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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Trump, contra la democracia: claves de un asalto para controlar EE UU

En menos de nueve meses, el Gobierno de Donald Trump ha atacado todo lo que permite que Estados Unidos funcione: de las libertades civiles a las universidades, pasando por servicios básicos como la sanidad, mientras usa a los inmigrantes como chivo expiatorio. Todo en un momento de violencia política, con el asesinato de Charlie Kirk, que Trump intenta usar para atacar, en especial, la libertad de prensa

Aunque parezca mentira, la segunda Administración de Trump empezó hace casi nueve meses. A un ritmo frenético, y de forma sistemática, ha ido atacando todo lo que hace que este país funcione: los inmigrantes, las libertades civiles, las universidades, la libertad de prensa, los medios, los reguladores independientes, la ayuda al Desarrollo o la financiación de servicios básicos como Medicaid, por citar algunos objetivos recientes.

En el camino, la frustración, el hastío y la angustia van conquistando la república. La frustración domina entre gran parte de los votantes que apoyaron a Trump para reflotar una economía que pensaban en crisis cuando funcionaba razonablemente, pero que presenta ahora síntomas de estanflación. La complicidad activa con el genocidio en Gaza se cuestiona poco y la deshumanización del diferente como estrategia política ha encontrado en los inmigrantes su particular enemigo interior.

El hastío con decisiones arbitrarias (cuando no ilegales) deja paso a un cierto distanciamiento como forma de evitar reflexiones incómodas sobre el proceso que ha llevado a una de las democracias más dinámicas del mundo a autolesionarse. La angustia, por contra, no para de crecer incluso entre aquellos que deciden retirarse a sus torres de marfil a esperar a que, con un poco de suerte, escampe en las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2026. El repunte de la violencia política crea nuevos mártires, como ha ocurrido recientemente con Charlie Kirk. El ruido aumenta la sensación de crisis de régimen.

La estupefacción creciente con la democracia en América refleja la necesidad de revisar algunas preconcepciones. Me centraré en dos. La primera tiene que ver con la percepción de la evolución histórica de la democracia en Estados Unidos. Se olvida con frecuencia que la democracia “más antigua del mundo” ni es tan democrática ni es tan antigua. La Constitución de 1787 fue diseñada para limitar el riesgo de una supuesta “tiranía de la mayoría’’. Sus complejos mecanismos, como la elección del colegio electoral o el equilibrio entre la representación ciudadana en la Cámara de Representantes y la territorial en el Senado, han servido para limitar el alcance político de los cambios sociales y, en cuestiones raciales, para perpetuar la exclusión efectiva del demos de la minoría afroamericana hasta bien entrados los años sesenta del siglo XX.

Desde esta perspectiva, la democracia en Estados Unidos es relativamente joven y muchas de sus élites están todavía aprendiendo a digerir la idea de que perder elecciones e influencia forma parte del juego. Convendría no confundir los mitos que sobre sí misma proyecta la democracia estadounidense con la realidad, ni transformar la belleza normativa de los textos fundadores de la república en análisis empíricos.

Cabe recordar que en la historia política de EE UU la política normal es la excepción. La violencia política alcanzó sus niveles más altos precisamente durante la culminación del proceso de democratización en los años sesenta, incluyendo linchamientos raciales en una fecha tan tardía como 1964. En ese momento comenzaba un reagrupamiento clave en la estructura de las coaliciones en el país, con el Sur abandonando su tradicional alianza con el Partido Demócrata como respuesta a los logros del movimiento por los derechos civiles. A ello siguieron la expansión del gerrymandering, la práctica de manipular las fronteras de los distritos entre censos para minimizar pérdidas de votos, la reducción de plazas en la Administración para evitar la entrada de funcionarios negros, y la brutal expansión del sistema carcelario para anular de facto el sufragio de la minoría negra a través de la aplicación excesiva del derecho penal. Al no poder manipular el demos vía restricciones raciales explícitas, se optó por el derecho penal.

La imagen es clara: a una parte no menor de las élites en EE UU solo les gusta la democracia si la pueden capturar para sus propios intereses. De otro modo, es algo molesta, y no dudan en estirar la cuerda hasta el límite para preservar su poder. Vemos un ejemplo aún reciente en la resolución de las elecciones del año 2000, donde un Tribunal Supremo previamente renovado certificó un recuento vigilado de cerca por Jeb Bush, gobernador de Florida y hermano de uno de los candidatos. En aquel momento, Trump era un ferviente demócrata, Al Gore aceptó su derrota frente a George W. Bush y el sistema, con unos consensos ya tocados por la primera ola de polarización liderada por Newt Gingrich, resistía.

