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El debate | ¿Debe exigirse ejemplaridad a los jugadores fuera de la cancha?

La sociedad convierte a los deportistas en ídolos de niños y jóvenes. Pero no todos, ni siempre, son un modelo a seguir

Nadal doctor honoris causa Universidad Salamanca

Las sociedades depositan en el deporte valores como el respeto, el trabajo en equipo, la salud, la superación, la disciplina o el juego limpio. Unos principios que se intenta inculcar a niños y jóvenes, quienes siguen las hazañas de unos deportistas convertidos en ídolos dentro y fuera de la pista. Pero este fabuloso poder de influencia tiene sus riesgos cuando el comportamiento de los jugadores dista de ser ejemplar.

Los filósofos Javier Gomá Lanzón, experto en ejemplaridad, y Antonio Sánchez Pato, experto en deporte, plantean sus puntos de vista sobre si es exigible a los jugadores un comportamiento modélico fuera de su actividad profesional.


Todos influimos moralmente en los demás

Javier Gomá Lanzón

Evitémonos molestas confusiones. Como la que a veces se produce entre filosofía y sociología: alguien propone el ideal de la ejemplaridad (filosofía) y otro lo impugna aduciendo escándalos políticos recientes (sociología). La confusión puede venir también de enjuiciar el ideal no por sí mismo, como sería lo propio, sino por sus corrupciones: uno da una conferencia sobre la democracia y, al terminar, alguien del público, en el turno de preguntas, desmiente la tesis expuesta invocando vicios que tienen que ver no con la democracia, sino con la demagogia. Confunde también las cosas, por último, quien aplica a la excepción el rigor de la regla sin templar sus efectos conforme al principio de equidad o justicia en el caso concreto.

La filosofía de la ejemplaridad dice que vivimos en una red de influencias mutuas y que todos somos ejemplos para todos, porque nuestro ejemplo despliega siempre, queramos o no, un efecto moral beneficioso o perjudicial en nuestro círculo de influencia. No hay zonas exentas de influencia ni ejemplos privados, como tampoco hay lenguajes privados. Todo ejemplo es ejemplo para alguien y, por tanto, público. De lo que se sigue que todos somos personas públicas, no sólo los políticos y esas notoriedades —ejemplos sin ejemplaridad— aireadas en los medios de comunicación.

Como personas públicas y responsables de nuestro ejemplo, suena una voz en nuestra conciencia que nos exhorta: “Sé ejemplar, conviértete en un ejemplo fecundo para los demás, ejerce sobre ellos una influencia emancipadora, invítalos con tu vida a reformar la suya”. Este imperativo es universal y alcanza a todo agente, sin importar la amplitud de su círculo de influencia. Caso de que dicho círculo sea grande, grandísimo o mundial, la responsabilidad no es distinta de la de los demás (novum), sólo más intensa (plus).

El principio es general y alcanza también, claro está, a los deportistas que, por su éxito, obtenido a la vista de todos, atraen sobre ellos la mirada pública. La responsabilidad de su ejemplo es la de todos, sólo que reduplicada. Cuando el deportista responde con su vida al imperativo de ejemplaridad, siempre en medio de grandes dificultades, entonces, además de las consecuencias de su triunfo (popularidad, prestigio, dinero), disfruta también de los honores que la sociedad concede en estos casos: un título nobiliario para Vicente del Bosque, el Príncipe de Asturias para Fernando Alonso, un Doctorado Honoris Causa para Rafael Nadal.

Ahora bien, la vida de esos deportistas ofrece otras veces la imagen contraria: un espectáculo de vulgaridad sin honores. ¿Haremos recaer sobre estos irresponsables nuestro severo reproche moral?

Tomemos el caso de Lamine Yamal. Nace de un padre marroquí y una madre guineana, que se separan cuando el niño tiene tres años, y se cría en un barrio marginal. Siendo un adolescente, inicia una carrera futbolística fulgurante, pulveriza récords (en el Barça, en la Selección) y, aún menor de edad, se convierte en una superestrella planetaria. Cuando, hace unos meses, cumplió dieciocho, celebró una fiesta que fue la apoteosis del mal gusto.

Alguien lo calificaría de poco ejemplar, pero no nos confundamos. El ideal de la ejemplaridad subsiste como regla exigible a la mayoría, pero resultaría poco ecuánime su aplicación mecánica a un joven futbolista sometido a unas circunstancias verdaderamente excepcionales, como son su portentosa precocidad y el torbellino enloquecedor de la fama y sus seducciones. Nadie nace aprendido, todos necesitamos gastar algún tiempo en buscar, probar, amagar, errar y rectificar en privado, lejos del escrutinio público, antes de empezar a ser responsables de nuestro ejemplo. Una ejemplaridad que no tuviera en cuenta esta contingencia humana no sería un ideal filosófico sino un legalismo odioso e hipócrita.

