juliá analiza en su último libro las huellas de un periodo sin fin que, lejos de ser historia, se ha enquistado como artefacto arrojadizo del debate político

Simpatizantes socialistas celebran en Madrid la victoria electoral de 1982.
Simpatizantes socialistas celebran en Madrid la victoria electoral de 1982.jacques pavlosvky (sygma/getty)

La Transición se ha convertido desde hace 80 años en un término polisémico de la política española. Santos Juliá ha rastreado las huellas de este tránsito sin fin, que discurre desde las primeras gestiones de Azaña por una mediación internacional que pusiera término a la catástrofe de la Guerra Civil hasta nuestros días, en que, lejos de haber entrado en el armario de la historia, se ha enquistado como artefacto arrojadizo del debate político.

Juliá dedica medio libro a describir las iniciativas que desde la rebelión militar hasta la muerte de Franco en la cama trataron sin éxito de abreviar primero la guerra y después la dictadura. La Transición se fiaba a una mediación externa. Azaña nunca logró entender que los artífices de la no intervención, Gran Bretaña y Francia, permanecieran pasivos ante la presencia de tropas nazis y fascistas en España.

En su último discurso, pronunciado en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, Azaña invoca “el mensaje de la patria eterna a sus hijos: paz, piedad, perdón”. Pero su propio Gobierno rechaza cualquier mediación, porque legitimaría a los facciosos, y en la trinchera de enfrente Franco solo acepta la rendición incondicional, puesto que “los criminales y sus víctimas no pueden vivir juntos”. Chaves Nogales escribe: “El clamor es unánime en ambas partes; no a la mediación, guerra hasta el final”.

Santos Juliá rechaza que la sociedad española de 1976 estuviera dominada por el miedo y la aversión al riesgo

La esperanza en que la derrota de Hitler llevara aparejado el derrocamiento de Franco se desvanece muy pronto. En 1946 Estados Unidos, Reino Unido y Francia firman una nota conjunta en la que excluyen una intervención y se limitan a una condena retórica del franquismo y una advertencia de aislamiento que jamás se cumplirá. Queda claro que poner fin a la dictadura es cuestión de los españoles.

Desde 1946 a 1975 Juliá registra cientos de iniciativas de republicanos y socialistas, con presencia muy activa de nacionalistas catalanes y vascos, la incorporación posterior de exfalangistas reconvertidos, monárquicos frustrados y democristianos de diverso cuño. Mientras tanto, el PCE purga sin piedad a sus dirigentes del interior y teje una activa red de militantes siguiendo los consejos de Stalin, que en una audiencia a Ibarruri y Carrillo les había recomendado paciencia y la infiltración (“entrismo”) en las instituciones del régimen.

La primera movilización antifranquista de fuste se produce en febrero de 1956 en la Universidad de Madrid, donde convergen hijos de los vencedores de la guerra. Poco después el PCE elabora su estrategia de concordia nacional, que plantea una amnistía para los dos bandos como paso previo a la democracia. Pero el aislamiento político de los comunistas no se romperá hasta noviembre de 1975, con Franco agonizante, cuando firma con todos los partidos de oposición un llamamiento “a los pueblos de España”.

Santos Juliá rechaza que la sociedad española de 1976 estuviera dominada por el miedo y la aversión al riesgo. Sostiene que era una sociedad en movimiento, muy visible en calles y espacios públicos para exigir “amnistía, libertad y estatutos de autonomía”. “No fue”, concluye, “una masa inerte y despolitizada, pasiva o amorfa, dejando que a sus espaldas unas élites desaprensivas pactaran el futuro”.

La crítica actual sobre la Transición no difiere gran cosa de la que se hacía entonces. Cebrián calificaba la permanencia de UCD en el Gobierno como un triunfo de la derecha, “la verdadera heredera del poder de Franco”. Vidal Beneyto describía la Transición como “una ablación de la memoria”. Sostiene Juliá que EL PAÍS fue “el principal artífice del relato de la Transición como desencanto”. Raymond Carr, coautor de la primera historia de la Transición con Juan Pablo Fusi, llamó la atención sobre los riesgos de dejarse arrastrar por “una falsa concepción de la democracia y de lo que ésta es capaz de conseguir”.

El fallido golpe de Estado de 1981 borró el desencanto y el triunfo del PSOE por mayoría absoluta tendría un efecto decisivo en la mirada sobre la Transición. En aquella campaña no apareció la Guerra Civil, ni la dictadura a la que Fraga había servido como ministro, pero a juicio de Juliá esto nada tenía que ver “con un pacto de silencio o con una amnesia colectiva”, sino más bien con la convicción, tan repetida desde los años cincuenta, de que el franquismo y la guerra eran hechos históricos que deberían quedar como pasto de los historiadores.

Lo ocurrido en los últimos 20 años ha corregido drásticamente esta percepción. Después de haber levantado la bandera de la segunda transición, Aznar se erigió desde La Moncloa en el más exaltado defensor de la Constitución del 78, sometida hoy a múltiples embestidas no solo por cuestiones de soberanía, que discuten nacionalistas vascos y catalanes, sino por los devastadores efectos de una crisis económica que ha causado una profunda desafección política y que ha alumbrado nuevas fuerzas políticas.

Muchos años después de haber cumplido las demandas históricas de amnistía, libertad y estatutos de autonomía, la Transición ha vuelto a primer plano bajo una mirada hipercrítica. Sostiene Juliá que Podemos busca una hegemonía discursiva mediante una amalgama de demandas sociales desatendidas y con la televisión como palanca, lo que obliga a simplificar el mensaje: “Abajo el régimen”. Emulando a Arquímedes, “dame un buen relato y moveré el mundo”.

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