Un año después de los ciclones ‘Eta’ y ‘Iota’: “Se olvidaron de nosotros”
Los huracanes arrasaron Centroamérica hace justo un año y cambiaron la vida de 9,3 millones de personas. EL PAÍS visita las zonas más sacudidas en las que poco o nada ha mejorado. La migración y las ayudas humanitarias son las únicas vías de escape y la incertidumbre, una constante
Tres mudas, un par de sandalias, calzoncillos, pasta de dientes, jabón de cuerpo y 7.000 dólares. Eso fue lo único que empacaron los hermanos Vázquez, de 13 y 17 años, en sus mochilas para salir desde Choloma, Honduras, hasta Estados Unidos. Iban solos y en un coyote con media centena de desconocidos. Emigrar fue la única opción de estos niños, después de que los ciclones Eta y Iota inundaran su municipio. Las imágenes aéreas de este, hace un año, dieron la vuelta al mundo. En ellas se distinguían familias enteras viviendo en los tejados mientras el lodo y ríos de agua color chocolate lo llenaban todo; incluida la casa de esta familia de agricultores, que hoy solo es un puñado de paredes corroídas por la humedad y el gallinero para las pocas aves que quedaron con vida.
Para Maritza Argelia Gómez, la madre de ambos, todo pasó demasiado rápido. “En un abrir y cerrar de ojos dejaron de vivir conmigo”, dice desde lo que antes era la entrada de su casa; un espacio de colores anaranjados del que colgaban una decena de medallas al mejor estudiante de la promoción de su hijo mayor, Anderson Jovan Vázquez, ahora de 18 años. “Yo me siento un padre inútil. Es triste que un hijo le diga a uno que quiere estudiar y yo decirle ‘no puedo’”, cuenta Justino Vázquez, mientras sorbe unas lágrimas que, desde hace meses, no cesan.
A principios de noviembre, la región centroamericana fue azotada por el huracán Eta, de categoría 4, sobre 5. Tres semanas después, fue Iota, de categoría 5, un fenómeno catalogado como “catastrófico” y “extremadamente peligroso” por el Centro Nacional de Huracanes (NHC), el que acabó con lo poco que dejó en pie el primero. Según Unicef, afectaron a 9,3 millones de personas, en siete países de la zona. Más de 3,5 millones eran niños. Desde entonces, la migración y las ayudas humanitarias se convirtieron en la única salida para miles de centroamericanos que vieron sus casas perderse entre el lodo y la lluvia. Las reubicaciones y las alternativas de la administración pública quedaron reducidas a promesas que cada vez suenan más lejanas.
Justino decidió mandarlos a Los Ángeles donde vive su hermana como residente irregular. Y para facilitar los trámites de escolarización, tuvieron que dárselos en adopción. “Aquí no hay oportunidades de nada”, zanja. Con los pocos ahorros que tenían y la venta del coche, lograron apartar el dinero que les solicitaban para cruzarlos ilegalmente. La Organización Internacional de Migraciones (OIM) estima que más de un millón de personas tuvieron que desplazarse por el impacto de esas dos tormentas. Sibylla Brodzinsky, portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en Centroamérica y México asegura que los huracanes “se convirtieron en otro factor, que se sumó a la violencia crónica y las dificultades socioeconómicas de la región”: “Todo esto está detrás de la migración forzada”. Las solicitudes de asilo en México son, según la entidad, un claro indicador. Aunque los hondureños han ocupado el primer puesto los últimos tres años, la cifra de solicitudes se duplicó de 2020 (15.398) a 2021 (31.894). Haití, Cuba y El Salvador son los siguientes en la lista.
La gente sacaba a los ancianos en neveras, porque no sabían nadar. La lluvia sonaba muy duro y se escuchaba a los niños gritando. ¡Ay, tan empapaditos y temblando del frío! Lo perdimos todo...Ana Isolina Esquivel, de 66 años, afectada por las tormentas
Para Carlos Rosales, oficial humanitario de Oxfam Honduras, los recursos para impedir el éxodo forzado no acaban de llegar: “Aunque el Gobierno haya elaborado un Plan de Respuesta y Recuperación, todavía falta orientación en la selección de las familias y no hay inversiones suficientes en recuperación o apoyo a medios de vida ni psicosocial. Con este caldo de cultivo, desplazarse internamente o migrar es una opción natural”. Como ellos, hay 17 millones de habitantes en América Latina que corren el riesgo de ser desplazados por los efectos del cambio climático en 2050. La entidad internacional desplegó el programa ECHO Top Up, con fondos europeos, mediante los cuales se ayudó a 1.075 familias, con unas transferencias de 18 euros por miembro vulnerable y otras 740 fueron dotadas con un filtro de agua.
