Europa y la resistencia
Mientras miramos hacia Washington, nuestro propio autoritarismo crece. Y cuando ceden las instituciones, solo queda la sociedad civil


Este 2025 termina con una pregunta que hace un año nadie se formulaba: ¿puede Europa seguir siendo democrática si su principal aliado ha dejado de serlo? En 1831, Alexis de Tocqueville viajó a América para escribir el gran tratado sobre la democracia moderna. Buscaba allí el futuro de Europa y, durante casi dos siglos, esa fue la dirección de nuestro aprendizaje. Hoy, el sentido se ha invertido: el laboratorio democrático se ha convertido en experimento autoritario. No es una dictadura de tanques y censores sino algo más sutil: un régimen que conserva las formas democráticas mientras las vacía de contenido. No hace falta tomar el Estado por asalto; basta con perseguir a los críticos, proteger a los aliados, asfixiar a quien financia la disidencia y enseñarnos a todos que el silencio es más seguro que la palabra. El nuevo autoritarismo coloniza las instituciones desde dentro y seca el oxígeno de la sociedad civil colapsando la infraestructura de la resistencia.
Esta semana, ese autoritarismo cruzó el Atlántico. Washington sancionó al excomisario Thierry Breton y a varios activistas que combaten el discurso del odio en internet. El cargo: censura. La supuesta víctima: la libertad de expresión. Otra vez el lenguaje democrático puesto al servicio de su contrario. Si, como nos enseñó Judith Shklar, la tradición liberal nació para proteger a los débiles de la crueldad del poder, ¿qué pasa cuando ese poder despiadado se declara defensor de la libertad? Esta vez Europa ha respondido con cierta firmeza. Macron habló de intimidación contra la soberanía digital. La Comisión prometió defender su autonomía regulatoria. Costa calificó las sanciones de “inaceptables entre aliados”.
Pero bajo esta indignación hay una pregunta incómoda: ¿de verdad queremos resistir? Von der Leyen descartó al propio Breton hace apenas un año: demasiado confrontacional, demasiado dispuesto a plantar cara a Musk, demasiado incómodo para una Comisión que ya estaba contando monedas y buscaba evitar conflictos. Los mismos que lo sacrificaron lo defienden hoy como símbolo de una soberanía que no quisieron proteger cuando dependía de ellos. Y no es la única concesión. El Green Deal se ha diluido, el pacto migratorio externaliza fronteras y recorta derechos, la regulación digital se ofrece como moneda de cambio frente a los aranceles. ¿Y si Trump no está forzando una rendición y tan solo acelera la que ya estaba en marcha? Porque la capitulación no viene solo de Bruselas. Mientras miramos hacia Washington, nuestro propio autoritarismo crece.
En Italia los politólogos debaten si Meloni ha cambiado o solo ha aprendido a disimular. Hay un autoritarismo que no necesita el espectáculo: silencioso, gradual, envuelto en formas democráticas. No escandaliza, no hace el ruido de Trump, y por eso funciona. Cuando las instituciones ceden, solo queda la sociedad civil, pero frente a ella hay dos formas de rendirse y las dos llevan al mismo sitio: la complacencia de quien cree que esto pasará o el fatalismo de quien asume que ya no hay nada que hacer. Tocqueville advirtió de que la democracia puede morir sin tiranos: basta con que los ciudadanos abandonen el espacio común. Como recuerdan Ziblatt y Levitsky, Europa aún tiene urnas, tribunales, calle. Pero las herramientas solo sirven si queda alguien dispuesto a usarlas y eso exige no haber cedido el terreno antes de que empiece la batalla. La pregunta que cierra 2025 no es si podemos resistir. Es si estamos dispuestos a hacerlo.
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