Los últimos días de García Márquez
El escritor será despedido hoy en el Palacio de Bellas Artes de México, un honor reservado a los más grandes
Gabriel García Márquez murió a las 12.08 del mediodía del último jueves en su casa de México, un día antes de que un terremoto escala 7,2 sacudiera la ciudad en la que él escribió Cien años de soledad y donde transcurrió medio siglo de su vida.
La causa inmediata de su muerte fue un paro cardíaco, pero no es aventurado decir que en el desenlace fatal tuvo que ver el deterioro general de su salud. Una semana antes había sido ingresado para cuidarle una afección pulmonar. Una vez que se alivió esa bronquitis, los médicos aconsejaron a la familia que sometieran al paciente a un proceso de cuidados paliativos. En esa situación estuvo atendido por un médico que le visitaba tres veces al día. Murió en paz, sedado, sin dolores, rodeado de su mujer, Mercedes Barcha, de sus dos hijos varones, Gonzalo y Rodrigo, y de sus cinco nietos.
En Cien años de soledad escribió: “Morirse es mucho más difícil de lo que uno cree”. Alrededor el estupor que causa cualquier muerte fue atenuado por una lenta espera en la que ni la familia ni los amigos, y ni siquiera los medios, hicieron aspavientos. Había en éstos una pugna por saber si en efecto fue el cáncer que padeció el que había acabado con la vida de Gabo. En realidad fue el tiempo el que acopió todas las causas y las hizo desembocar en una sola: Gabo está muerto, el autor de Cien años de soledad dejó esta vida sintiendo que se iba yendo. Alrededor tuvo una atmósfera de serenidad, a la que contribuyeron Mercedes y el resto de la casa. Algunos medios reclamaron más información de lo que había sucedido, o que ésta se facilitara con más prontitud. No está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer avisar de lo que les resulta propio. Si ya lo saben, ¿qué más han de saber? Murió, no hay parte.
A veces se ponía a leer sus propias obras y preguntaba: '¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”
García Márquez tenía 87 años, que cumplió el 6 de marzo pasado, cuando el público lo pudo ver por última vez. El Nobel de Literatura de 1982 había sufrido un cáncer del que se trató con éxito en Los Ángeles, donde vive su hijo el cineasta Rodrigo. A lo largo del tiempo esa enfermedad acompañó las especulaciones, de modo que en torno a las circunstancias en que vivía se construyó un oscuro árbol mitológico que luego enlazó con la diatriba pegajosa sobre lo que le ocurría a su memoria; si sus lagunas eran consecuencia de esa importante afección o si advertían de un alzheimer o una demencia senil. Ante la corriente de rumores la familia actuó como ahora ante la más importante noticia de la muerte: naturalidad y exposición. García Márquez ha seguido estando presente en saraos literarios e incluso en bodas (recientemente inauguró la bolera que construyó un amigo), ha ido con Mercedes Barcha a actuaciones públicas de músicos caribes y cada año, desde 2006, cuando cumplió ochenta años y se empezó a decir que se le iban las cosas de la cabeza, salió todas las veces de su casa, con la rosa amarilla en el ojal para celebrar con sus vecinos un año más de su vida y para ahuyentar, con ese color los malos farios, pues “mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme”.
En todo ese tiempo, cuando tuvo encima admiradores y también fisgones, el Nobel caribeño multiplicó su capacidad para integrarse en los ambientes más festivos de Cartagena y de México y desarrolló una facultad que quizá tenía atenuada: la de sonreír. También se acercó a los otros, recuperó una simpatía de la que hizo gozar a a los demás. Para él mismo se reservaba la coña marinera, que los colombianos llaman mamadera de gallo. A veces se ponía a leer sus propias obras, como si las estuviera reconstruyendo. Y preguntaba a los que tenía alrededor: “Ven acá, ¿y cuándo yo escribí esto estaba drogado o qué?”. Y luego se arrancaba a sí mismo una carcajada. Ya en este periodo no tuvo tan en cuenta las frialdades de la fama; después de Cien años de soledad “la fama”, le dijo un día a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba, “estuvo a punto de desbaratarme la vida (…), perturba el sentido de la realidad, tal vez tanto como el poder, y además es una amenaza constante a la vida privada. Por desgracia, esto no lo cree nadie mientras no lo padece”.
Algunos medios reclamaron más información. Pero no está en la tradición de Gabo, que también debe ser de su mujer, avisar de lo que les resulta propio
Como lo padecieron, se blindaron contra ello en la casa más grande que han tenido, esta de la calle Fuego 144. El blindaje fue una cura de espanto que los confabuló a padres, a hijos y a otros parientes, que ahí dentro, en esa casa sólida de dos pisos, han vivido estos últimos tiempos con Gabo manteniendo el silencio para el que fueron entrenados desde la madre al último nieto, sin dar otra explicación de lo que ocurría que lo que se presentaba cada vez como un rumor más plausible. El agravamiento fue ratificado pocos días antes de la muerte por una gran amiga de la familia con estas palabras que parecían un parte poético y no la desgarrada consecuencia de una noticia imparable:
-Hubiera querido que no me sobreviviera.