La segunda idea en discusión tiene un origen más académico: las democracias ricas tienen, según los datos disponibles, una probabilidad muy baja de derrumbarse. Estados Unidos sería una democracia demasiado rica para quebrar a pesar incluso de sus elevados niveles de desigualdad. La idea es que las élites se benefician de un sistema que no las grava demasiado y los estratos inferiores se benefician de una economía dinámica y un Estado de bienestar que reduce su pulsión revolucionaria. En este contexto, tanto la sociedad civil como las élites económicas, militares y judiciales bloquearían cualquier intento ilegal de cambio de régimen. A diferencia de los treinta, no lo ven necesario. Sabiendo esto, los líderes rara vez se atreven a desafiar el sistema, y si lo hacen, fracasan. El asalto frustrado al Capitolio en enero de 2020, instigado por Donald Trump, es perfectamente compatible con este análisis. Los acontecimientos desde enero de 2025 invitan a reducir el optimismo. ¿Por qué esa sensación reciente de que todo puede ceder ante las estridencias y abusos de un autócrata vocacional? ¿De dónde viene la aparente fragilidad de la democracia “más antigua” y más rica del planeta?

Tanto las bases ideológicas del movimiento MAGA, en particular el nacionalismo supremacista blanco cristiano, como la tentación populista y su concepción instrumental del poder tienen raíces profundas. La pregunta es por qué el Partido Republicano ha renunciado a su obligación constitucional de controlar los abusos de poder de un Ejecutivo que desafía la Constitución por decreto. Y por qué una buena parte de las élites económicas, de momento, se aviene a contemporizar con Trump.

Parte de la explicación radica en que en EE UU se da una combinación de factores que hace que el ataque a los derechos civiles y los procedimientos democráticos sea particularmente extremo: un sistema bipartidista en el que la polarización ha reducido la capacidad de control de medios, jueces y, sobre todo, del Legislativo. El impacto territorial del cambio tecnológico y sus implicaciones políticas ayuda a entender estos factores que intensifican el alcance de la crisis frente a otros contextos donde fuerzas de similar perfil ideológico tensan las reglas en beneficio propio (España incluida). Como muestran los análisis especializados, la mayoría del crecimiento demográfico y económico desde 1990 se concentra en unas pocas áreas metropolitanas que albergan centros de innovación, empresas y universidades. Son áreas como Silicon Valley, Boston o Seattle. Monopolizan patentes, atraen cada vez más gente (joven y con alto capital humano) y su renta per capita crece mucho más que la del resto del país. En el otro extremo de la escala de prosperidad está una masa de condados rurales donde la renta y la población apenas crecen. Y en medio, una red de zonas suburbanas que sirven como áreas de servicio a los polos de innovación.

Sobre esta base la polarización es a la vez económica, política y social. Los demócratas se concentran principalmente en los polos de innovación. Los republicanos se nutren en gran medida de condados rurales en retroceso. Como ha mostrado el politólogo de la Universidad de Stanford Jonathan Rodden en un estudio reciente, estas últimas zonas sobreviven principalmente gracias al presupuesto federal que se financia vía impuestos sobre las zonas más dinámicas donde se concentran los demócratas. La distancia entre los dos electorados es cada vez mayor y esto se traduce a su vez en la selección de élites y en la capacidad de Trump como líder populista para mantenerlas en línea mientras socava la democracia. De hecho, la polarización educativa ha llegado al Congreso: en las últimas décadas, el porcentaje de diputados republicanos que se licenciaron en universidades de élite ha bajado del 40% al 15%. En el caso de los senadores, del 55% al 35%. Por el contrario, el porcentaje de representantes demócratas salidos de centros de élite crece ligeramente a partir de un nivel inicial del 45%-50%. A medida que la afinidad social entre partidos decrece, la posibilidad de alianzas entre partidos en defensa de las instituciones decrece. Si el “otro” es percibido como una amenaza de mal gusto o un esnob incapaz de entender a la verdadera América, todos se lo piensan mucho antes de romper filas, por muy obsceno que sea el comportamiento del Ejecutivo.

Este mecanismo se refuerza por la forma en que la particular forma de presidencialismo MAGA ha alterado el funcionamiento del sistema de representación. La política en Estados Unidos es hoy un fenómeno mucho más nacional que nunca. Las elecciones de senadores o las primarias para elegir candidatos al Congreso están muy condicionadas por la capacidad de Trump para orientar filias, fobias y fondos de campaña, y desviar la atención de los problemas de cada Estado o distrito. Lo hace de forma directa con los republicanos y de forma indirecta con los demócratas al facilitar la entrada de candidatos más a la izquierda que cuestionan la tibieza del liderazgo demócrata, como en las primarias a la alcaldía de Nueva York, en las que el progresista Zohran Mamdani derrotó al exgobernador Andrew Cuomo.

