El debate | ¿Debe España aumentar su gasto en defensa?
Tres años de guerra en Ucrania han puesto sobre la mesa en toda Europa la importancia de elevar el gasto militar y de seguridad, necesidad perentoria desde el regreso de Trump. España aborda la discusión a la cola de la OTAN en esta materia

La presión para aumentar el gasto militar crece tanto en la Unión Europea como en la OTAN, en un escenario internacional cada vez más complejo. España llega a este debate con un gasto en defensa por debajo de sus aliados y con diferencias internas entre los dos socios de gobierno.
Fernando García Sánchez, quien fue jefe del Estado Mayor de la Defensa (Jemad) entre 2011 y 2017, considera que, para estar segura, España debe invertir más y mejor. Su antecesor como Jemad, Julio Rodríguez, prioriza el gasto social al militar y ve preciso un nuevo y más amplio concepto de seguridad.
Invertir más para garantizar nuestra libertad
Fernando García Sánchez
Kofi Annan, quien fue durante una década secretario general de la ONU, dijo: “No disfrutaremos la seguridad sin desarrollo, no disfrutaremos el desarrollo sin seguridad, y no disfrutaremos ninguna sin el respeto por los derechos humanos”. La seguridad es la semilla del desarrollo, la justicia, la igualdad, el Estado de derecho, la democracia y el bienestar social. Y la defensa es el dique que resguarda la libertad para elegir nuestro futuro. Hoy, la globalización y la lucha en todos los terrenos han creado una situación de inseguridad mundial que la guerra de Ucrania ha hecho palpable en Europa, en la UE y en la OTAN. La seguridad se basa en la integración y en la sostenibilidad y se consigue gracias a la voluntad política. La clásica dicotomía “cañones o mantequilla” ha quedado trasnochada, ya que la seguridad con “cañones” se necesita para tener “mantequilla”, es decir, para gozar de libertad, justicia y democracia, y para mantener nuestro Estado de bienestar.
Para estar segura, España debe aumentar su gasto en defensa, invirtiendo más y mejor. Necesitamos unas Fuerzas Armadas excelentes y equilibradas que garanticen la pervivencia de nuestros valores, de nuestra libertad y de nuestro estilo de vida, y que sean sostenibles logística y operativamente. Así, servirán como palanca de influencia internacional tanto militar (en tareas de apoyo, colaboración, prevención, disuasión y combate) como política, diplomática e industrial. Deben “ser”, no “parecer”, lo que implica mejorar sus capacidades humanas y materiales, y racionalizar su organización y sus estructuras.
Aumentar la inversión en defensa, además de alcanzar un determinado porcentaje del PIB, supone asegurar una España democrática con libertad, justicia y el bienestar social que promueve la Constitución. Una política de defensa responsable y transparente incrementa la cohesión social, y, como cuestión de Estado, facilita la evolución de una política nacional de confrontación hacia otra de colaboración.
La inversión en defensa eleva el empleo, mejora el PIB y produce impactos positivos en I+D+i, lo que contribuye a perfeccionar nuestra autonomía estratégica y nuestra posición internacional.
Pero, ¿cómo aumentar nuestro gasto en defensa? La forma en que no hay que hacerlo es gastar sólo por cumplir un compromiso internacional, vergonzosa y peligrosamente eludido. Gastar sin una programación que ajuste y sincronice las necesidades de personal, de material y de financiación es malgastar, no invertir.
El cuello de botella de este proceso de renovación de las Fuerzas Armadas se halla en las programaciones, que deben ser transparentes para que cuenten con el respaldo de los ciudadanos. A partir de la Estrategia de Seguridad Nacional, necesitamos una ley de programación y financiación que sirva a medio y largo plazo. De forma prioritaria, hay que invertir en personal para elevar la moral de las dotaciones. Urge igualmente una modificación de la Ley de la Carrera Militar, cuya entrada en vigor se remonta a 2008, para incorporar de forma masiva a reservistas y flexibilizar el perfil del combatiente del siglo XXI.
La nueva naturaleza de la guerra, que ha quedado en evidencia en Ucrania, obliga a revisar y corregir los programas de armamento que se encuentran en marcha. Se necesitan ya unos Presupuestos que asignen el 2% del PIB a defensa, aprovechando las normas fiscales de la UE, y, con su apoyo, llegar hasta el 3,5%.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, presentó el día 4 el plan de rearme de la Unión, que detalla algunas de las capacidades estimadas prioritarias: defensa aérea y antimisiles; sistemas de artillería, misiles y munición; sistemas de drones y antidrones; protección de infraestructuras críticas; movilidad; ciberseguridad; inteligencia artificial y guerra electrónica. Deberíamos ajustar tales capacidades a nuestras prioridades estratégicas, sin perder de vista las ventajas de las tecnologías duales y la necesidad de integración y sostenibilidad operativa.