Aún no es suficiente
Eta e Iota destruyeron y afectaron en Honduras a más de 91.000 viviendas dejando 4.566.753 personas damnificadas, según la Comisión Permanente de Contingencia de Honduras (Copeco). Y las pérdidas agrícolas alcanzaron el 80%, de acuerdo al reporte del ministro de Agricultura y Ganadería Mauricio Guevara. “No hubo una catástrofe igual desde el Mitch (en 1998, con más de 14.000 fallecidos)”, explica mediante una videollamada Óscar Mencia, subcomisionado Nacional de Copeco. “Sabemos de las necesidades de nuestra gente y las hemos ido paliando como hemos podido. El Gobierno arrancó un programa de atención pero no es suficiente. Aún falta; no es suficiente”, reconoce. Sin embargo, lamenta que los procesos de reubicación estén aún en proceso: “Nos encontramos ante poblaciones que tenían esos terrenos de herencia y no quieren dejar sus zonas”.
Esta es la dificultad de la que también se aquejan las instituciones vecinas. David de León, portavoz de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres de Guatemala, asegura que su administración “sigue aún en conversaciones con las comunidades”: “Nunca dejaron de ser prioritarios, pero reubicar a familias con tantos años de arraigo y fincas que son su sustento a otro lugar diferente es un proceso muy complejo”. En Guatemala, a día de hoy hay 61 fallecidos, 61 desaparecidos y 455 escuelas afectadas. El registro de personas con alternativa habitacional no fue cedido a este medio.
El plan de la familia Vázquez es emigrar junto a sus hijos. “¿Qué más vamos a hacer acá?”, se pregunta el padre. “Mira esos bordos (elevación de tierra para retener el agua), están demasiado vulnerables. ¿Qué pasa si empezamos de nuevo y viene otra llenas (inundación)?”. Y la madre añade: “Llegaron ayudas, sí. Pero, un año después seguimos así. Se olvidaron de nosotros. Nos queda solo tener fe. Dios sabe por qué hace las cosas”.
En la aldea de Montañuela, en los bajos de Choloma, hay una familia para la que migrar no fue ni siquiera una opción. “Nunca me imaginé que sería una llena tan vasta como la que se nos vino”, narra Norma Elisabeth Pineda, de 47. Ella ganaba unos 300 euros mensuales vendiendo comida casera y postres y hacía un par de meses que habían pedido un préstamo para cambiar el techo de la casa y “ponerla más bonita”. Sin embargo, esta fue la primera que se llevó Eta; era la más cercana al río Chamelecón, que se desbordó la noche del 4 de noviembre y arrasó con todo. “Desde entonces, vivir ha sido muy difícil”.
Ellos consiguieron huir un par de días antes, pero quedaron sin hogar, sin trabajo y con una enorme deuda que pagar. “Yo no me puedo ir, pero quisiera”, dice. Debido a la obesidad mórbida que padece, hacer un recorrido tan peligroso y largo hacia los Estados Unidos es impensable. Además, su marido sufre de diabetes y un dolor crónico en las piernas inaguantable. “No nos vamos a poder ir de aquí. Nos toca empezar desde cero”, cuentan. Ahora viven en una casa de alquiler en el mismo barrio, con otras tres familias. Lo único que tienen de su vida anterior es la hamaca de Norma, un caldero y dos mudas.
“Lo perdimos todo”
En Guatemala, las zonas más sacudidas se distinguen fácilmente. Reparadas o no, la mayoría de casas tienen una línea horizontal sellada que recuerda hasta dónde llegó el agua y el lodo. La mayoría de estas marcas están por encima de las ventanas. Los escenarios cambian de un país a otro, pero la sensación de los afectados por los ciclones es idéntica: “Nos olvidaron”. Noviembre fue el mes maldito para Ana Isolina Esquivel, de 66 años. Llovió sin cesar incluso en la comunidad guatemalteca del Sebol, en Izabal. La vivienda de los Esquivel, ahora bicolor, es de las más altas y fue el refugio de muchos que llegaron con miedo a que “les pillara el agua”. Pero aquí también llegó.
“La gente sacaba a los ancianos en neveras, porque no sabían nadar y era imposible ir caminando. El agua nos llegaba hasta la cintura y luego al cuello”, dice aún angustiada la abuela de 30 nietos y bisabuela de dos. “Recuerdo que la lluvia sonaba muy duro y que también se escuchaba a los niños gritando. ¡Ay, tan empapaditos y temblando del frío! Nosotros, gracias a Dios, nos refugiamos en una iglesia. Yo me hincaba en el suelo a orar y solo escuchaba el sonido del agua debajo. Lo perdimos todo”. Dos meses después de vivir entre la parroquia y un albergue improvisado volvieron. El lodo aún llegaba a la altura de los muslos. “Yo iba tanteando con el pie las cosas de la cocina: ‘Ah, esto es una olla, ah, esto es un tenedor’. Así fue que rescatamos algunas cosas. Otras, vaya usted a saber dónde quedaron...”.
Un año después, la familia solo piensa en cómo hacer para alimentarse. En la entrada de la fachada, descansan una decena de redes repletas de la primera cosecha de maíz después de la desgracia. “La mayoría es de autoconsumo, pero con lo que vendamos compraremos pollito y huevitos”, dice el marido, Anselmo Ramírez, de 70 años, con la mirada perdida. “Yo ya no tengo fuerza en el cuerpo para trabajar más. Pero me da vergüenza no tener qué darles de comer”.
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