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El debate | ¿Se está convirtiendo Estados Unidos en una autocracia?

La embestida de Trump contra el equilibrio de poderes en Washington lleva a pensar que la propia democracia está en peligro

El Gobierno de Donald Trump ha arrollado muchos equilibrios democráticos que se daban por sentados en Washington desafiando a los jueces, al Congreso y a la Constitución para imponer su agenda. Lo hace además con ninguna oposición del Congreso y con cierta complicidad del Tribunal Supremo. El cambio es tan profundo y tan rápido que el término “autocracia” comienza a abrirse paso en el debate sobre lo que está pasando en la democracia más antigua del mundo.

La profesora Máriam Martínez-Bascuñán opina que EE UU se está deslizando hacia el autoritarismo. El periodista de EL PAÍS Pablo Ximénez de Sandoval cree que es pronto para dar por vencido al sistema a pesar de las intenciones de Trump.


La capitulación democrática

Máriam Martínez-Bascuñán

Hace unas semanas, un colega estadounidense me confesó algo inquietante: “Ya no sé si vivo en una democracia”. No es un alarmista profesional ni un nostálgico del establishment. Es un politólogo serio, de esos que miden variables y desconfían de la grandilocuencia. Su perplejidad no era retórica sino metodológica. ¿Cómo llamar a un sistema donde se intenta revertir una elección, no hay consecuencias y el responsable vuelve al poder con más fuerza?

La pregunta tiene una respuesta empírica. En la última década, EE UU ha caído de 94 a 83 puntos en el índice de Freedom House. Hoy está por debajo de Argentina y diez puntos detrás de sus pares históricos como Alemania y el Reino Unido. Es el mayor retroceso democrático de su historia moderna. Y, sin embargo, preocuparse por ello se ha vuelto signo de alarmismo. El problema no es solo lo que Trump hace, sino que la inquietud democrática se ha normalizado como exageración.

El retroceso tiene un origen preciso. El 6 de enero de 2021, Trump intentó revertir los resultados de una elección y bloquear la transferencia pacífica del poder. En cualquier manual de ciencia política, esa es la línea roja absoluta, la norma que sostiene todo el edificio democrático. Pero el Congreso no lo responsabilizó, los republicanos lo volvieron a nominar y él dirigió una campaña exitosa presentándose como víctima. Ningún presidente había cruzado esa línea. Y desde luego, ninguno había vuelto al poder después de hacerlo.

Los politólogos Steven Levitsky y Lucan Way, expertos en autoritarismo comparado, identifican un patrón: primero, un líder autoritario llega al poder; segundo, enfrenta resistencia institucional; tercero, las élites capitulan por miedo, oportunismo o fatiga; cuarto, el autoritarismo se consolida. Han visto esa secuencia en Hungría, Turquía y Venezuela. Ahora advierten que EE UU entra en la fase crítica: el momento de la capitulación. No es el golpe dramático, sino la rendición silenciosa.

No estamos ante una dictadura clásica. Las elecciones siguen, la oposición puede organizarse y la prensa critica al gobierno, pero las condiciones del juego se vuelven sistemáticamente desiguales. Es lo que Levitsky y Way llaman autoritarismo competitivo: un régimen donde persisten las formas democráticas mientras se vacía su contenido. Trump amenaza con enjuiciar a rivales, promete indultar a quienes asaltaron el Capitolio, convierte agencias federales en instrumentos de represalia y despliega redadas migratorias como espectáculo de poder. No necesita abolir el Congreso si puede intimidarlo, ni censurar la prensa si puede desacreditarla.

Pero lo más inquietante no es lo que hace, sino quiénes han dejado de resistirlo. En 2016, su elección generó alarma en el establishment político, mediático y empresarial. En 2025, peregrinan a Mar-a-Lago.

Los ejemplos se acumulan. Jeff Bezos impidió que The Washington Post respaldara a Kamala Harris, rompiendo décadas de tradición editorial. Los CEO de Silicon Valley que veían a Trump como amenaza ahora lo tratan como socio estratégico. La fatiga democrática ha hecho más daño que cualquier decreto presidencial.

A ello se suma un fenómeno sin precedentes: la concentración de poder mediático en una oligarquía tecnológica con agenda política explícita. No son empresarios ricos sin más: son los arquitectos de la infraestructura donde se produce el debate público. Cuando Elon Musk interfiere en elecciones europeas o condiciona el conflicto ucranio mediante Starlink, demuestra que su poder trasciende fronteras. Es una forma de soberanía privada que ningún marco del siglo XX anticipó.

