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COLUMNA
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Europa sin soberano y sin espada

La UE es el experimento más avanzado de orden sin soberano y sin espada, pero el mundo no ha seguido ese camino

Lo dijo Maquiavelo: la indecisión es peor que una mala decisión. Quienes dudan mientras el mundo cambia son arrastrados por los acontecimientos y hoy Bruselas es la capital de los timoratos. Esta semana teníamos 210.000 millones de euros rusos congelados sobre la mesa. ¿Qué hacer? Podíamos confiscarlos, financiar a Ucrania y decirle al Kremlin: el agresor paga. Pero, claro, confiscar activos soberanos es jurídicamente problemático y sienta un peligroso precedente: el Sur Global, muy receloso hacia Occidente, tomaría nota. Y si confiscamos los activos rusos hoy, ¿qué garantiza que los nuestros estarán seguros mañana? Bélgica ―donde está la mayor parte del dinero― se negó a asumir el riesgo sola y Europa eligió una vía menos sexy: emitir eurobonos. Es la segunda vez ―la primera fue en la pandemia― y significa que Alemania, resistente a mutualizar deuda, ha cedido. ¿Es un acto de prudencia institucional o una nueva muestra de la parálisis europea? Probablemente ambas, pero el debate sobre los activos rusos es síntoma de algo más profundo. Europa no sabe decidir, y quizás no sea un defecto sino el resultado de una apuesta históricamente inédita: que el poder puede domesticarse mediante reglas y la soberanía compartirse sin violencia.

Kant soñó la paz perpetua desde un derecho cosmopolita. Monnet y Schuman con hacer la guerra imposible mediante la interdependencia. Habermas argumentó que la legitimidad nace del procedimiento, no del poder. Europa intentó convertir esas ideas en instituciones y funcionó, pero solo hacia dentro. Los franceses y alemanes ya no se matan; los conflictos se resuelven en Bruselas en negociaciones interminables; el poder existe, pero está domesticado. El problema es que hemos proyectado nuestra experiencia al mundo asumiendo que el orden internacional evolucionaría en la misma dirección: más reglas, más instituciones, más interdependencia, menos poder bruto, y la globalización parecía confirmarlo. Europa es el experimento más avanzado de orden sin soberano y sin espada, pero el mundo no ha seguido ese camino. Trump, Putin y Xi actúan en el viejo mundo (poder, decisión, imposición) mientras Europa se enfrenta a ellos con las herramientas del nuevo (reglas, procedimientos, consenso). Todo es como lo describió Tucídides: los fuertes imponen, los débiles se adaptan, quien no entiende el lenguaje del poder acaba hablando solo. Putin invade Ucrania y dice: Crimea es nuestra porque podemos tomarla. Trump impone aranceles y dice: lo hago porque puedo. No importa el derecho internacional ni buscan legitimidad en las instituciones. Actúan y luego justifican, o ni siquiera. Mientras Europa juega al ajedrez, ellos juegan al póker.

El dilema no tiene solución limpia. Si aprendemos el lenguaje del poder, ¿qué nos distingue de aquellos contra los que nos defendemos? ¿No se trataba de demostrar que hay otra forma de ordenar el mundo? Pero si mantenemos las reglas mientras todos las ignoran, no somos virtuosos sino irrelevantes. El derecho sin fuerza es impotente y la fuerza sin derecho es tiranía, y Europa no ha encontrado cómo combinar ambas cosas. No hay manual, pero olvidamos que las comunidades políticas no siempre preceden a la acción, a veces nacen de ella. Los europeos de 1950 no sabían que fundaban algo nuevo. Actuaron, y el proyecto surgió de ese actuar. Quizás la actual crisis sea la ocasión de otra fundación. Los eurobonos, tan faltos de épica, son un paso en esa dirección: ni ruptura ni parálisis, algo de fuerza financiera con legitimidad compartida. Pero un paso no es un camino y Maquiavelo también advirtió que la fortuna es un río: arrastra a quien espera en la orilla.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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