En sus mejores tiempos una conversación sobre esas circunstancias hubiera sido un ruido para Gabo, y lo que lo animó en las últimas semanas, dicen quienes saben, ese entrenamiento para el silencio, que es en definitiva una resignación radical de la palabra, funcionó en la casa con la precisión de los discos que le gustaba escuchar, los de Béla Bartok, los de Bach. No sólo se habían entrenado desde hacía décadas para que el silencio fuera una parte de la casa, pues el padre estaba trabajando, sino que en este periodo final de la vida les sirvió para evitar alharacas callejeras o periodísticas, búsqueda de noticias donde se estaba produciendo una sola noticia: el regreso de la ambulancia, la precisión de los médicos: cuidados paliativos. El resto era esperar, con la misma ansiedad rabiosa con la que esperaron algunos personas de sus ficciones, como el coronel que siempre esperó hasta que gritó “¡Mierda” en El coronel no tiene quien le escriba, una novela que él tuvo entre sus grandes obras, como tuvo El otoño del patriarca.
Por otra parte, la enfermedad y sus secuelas, así como el extravío recurrente de su memoria, fue preparando poco a poco al propio Gabo para su paulatina despedida, de los compromisos que más quiso (la escritura, la Fundación Nuevo Periodismo que fundó y que ha vivido veinte años decisivos para la historia del futuro del periodismo en español); y de hecho se jubiló a su manera.
La asunción de esa nueva vida se basó, desde hace un lustro, más o menos, en la aceptación de la vejez; desde que se anunció, hace esos años, que había dejado de escribir, que ya no habría más memorias ni más cuentos, él se fue recogiendo a la intimidad, apartándose de lo público, llegando a creer que eso lo iba a apartar de la fama que todos los días a todas horas tocaba a su puerta gritando mercancías averiadas que él no quería comprar ya nunca más.
A esa zona de silencio en la que ha vivido estos últimos tiempos “ha contribuido”, decían ayer quienes los conocen en esa intimidad, “los hijos, las nueras, los nietos, y sobre todo Mercedes”. Constituyen, explicaba este informante, “una familia muy linda que le ha dado a Gabo un entorno amabilísimo tanto en Los Ángeles, donde vive su hijo Rodrigo y donde se trató del cáncer desde 1999, en Cartagena de Indias y aquí”.
En estos tiempos con Gabo, el autor de Cien años de soledad es cierto que perdió memoria; atendía a las realidades más esenciales, interactuaba con los suyos, y para salvar cuestiones que le ponían en un brete (no reconocer a alguien, no recordar caras o hechos), García Márquez recurrió a su rapidez mental; se notaba que calibraba la salida que tenía ante cualquier circunstancia de esas y preguntaba por nombres propios o se reía de sus propios olvidos una vez que éstos no parecían tener solución posible. Pero, que se sepa, nunca se produjo ningún diagnóstico que asegurara que Gabriel padeciera alzheimer. Al mismo tiempo que se producían esas evidencias, quizá de demencia senil, el escritor desarrolló un carácter bondadoso y humorístico. En su vida pública anterior podía ser hosco (“más bien defensivo”), pero en esta época “rebajó sus prevenciones” y atendió de esa nueva manera, abierta, risueña, a todos aquellos que llegaban a él.
Todo este proceso de la enfermedad de Gabo y el posterior agravamiento ha contado con el acuerdo de la familia. La sociedad mexicana, donde ha desarrollado medio siglo de vida, se ha comportado cumpliendo, decía ayer Héctor Aguilar Camín, “el hecho cierto de que es el escritor mejor y más querido de las letras. ¡Los lectores y las musas lo adoran! Los adoran sus colegas más grandes (¡y eso que somos especialistas en la envidia!) y sus colegas más chicos le rinden pleitesía… Ahora lees Cien años de soledad, veinte años después de no haberla tocado, y sales de ella alucinado por su frescura, por su humor, por su transparencia”.
Hoy lo despiden mexicanos y colombianos, en una ceremonia insólita, pues jamás dos presidentes se habían juntado en el homenaje a un ciudadano que sólo tiene una de las dos nacionalidades. La urna que se disputan los aires de ambos países será el objeto que concitara la luz del Palacio de Bellas Artes, pero más acá se queda la luz verdadera de la obra insólita del hijo del telegrafista. Estarán los hijos, los nietos, la madre. Mercedes Barcha ha sido la que ha organizado la conversación de esa tribu en la que todos, en la salud y en la enfermedad, se han comportado con una sensatez inconmovible. Decía ayer un amiga de ellos: “Gabo es el de la familia que salió más chistoso”.
Él dijo: “Lo malo de la muerte es que es para siempre”. Como siempre ocurre, parece que no está ocurriendo.
Pero esta noticia que él no dio se produjo a las 12.08 del Jueves Santo, Día del Amor Fraterno, y preside desde entonces una vida inmortal.
Babelia
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