La pregunta ya no es “¿puede suceder aquí?”, sino “¿se consolidará o aún puede revertirse?”. Y la respuesta depende de algo tan prosaico como urgente: que las instituciones que aún funcionan —tribunales estatales, universidades, medios independientes, sociedad civil— recuperen la voluntad de resistir. Los elementos autoritarios son reales, pero el desenlace permanece abierto. EE UU transita hacia un modelo donde las formas democráticas sobreviven mientras su sustancia se evapora.


Washington no es un país

Pablo Ximénez de Sandoval

En unas elecciones en Estados Unidos, es toda una experiencia para un europeo visitar “lugares de votación”. Las cabinas pueden estar en el templo masónico del barrio, la biblioteca municipal o la piscina. Una vez, después de un buen rato dando vueltas por el noreste de Los Ángeles, me di cuenta de que el lugar de votación que buscaba era el garaje de un vecino. Allí, entre bicis y cajas. Cómo de robusta tiene que ser una democracia, cómo de asentados sus procedimientos, cómo de firme la confianza de los ciudadanos para votar en una casa particular, con organizadores voluntarios.

Más curiosa aún es la papeleta. En las elecciones que ganó Donald Trump hace un año, un votante de Los Ángeles encontraría su nombre escondido en un folleto de decenas de folios que venía acompañado de un libro de instrucciones en 18 idiomas, incluyendo tágalo, bengalí o jemer. Ese día se votaban: concejales (no alcalde), junta de educación, supervisores del condado, junta de la universidad pública local, fiscal del distrito, junta de la compañía de aguas, jueces de la Corte Suprema de California, senadores y asambleístas estatales, congresistas, senador federal… ah, sí, y presidente de EE UU. Además, en cada ciclo se votan decenas de iniciativas populares locales y estatales con las que los ciudadanos pueden, por ejemplo, constitucionalizar el aborto. Este martes, California sometía al voto popular nada menos que su ley electoral. Es un nivel de democracia directa desconocido en Europa.

Es importante tener en cuenta esta extraordinaria descentralización del poder, una capilaridad democrática verdaderamente única, cuando se juzga la democracia norteamericana. El estadounidense tiene un poder sobre sus instituciones que los europeos no tienen. Aparte del nivel local, en Washington el Congreso se renueva cada dos años con circunscripciones uninominales. Cualquier cambio de opinión en la sociedad se traslada a las instituciones de manera casi instantánea. Comparado con sistemas donde se votan listas cerradas y bloqueadas cada cuatro años, EE UU es democracia en crudo.

No es arriesgado decir que ningún personaje histórico, y mucho menos un presidente, ha tenido tanta influencia en la vida diaria de los norteamericanos como Trump. Pero otra cosa es que la Casa Blanca pueda demoler un sistema con semejante base democrática y ponerlo a su servicio como un autócrata.

Lo que sí es muy posible es que sufra una transformación en el nivel federal (de nuevo, un pequeño rincón del poder democrático). Todos los presidentes han padecido la frustración de un sistema constitucional diseñado para dificultar la labor del Ejecutivo. Todos se han abierto paso a codazos entre jueces y congresistas para intentar implementar sus políticas. Lo nuevo es que a Trump esos impedimentos le parecen ilegítimos. Los guardarraíles del sistema (la justicia, el legislativo, el funcionariado, la burocracia, las formas) son un “Estado profundo” que impide ejecutar lo que ha votado la gente. Si se le permite levantar esos guardarraíles, Trump tendrá más poder que cualquier otro presidente para ejecutar sus políticas de regresión en derechos y libertades.

Pero una cosa es la política y otra el sistema. Ser un ignorante matón no lo convierte en un autócrata, ni a EE UU en una dictadura. No todavía. Igual que el votante estadounidense tiene un poder sobre las instituciones desconocido en Europa, Pedro Sánchez, Giorgia Meloni o Friedrich Merz tienen poderes como jefes del Ejecutivo que Trump no puede ni soñar, como disolver el Legislativo cuando les venga bien, o no hacerlo en cuatro años. Es muy difícil que eso cambie.

Es muy probable que la democracia de EE UU no vuelva a ser la misma después de Trump. No hay que engañarse sobre sus intenciones. Claramente, hay un impulso como nunca para ampliar los poderes del Ejecutivo y transformar el funcionamiento de Washington. Pero en muchos aspectos, lo que algunos comentaristas en EE UU perciben como rasgos de autocracia se sigue pareciendo mucho a lo que en Europa consideramos normal en una democracia. Los obituarios de la democracia norteamericana son, cuanto menos, prematuros.

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