En el estadio, Yamal es un genio, fuera de él hace con su ejemplo lo que puede. Como todos, aunque él lo tiene más difícil.


El deporte es un reflejo de la sociedad

Antonio Sánchez Pato

En su origen clásico romano, conservado hasta la edad media, la expresión quid pro quo significaba sustituir un ingrediente por otro, en una receta farmacológica, asegurando el mismo efecto. En el Renacimiento su sentido se extendió a lo moral, jurídico y político, pasando a significar un intercambio de favores o compensaciones.

En lo moral, desde una ética utilitarista, implica un intercambio interesado o una reciprocidad, lo que se contrapone a la acción basada en el deber moral (kantiano: imperativo categórico), la única con valor ético auténtico, pues alude a acciones que se realizan estrictamente por deber. En lo político, podemos comprender la lógica del “algo por algo” o de “una cosa por otra”, dentro de la teoría del contrato social hobbesiana o rousseauniana donde el quid pro quo es el principio racional que sostiene el pacto social.

En la sociedad actual, donde, como sabemos, nadie da nada por nada; donde, como experimentamos, impera el individualismo… considerar que existan personas que representan aquellos trasnochados valores del agradecimiento, la nobleza, la lealtad, la honestidad… parece sólo reservado (o más bien, confinado) al mundo ideal del deporte.

Por ello, exigimos a los héroes deportivos una ejemplaridad que para nosotros mismos no quisiéramos, ni podríamos cumplir. ¡Hay que ser auténticamente héroes para ser honestos en una sociedad que hace de las conductas reprobables meros chascarrillos, que alimentan tertulias y debates infecundos!

No es necesario inventar palabras para definir cómo debe ser el comportamiento de un deportista de éxito. Al deportista, se le exige deportividad, una conducta basada en el juego limpio, que implica algo más que el simple respeto a las reglas: cooperar, competir y aprender a ganar y a perder.

Cuando juzgamos a un deportista por su conducta, sus acciones dentro y fuera del campo, lo hacemos porque pensamos que el quid pro quo opera sólo en un sentido, del deportista hacia la sociedad: aquel debe estar agradecido por lo que recibe de esta, siendo además consciente de que es un modelo de comportamiento para muchos jóvenes.

Pero el héroe deportivo no es un héroe mitológico, es una persona de carne y hueso, a la que vestimos con un traje muy pesado. Somos nosotros, los espectadores, quienes les atribuimos cualidades de las que a priori carecen (muchas ni son necesarias en su “trabajo”), cumpliendo una doble función: cuando están a la altura de nuestras expectativas, los alabamos (el héroe se convierte en ídolo); cuando no lo están, los criticamos (el héroe se convierte en villano). ¡Busquemos en ellos al héroe en el que proyectar nuestros sueños, no nuestras frustraciones!

Quid pro quo¿Qué esperamos de nuestros héroes? Que sean ejemplo de persona, deportista, ciudadano… de vida. Modifiquemos la pregunta: quid pro quo… ¿Qué esperan nuestros héroes de nosotros? Es hora de preocuparse por ellos como personas, no como meras mercancías; y menos por nosotros, como copartícipes, no como simples espectadores. ¿Quién se preocupa por su futuro laboral? ¿Quién los ayuda a desarrollar su carrera dual, compaginando deporte con estudios y/o trabajo? ¿Quién los tutoriza o acompaña durante su corta pero intensa vida deportiva?

Por supuesto, debemos exigirles un comportamiento ejemplar (definiendo su deontología profesional) —también a las organizaciones deportivas —; porque deben estar agradecidos con la sociedad, pero no olvidemos que ellos no hacen las reglas del juego. Debemos preocuparnos más por cómo se reinsertarán en la sociedad cuando acaben su periplo (circo) deportivo. Somos corresponsables de su formación, la sociedad en su conjunto.

Y el deporte, como ha ocurrido a lo largo de la historia, no es más que un reflejo hiperbólico de la sociedad. Por tanto, ¿qué sociedad queremos? ¿Debemos elegir los héroes deportivos sólo por sus éxitos? En la respuesta responsable a estas preguntas encontraremos un deporte con valores y héroes en lugar de ídolos.

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