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TRIBUNA
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Limitar el anonimato en las redes para recuperar la civilidad

Urge reducir el poder de Zuckerberg, Musk y otros como ellos porque han creado un Estado ajeno a los Estados

Limitar el anonimato en las redes para recuperar la civilidad. Álex Grijelmo
Mikel Jaso
Álex Grijelmo

El anuncio de Mark Zuckerberg de suprimir los verificadores en Meta (Facebook, Instagram) es una declaración de guerra a la civilidad; no tanto por su efecto real —las falsedades ya circulaban a su antojo— como por la nueva demostración de que tanto él como el genialoide dueño de Twitter/X, Elon Musk, han creado con sus redes un Estado ajeno a los Estados, a los jueces, a los organismos internacionales, a los derechos humanos. Ajeno incluso a la empatía hacia sus semejantes.

La decisión de Meta contribuye a facilitar aún más que las redes se llenen de patrañas; lo cual desvirtúa a su vez el valor de las verdades, porque a miles de millones de personas ya les resultará imposible discernir lo cierto de lo falso. La abundancia de mentiras pone en duda también la verdad.

Es muy grave el deterioro deliberado que esos dos poderosos multimillonarios —ahora en coalición con Donald Trump— están causando en los valores de la convivencia, entre ellos el respeto a la justicia y a los hechos comprobados histórica o científicamente. Las plataformas de Musk y Zuckerberg no colaboran con los tribunales nacionales para detener a los autores de delitos cometidos en sus redes, alegan una supuesta extraterritorialidad y actúan con la inmunidad del hombre invisible.

El 24 de octubre de 2023, 41 fiscales estadounidenses, tanto republicanos como demócratas, presentaban una demanda contra Meta por desarrollar productos diseñados a propósito para enganchar a los niños, a quienes convierte a sabiendas en adictos de sus redes, lo que pone en riesgo su salud mental.

La fiscal general de Nueva York, Letitia James, no se anduvo con medias tintas: “Los niños y adolescentes están sufriendo como nunca antes problemas de salud mental, y las compañías de redes sociales son las culpables”. Y tampoco el fiscal general de California, Rob Bonta: “Meta ha estado perjudicando a nuestros niños y adolescentes, cultivando sus adicciones para disparar sus ingresos empresariales”.

El 30 de enero de 2024, y durante una investigación en el Senado de EE UU sobre las consecuencias de las redes sociales, el republicano Lindsey Graham le dijo a la cara al dueño de Facebook: “Señor Zuckerberg: usted y las compañías presentes, aunque sabemos que no era esa su intención, tienen las manos manchadas de sangre. Hacen un producto que está matando gente”. Se hallaban entre el público familiares de niños y adolescentes víctimas de las redes por abusos sexuales y suicidios. Algunos de esos padres mostraban en alto las fotos de sus hijos, sin que a Zuckerberg pareciera afectarle lo más mínimo. No fue más allá de una fría petición de disculpas.

El representante republicano continuó: “Cuando los cigarrillos mataban a la gente, hicimos algo al respecto. Tal vez no lo suficiente. (…) Aquí, nada. ¿No se puede hacer nada? ¿No pueden ser cuestionados?”.

Facebook admitió en 2023 que sólo en el segundo trimestre de ese año sus “moderadores” habían retirado 7,2 millones de vídeos que contenían abusos sexuales a niños, 6,4 millones en los que se veían autolesiones o suicidios y 17,5 millones por discursos de odio; y en Instagram, 6,2 millones de vídeos violentos. Estos son sus incompletos datos, porque no sabemos cuánto tiempo llevaban esos contenidos ahí cuando fueron suprimidos ni qué porcentaje suponen respecto de las barbaridades que no alcanzaban a atajar con sus cada vez más limitados recursos (los medios periodísticos cifraban en 20.000 los “moderadores” en 2018, pero 15.000 en 2023).

Esos revisores trabajan en 50 lenguas, y, a tenor de sus propios testimonios, cobran en el mejor de los casos 28.800 dólares al año por soportar las imágenes más terroríficas de la bajeza humana. De ellos, 2.000 trabajan en Barcelona como empleados de una subcontrata. Según informó La Vanguardia el 6 de octubre de 2023, su jornada habitual consiste en revisar unos 450 vídeos cada uno, de contenido extremo.

