Europa frente a la fuerza bruta
La Unión se esta jugando su autoridad ahora que le toca defender el proyecto democrático que se fue construyendo tras la Segunda Guerra Mundial y del que Trump se ha desentendido


Antes de que se produjera la marcha sobre Roma, Mussolini le comentó a un camarada fascista: “Si en Italia hubiera hoy un Gobierno que mereciera tal nombre, sin ninguna demora mandaría a sus agentes y carabinieri a sellar y ocupar nuestras sedes”. No ocurrió tal cosa, y aquel ejército privado que se había montado y armado fuera del Estado pudo seguir adelante con sus planes hasta alcanzar sus objetivos. Juan J. Linz escribió La quiebra de las democracias (Alianza) en los primeros años setenta, quería saber lo que ocurre para que sucumba esa forma de gobierno —que se sostiene en la competencia libre y no violenta entre partidos diferentes para acceder al poder— ante la fuerza bruta de una maquinaria dominada por un líder. “Una autoridad que no está dispuesta o es incapaz de utilizar la fuerza cuando se ve amenazada por la fuerza”, escribió allí, “pierde el derecho a exigir la obediencia incluso de aquellos no predispuestos a ponerla en duda”. Lo que Linz señala es que ante una coerción como la de las escuadras fascistas, por volver al caso italiano, a las democracias no les queda otro recurso que recurrir también a la coerción. Si no lo hacen, lo primero que pierden es la autoridad.
“Potestad, facultad, legitimidad” son los términos que utiliza el diccionario de la Real Academia en su segunda acepción para definir lo que significa autoridad. Legitimidad: en una democracia esta procede de las urnas y de las reglas de juego que sostienen una democracia. Así que de eso se trata ahora en la Unión Europea, de ver cómo diablos conservan sus políticos esa legitimidad que les dieron los ciudadanos que los votaron ante una fuerza bruta que amenaza su razón de ser. Y su razón de ser ha sido, tras la Segunda Guerra Mundial, la de construir un delicado sistema multilateral basado en el derecho, y no en la fuerza, y que ahora está seriamente amenazado, sobre todo porque un nuevo Gobierno en Estados Unidos, el de Trump, ha decidido desentenderse de sus compromisos con ese proyecto democrático común.
El problema es que Europa ha reaccionado tarde. Cuando la Rusia de Putin invadió Crimea en 2014 las alarmas tuvieron que haber sacudido Bruselas hasta obligar a sus líderes a plantearse qué demonios podían hacer frente a esa exhibición de matonismo. Solo ahora la Unión ha despertado para entrar en un endemoniado bucle de reuniones y de proyectos un tanto precipitados que, por otro lado, tienen un inmenso problema: necesitan tiempo. Tiempo y dinero y, además, una sintonía entre los distintos Estados para poder remar juntos en un desafío que, para una parte de la opinión pública, supone renunciar a uno de sus mayores valores: la conservación de la paz.
Cuando los militares franquistas, apoyados por la Alemania nazi y la Italia fascista, pusieron en marcha la fuerza bruta para destruir la República española, las democracias europeas aplicaron “la política de apaciguamiento”. “La expectativa de un enfrentamiento bélico provocaba gran rechazo en la opinión pública francesa y británica, cuyos sentimientos pacifistas procuraban evitar a toda costa, si era posible, una nueva sangría humana como la de la última Gran Guerra”, escribe Enrique Moradiellos en El reñidero de Europa (Península), donde analiza las dimensiones internacionales de aquella calamidad que enfrentó a los españoles. El momento es tan delicado que quizá habría que plantear los retos sin subterfugios. Y quizá la cuestión no sea más que esta: ¿cómo responde una autoridad democrática a la fuerza de los matones?
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