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Una inyección de esperanza para el asfixiado sistema de la dependencia

Los 2.230 millones proyectados por el Gobierno suponen la mayor partida para esta área, castigada por los recortes. El ministerio prevé atender a 75.000 personas graves

María Sosa Troya
Víctor Maíllo, junto a su mujer, que es dependiente, el pasado viernes en su casa, en San Fernando de Henares (Madrid).
Víctor Maíllo, junto a su mujer, que es dependiente, el pasado viernes en su casa, en San Fernando de Henares (Madrid). Álvaro García

“Es como un pozo al que caes, y sigues cayendo, y sabes que no vas a dejar de caer”, cuenta Víctor Maíllo. Así transcurre su vida desde que, hace 11 años, a su mujer le fue detectada una enfermedad neurodegenerativa. Cadasil, por sus siglas en inglés. La misma dolencia que acabó por postrar a su suegra en una cama. Su esposa, Ana Isabel Cordón, tenía 39 cuando se enteró. “Es incurable e imparable”, afirma el marido en el salón de su casa, en la localidad madrileña de San Fernando de Henares. Al lado está ella, en su silla de ruedas, dirigiendo la mirada a ratos a sus manos, a ratos a la televisión. “No camina. Tiene visiones. Habla con familiares fallecidos desde hace años... Me cuesta mucho moverla, sufre ataques. A veces se niega a comer. No tiene calidad de vida”, dice Maíllo, desesperado.

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Aguarda a que su mujer obtenga plaza en una residencia. Ella es una de las cerca de 250.000 personas que, pese a tener un grado de dependencia reconocido, están en lista de espera para la prestación o servicio al que tiene derecho, según los últimos datos que maneja el Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social. Casi 100.000 de ellas, como Ana Isabel, están en situación grave o severa. Otras 129.000 personas están esperando a ser valoradas, con cifras de noviembre.

El Gobierno recoge en los Presupuestos una inyección de 831 millones de euros para dependencia, un incremento del 59,3% respecto al año anterior. De ellos, 315 servirán para recuperar las cotizaciones a la Seguridad Social de las cuidadoras no profesionales, cuya cuota dejó de asumir la Administración durante la crisis. Otros 515 serán para la financiación del sistema. La inversión total ascenderá a unos 2.230 millones que, de aprobarse las Cuentas Públicas, serán la mayor inversión del Ejecutivo en dependencia y darán aire a un sistema asfixiado por años de recortes. El Gobierno calcula que con este dinero podrían ser atendidos unos 75.000 de los 100.000 dependientes graves o severos que están en lista de espera. La Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, expertos en el sector, cree que podrían generarse 18.500 empleos directos en todo el territorio. Confían en que, en caso de no obtener los apoyos suficientes, Pedro Sánchez apruebe la subida de financiación por decreto.

La Ley de Dependencia nació hace ya 12 años con el objetivo de que no hubiera “ningún mayor solo, ninguna persona con discapacidad sola”. Estas fueron las palabras que la entonces vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, utilizó cuando se aprobó el anteproyecto. Con la crisis llegó la infrafinanciación; retrasos en el calendario de desarrollo; la eliminación de la retroactividad; cambio en los baremos de valoración; en las cuantías de las prestaciones económicas; en la intensidad de los servicios; la consolidación de los cuidados en el entorno familiar, cuando la legislación los contemplaba como una excepción; supresión de las cotizaciones a la Seguridad Social de estos cuidadores familiares… Una larga lista que ha impactado en la vida de los dependientes.

Para Ana Isabel Cordón todo comenzó con un ictus. Siguió otro, 15 días después. Vinieron las pruebas. Y la confirmación: tenía la misma enfermedad por la que ella se había convertido en cuidadora de su madre. “Los primeros años no fueron tan mal. En 2014, con otro infarto cerebral, empeoró mucho”, relata Maíllo. Fue entonces cuando pidieron que fuera valorada a través de la Ley de Dependencia. La resolución, grado moderado, con derecho a teleasistencia y a 20 horas de ayuda a domicilio al mes que no fueron efectivas hasta el año pasado. “Ya ni lo esperaba cuando me llamaron”, cuenta su marido.

La vida es difícil en casa de este hombre de 53 años. “No he podido parar de trabajar, tenemos una hija de 21 años que va a la universidad y tiene que coordinarse conmigo para poder salir. Mi mujer se ha tenido que quedar sola muchos días. He venido corriendo a casa no sé ni cuántas veces”, dice. “Una vez tuvo un accidente de coche, se ha quemado cocinando, se ha caído… En un momento se volvió muy agresiva, me ha pegado, mordido…”, relata. Sabe que ella no es consciente de lo que hace. 