Estos moderadores observan crueles asesinatos de bebés, decapitaciones terroristas, cómo se suicida un estudiante tras dejar una nota, cómo una joven es llevada a un portal por cuatro hombres y violada, cómo se maltrata a un perro… y también ingenuos desnudos. Después, terminado su horario, intentan comportarse con normalidad para salir a la calle y relacionarse con el resto de la gente. No todos lo consiguen: de esos dos millares de supervisores con sede en Barcelona, cerca de 400 se hallaban de baja por traumas psicológicos cuando La Vanguardia publicó los datos.

En cualquier caso, parece claro que el trabajo de los supervisores intenta tapar el sol con un dedo. No hay forma de controlar lo que publican más de 3.000 millones de usuarios, la inmensa mayoría con cuentas que les permiten ocultar su identidad.

Y ahí llegan las grandes preguntas: ¿pasaría todo eso sin el amparo que otorgan las redes sociales al anonimato, al seudonimato y a las suplantaciones? ¿Circularían tanto odio y tanto racismo? ¿Disfrutarían los delincuentes de tanta impunidad?

Actualmente la justicia española resuelve menos del 1% de los ciberdelitos denunciados (los cometidos son muchos más). Y las denuncias por extorsiones basadas en vídeos sexuales se triplicaron entre 2018 y 2023: de 1.691 pasaron a 4.460, según la Fiscalía General del Estado.

La ocultación del nombre propio se halla detrás de todo eso, y constituye así una afrenta a la civilización humana, construida precisamente sobre su existencia. ¿Cómo viviríamos sin nombres propios?

El anonimato —un pilar de los negocios de Zuckerberg y Musk— contribuye a la desaparición del respeto y la cortesía en las comunicaciones, favorece la calumnia y la difamación, el racismo, las amenazas, las acusaciones falsas, las estafas, las suplantaciones, la invasión de la intimidad, el que los menores se hagan pasar por adultos para acceder a páginas porno o casinos, el que los pederastas se hagan pasar por menores para ejecutar sus engaños, el reclutamiento de terroristas, la creación de millones de robots que aparentan ser personas, la difusión no consentida de vídeos sexuales y los ataques y acosos contra adolescentes, especialmente mujeres.

Aún desconocemos la influencia de los acosos anónimos en el incremento de suicidios entre jóvenes (aumentaron el 32% entre 2019 y 2021), en el fracaso escolar, en las depresiones, en la pérdida de la autoestima que sienten muchos de ellos.

Un ataque anónimo es un disparo por la espalda.

Por todo esto, urge reducir el poder de Zuckerberg, Musk y otros como ellos; y regular y limitar democráticamente el anonimato en las redes sociales, a ser posible con normas de rango europeo o internacional; y con todos los matices pertinentes, entre ellos la protección de los activistas en países totalitarios. Pero sin la impunidad que ahora se da en las naciones donde las libertades están garantizadas.

Quizás esto todavía parezca irrealizable, pero se han planteado propuestas válidas como la defendida por el abogado Borja Adsuara: crear un banco de equivalencias entre seudónimo y nombre real, custodiado por notarios o registradores, de modo que para abrir una cuenta en redes se exija que el usuario figure antes en ese repositorio. Así será fácil llegar rápidamente a un autor cuando cometa un delito y lo pida un juez.

La propuesta de Adsuara me parece razonable y razonada, como primer paso en este proceso. Mi postura personal, y todavía utópica, va más allá: hace falta limitar drásticamente el anonimato en las plataformas (incluida Tripadvisor) porque eso contribuirá a limpiar los debates, a asumir la responsabilidad de lo dicho, a reducir la desinformación y a recuperar el civismo perdido.

Ojalá se abra paso la idea de que no hay que defender el anonimato para defender con ello la libertad de expresión, sino proteger la libertad de expresión para que no sea necesario el anonimato.

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Sobre la firma

Álex Grijelmo
Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades
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