Lo hace a través de dos instrumentos: la movilización de un nacionalismo supremacista cristiano (que, paradójicamente, atrae incluso a sectores de voto latino) y la movilización del dinero leal en campaña. El primero convierte cualquier acercamiento al rival político en una ofensa a Dios y a la patria; el segundo castiga económicamente la deslealtad. Así quiebra un mecanismo de control fundamental en sistemas mayoritarios y presidencialistas: la capacidad del Legislativo para controlar al Ejecutivo, en particular en el uso del dinero o en la selección de la cúpula del poder judicial. Preocupados por su propia supervivencia, congresistas y senadores renuncian a su papel central y permiten al Ejecutivo romper los equilibrios y controlar la composición del árbitro final en el país, el Tribunal Supremo. Las intervenciones a demanda de este último frente a los jueces federales son un factor de preocupación adicional que se suma a la connivencia de las grandes tecnológicas con el Gobierno.

La connivencia en algunos casos es entusiasta (Bezos parece aspirar a que Amazon sustituya al servicio postal); en otros, algo más resignada. Pero lo que todos comparten es una dependencia de la capacidad regulatoria del Estado. Trump lo sabe y ellos también. Trump depende de su complicidad para mantener la difusión de su particular estrategia discursiva; ellos dependen de Trump para preservar sus privilegios oligopolistas y protegerse de intervenciones correctoras desde Europa. La misma dependencia, regulatoria y fiscal, hace que las universidades, con Harvard como honrosa excepción, hayan optado por la diplomacia blanda y tratar de rebajar el golpe a la espera de tiempos mejores. Tardarán en llegar. El asesinato de Charlie Kirk y su elevación a mártir de la causa ha dado paso a un ataque frontal a las libertades civiles, en particular la de prensa. Ha habido respuesta y Jimmy Kimmel está de vuelta, pero los ataques persistirán y con ellos la preocupación sobre la democracia y su salud. Creo que seguiremos instalados en este pantano político y emocional una larga temporada, pero también creo que es algo pronto para dar por muerto al correoso sistema político americano.

Las consecuencias de la política económica ya se notan en áreas que esperaban lo contrario de Trump y algunos demócratas empiezan a dar señales de vida. Las muestras de desacuerdo con políticas como la inmigración o los aranceles se acumulan en las encuestas en las que incluso una proporción elevada de votantes republicanos afirman que el país va en la dirección equivocada. Y la sociedad civil, a un ritmo más lento, empieza a organizarse con vistas a noviembre de 2026. Si los demócratas y votantes republicanos moderados que se quedaron en casa en 2024 se suman a los muchos desencantados que aparecen en las encuestas, el cambio en el Congreso puede bastar para que recupere su papel de contrapeso frente al Ejecutivo. Llegado ese escenario, Trump estará en una posición más débil para intentar prolongar su mandato. Es probable que intente otra vez alterar el proceso político incluso de forma violenta con su policía paralegal, pero no es evidente que lo consiga. La lealtad a Trump es ideológica entre muchos votantes rurales, pero puramente instrumental entre amplios sectores suburbanos, y en muchas élites políticas y económicas. En cuanto perciban fragilidad, redescubrirán los beneficios de la lealtad constitucional. Lo mismo podría ocurrir dentro del Partido Republicano. Una parte importante de sus líderes recuerda al politburó del Partido Comunista soviético: leales, ocultando sus preferencias, y esperando a que desaparezca el control del líder para mover ficha. Como en todo movimiento populista, la dependencia del líder es un factor de fragilidad a medio plazo.

La coalición trumpista tiene por tanto una ventana breve para consolidar el control del Estado y asegurar su hegemonía. Anticipando esta posibilidad, los republicanos centran sus esfuerzos en la administración electoral. Cuanto más riesgo perciben, más tentados están de subvertir las normas. Por eso es importante no dar excusas y evitar responder con la misma moneda, como ha hecho el gobernador de California en respuesta a la manipulación de las fronteras de los distritos en Texas para reducir el número de diputados del otro partido. Este tipo de respuesta es en primer lugar contraproducente dado el grado de concentración del voto demócrata y el número de estados que controlan. Pero sobre todo es institucionalmente suicida. Imitar al Partido Republicano blanquea su estrategia de manipulación institucional y socava las normas supuestamente a proteger. La tentación de estirar las reglas en nombre de la defensa del sistema es un fenómeno común en democracias en crisis que, como ocurrió en los años treinta, abre el campo a desafíos mayores.

De hecho, la evolución de los demócratas en las encuestas, sorprendentemente negativa a pesar del caos generado desde la administración, indica que es hora de ofrecer algo más. En lugar de golpearse el pecho imitando al gorila, los demócratas tienen más que ganar construyendo una estrategia que vuelva a hacerlos atractivos en sectores que situados fuera de los polos de innovación observan con escepticismo, cuando no hastío, la degeneración de la competición política y añoran un Estado que les proporcione servicios, futuro y estabilidad material. Va siendo hora.

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