La inseguridad global refuerza la importancia de la defensa como un elemento nacional de carácter existencial, pero igualmente demuestra solidaridad, el cumplimiento de nuestros compromisos y la unidad de acción con nuestros aliados.
La seguridad es tener techo, no tanques
Julio Rodríguez
Todas las guerras son terribles. Ninguna comienza con el primer disparo, pues los conflictos bélicos no acostumbran a crear fenómenos de la nada, sino a poner de manifiesto asuntos latentes, y ninguna termina cuando se silencian las armas: las posguerras son a menudo igual de violentas y se necesitan años, si no décadas, para superar sus huellas. Por encima de todo, las guerras son una prueba del fracaso de la política.
La Unión Europea se construyó como un espacio de paz precisamente frente a la experiencia traumática de la guerra, y en los años ochenta aparecieron conceptos como “seguridad compartida”, “defensas no provocativas” o “incapacidad mutua para no atacar”, en lo que constituyó un relevante esfuerzo colectivo para superar los dilemas de la Guerra Fría. El informe de Olof Palme, en 1982, tuvo una enorme repercusión y giraba sobre el principio “mi seguridad es tu seguridad y tu seguridad es mi seguridad”.
Más de 40 años después, en cambio, asistimos a un retroceso acelerado con respecto a esos planteamientos: los países occidentales han renunciado a la diplomacia y a la búsqueda de la paz, dejando de lado la posibilidad de responder a los conflictos mediante la erradicación de sus causas y el sistema de garantías del derecho internacional. La OTAN, más dependiente de EE UU que nunca, se refuerza, mientras la OSCE se debilita, Alemania dispara su presupuesto militar y se abre a participar en el paraguas nuclear, y Donald Tusk aboga por que Polonia albergue armas nucleares.
Por mucho rearme que se pueda plantear, en el mundo existe hoy una compleja competición en torno a sectores específicos, y ningún país podrá dominar todas las esferas. El control de los datos, por ejemplo, ya resulta más eficaz que el control de las bayonetas, y la gran rivalidad entre EE UU y China, y el futuro de las hegemonías, se decidirá en las vías no militares. Por eso sorprende y debería preocuparnos que estos días se hable con frivolidad y ligereza de la posibilidad de implicarse en un conflicto armado, o que se abogue por un proceso de militarización inspirado por viejas doctrinas que prometen seguridad, pero que engendran justo lo contrario. La historia demuestra que el “rearme” es el camino que nos llevará al desastre, y que ese término es un eufemismo que anticipa y justificará más guerras, y, con ello, enormes sacrificios sociales.
Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), en 2023 se gastaron en armas 2,4 billones de dólares, una cantidad que sería suficiente para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, erradicando el hambre y garantizando servicios de salud, educación, vivienda y energía eléctrica a todos los habitantes del mundo en desarrollo. En Europa, el año pasado, el gasto militar de los Veintisiete alcanzó los 326.000 millones de euros, casi cuatro veces el de Rusia. En España, existe una enorme disparidad entre el gasto oficial y el real: el presupuesto del Ministerio de Defensa ascendió a 12.800 millones en 2023; la Intervención General del Estado contabilizó 15.250 millones al cierre del ejercicio; el SIPRI estima —al incluir las partidas presupuestarias de otros ministerios y organismos— que fue de 27.600 millones y, si se suma la deuda imputable al gasto militar, ascendería a 48.800 millones, pues existen compromisos de gasto hasta 2037 en programas de armamento.
Cualquier perspectiva de una paz duradera en estos días debe ir asociada a un nuevo concepto de seguridad, entendido en su sentido más amplio. Entre otras cuestiones, debe implicar dar pasos adelante en seguridad humana, seguridad habitacional, seguridad económica o seguridad ecológica, y tiene que ser sometido al debate público. Emprender una escalada militar en aras de una supuesta mayor seguridad tendría como resultado multiplicar los beneficios de la industria militar, en manos de unos pocos, y empobrecer al conjunto de la ciudadanía española, que siempre ha apostado y se ha movilizado por la paz. Hurtarle esa discusión para que decidan un puñado de aguerridos expertos sólo servirá para imponer un incremento aleatorio del gasto en armamento.
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