“Hay que esperar”

En 2017 solicitaron una revisión de su grado por agravamiento de la enfermedad. Le otorgaron el mayor de todos. En febrero, se le concedió el derecho a acudir a un centro de día para personas con discapacidad y 30 horas de atención a domicilio que no han llegado a hacerse efectivas. Mientras, él esperaba. En julio solicitó un cambio de la prestación. Días después, y meses antes de conocer la resolución, su mujer ingresó en un centro de día que ha permitido que, de lunes a viernes, Maíllo tenga un respiro hasta las siete de la tarde. A partir de ese momento, su vida se vuelca en ella. “En octubre me comunicaron que las 30 horas que nunca nos han dado pasan de nuevo a ser 20, y que tenía derecho a una residencia para personas con discapacidad. Hay que esperar por una plaza”, añade. “Lo que reprocho es que para casos tan graves no haya una solución inmediata”, dice.

Dependencia y espera van de la mano. Canarias es uno de los lugares en los que más sentido cobra esta afirmación. La lista de espera ascendía al 30,17% en noviembre (por detrás de Cataluña, con el 32,50%, y frente a la media nacional, del 19,60%). Pero además es la comunidad en la que un mayor número de personas aguarda a ser valorado. “Mi madre se rompió la cadera en 2013. Hasta entonces tenía total autonomía”, cuenta Agustín (nombre ficticio). La mujer, de 85 años, vive sola con su marido, de 86, en San Mateo, una localidad situada en el centro de Gran Canaria.

“Camina con un andador, ya no puede ducharse sola, no puede hacer nada en casa”, explica el hijo, que se turna con sus hermanos para atenderla. “Hace unos días nos llamaron y nos dijeron que por fin recibiríamos ayuda a domicilio. Vendrán un par de veces en semana. El proceso ha durado casi cuatro años y medio”, se queja. 

En España hay más de 1,3 millones de personas con derecho a una prestación o servicio, según los últimos datos del ministerio. De ellas, 1.054.000 lo percibía. El resto esperaba. Según el informe de 2018 —con datos de 2017— de la Asociación de Directoras y Gerentes, el recorte acumulado de la Administración General del Estado en la materia, tras el real decreto de 2012 —con la mayoría de los recortes—, es de 4.600 millones de euros, considerando el tijeretazo en financiación y la supresión de las cotizaciones de cuidadoras familiares.

Un absoluto retroceso

“El mayor problema de la ley es la falta de financiación”, sostiene Adela Carrió, secretaria confederal de UGT. “Hubo cuatro reales decretos con recortes. El de 2012 causa el retroceso más absoluto, es prácticamente una derogación encubierta de la ley”, explica José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes. Desde entonces, la reducción acumulada de las cuantías de las prestaciones por cuidados familiares asciende a casi 1.173 millones.

Estas prestaciones, que nacieron como excepcionales porque se debían primar los servicios, se han consolidado como las que más se conceden (son el 31,05%). Más de 400.000 personas perciben esta ayuda. “Hay que apostar por los cuidados profesionales. Las mujeres se han visto históricamente obligadas a renunciar a su profesión para ser cuidadoras”, explica Paula Guisande, secretaria de política social de CC OO.

Es el caso de Aurelia Jerez, presidenta de la Coordinadora Estatal de Plataformas en Defensa de la Dependencia. Su hijo, de 11 años, padece el síndrome de Pitt-Hopkins, un trastorno de neurodesarrollo. El niño no habla, no anda, no tiene control de esfínteres, sufre epilepsia, una discapacidad intelectual grave, escoliosis y retinopatía grave. “Como la mayoría de las madres en esta situación, tuve que abandonar mi trabajo y desde entonces me dedico a atenderle. Percibo la prestación por cuidados en el entorno familiar. Al principio era de 520 euros más la cotización a la Seguridad Social, que cubría la Administración. Pero se suprimió en 2012 y además la prestación se redujo un 15%”, explica. “Si queremos cotizar, tenemos que pagar 200 euros. La gran mayoría decidimos darnos de baja y no cotizar”, continúa. Solo en logopedia y fisioterapia gastan unos 300 euros cada mes.

Ella era cocinera y tenía un buen sueldo. Pero al nacer el niño, los ingresos de esta familia con tres hijos se redujeron a la mitad. El niño es un dependiente de grado tres, nivel dos: el máximo en la escala de valoración. Pero el baremo se simplificó en 2012, y se suprimieron los dos niveles de cada grado. Pasó entonces a cobrar 387 euros. Recurrió. Ahora percibe 442 (la media de lo que recibía antes del recorte un gran dependiente de nivel uno y lo que obtenía un gran dependiente de nivel dos). “Nos apañamos como podemos, vamos afrontando los gastos poco a poco”, dice la mujer, de 52 años, que vive en Azuqueca de Henares, en Guadalajara (Castilla-La Mancha).

“Cuando se habló de dependencia se pensó en ancianos, no hay ningún servicio profesional que atienda a los niños salvo los cuidados en el entono familiar”, apunta la mujer. Su dedicación es constante. Y añade: “En casa de un dependiente no hay uno, hay por lo menos dos que son interdependientes entre sí: el propio dependiente y quien le cuida”. 

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Sobre la firma

María Sosa Troya
Redactora de la sección de Sociedad de EL PAÍS. Cubre asuntos relacionados con servicios sociales, dependencia, infancia… Anteriormente trabajó en Internacional y en Última Hora. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y cursó el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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