Recetas para salvar una Europa amenazada
La UE se juega su destino en la capacidad de lograr una dirección política unificada y en resolver las grietas que aquejan a su modelo social
Hace algo más de un mes que se publicó el llamado Informe Draghi, un riguroso e inquietante diagnóstico del descuelgue de la economía de la UE con respecto a EE UU y China. La necesidad de una mayor apuesta por la integración europea o los aproximadamente 750.000 millones de euros necesarios de inversión anual para ser competitivos en los próximos años son algunos de sus asuntos más comentados. Sin ánimo de entrar en los aspectos concretos del texto, observémoslo desde una perspectiva histórica.
No es la primera vez que un simple informe ha tenido tal trascendencia. Cuando el expresidente del Banco Central Europeo (y exvicepresidente de Goldman Sachs) expone los niveles de inversión imprescindibles para mantener la competitividad de la UE, se hace eco de ese otro período histórico decisivo: “Se necesita una inversión adicional anual mínima de 750.000 a 800.000 millones de euros correspondiente al 4,4%-4,7% del PIB de la UE en 2023. A modo de comparación, la inversión durante el Plan Marshall entre 1948 y 1951 equivalía a solo el 1%-2% del PIB de la UE. Este aumento requeriría que la tasa de inversión de la UE aumentara de alrededor del 22% del PIB actual a alrededor del 27%, revirtiendo un declive de varias décadas en la mayoría de las grandes economías de la UE”. Más allá de las cuestiones económicas esenciales, se plantea un diagnóstico de época: Europa se vuelve a encontrar ante un desafío existencial.
Las circunstancias eran muy diferentes. En aquel momento, Europa acababa de ser destruida por una guerra que se cobró millones de víctimas humanas e incontables daños materiales. En pleno conflicto bélico, Winston Churchill encargó un informe a William Henry Beveridge, director de la London School of Economics. Conformaron el Informe Beveridge dos textos. El primero se centraba en superar los sistemas de seguridad social y sanitario limitados —diseñados originalmente en la Alemania de Bismarck— y en desarrollar lo que más tarde se conoció como el Estado social, que se ocupaba del pleno empleo. Solo se vieron sus frutos cuando las sociedades europeas comenzaron la reconstrucción tras la guerra. El primer Gobierno que dio forma al espíritu del 45 fue el de Clement Attlee, el laborista británico que inspiró, posteriormente, el modelo de los Estados de bienestar europeos. Hizo falta una revolución para salvar Europa: una intervención del Estado en la economía sin precedentes; unos sistemas públicos de salud y de pensiones universales, y una política fiscal progresiva, que sirvió para financiarlos. El tipo marginal máximo del impuesto sobre la renta llegó a ser del 90%, una realidad que se generalizó a otros países, incluido EE UU. Tras el final de una guerra devastadora y cruenta, Europa fue capaz de recuperarse en las siguientes décadas y convertirse en una de las regiones más prósperas y productivas del planeta.
La situación hoy está lejos de ser tan dramática y los retos son distintos. Pero la resaca de la crisis de la mundialización en 2008 y de su gestión austericida por parte de la UE, las convulsiones económicas provocadas por la pandemia de la covid-19, el avance de la crisis climática y la guerra de Rusia en Ucrania y la inestabilidad geopolítica —cuyo rostro más inhumano se retransmite a diario desde Gaza y, ahora, con especial intensidad en el sur del Líbano— pintan un oscuro panorama para el continente. La falta de competitividad europea no es un asunto abstracto o una discusión exclusiva entre macroeconomistas; muy al contrario, se deja sentir en los bolsillos de la ciudadanía y condiciona las respuestas de las principales economías europeas, que se encuentran hoy entre la recesión —como Alemania— y el estancamiento —como Francia—. Ante circunstancias así, cuando todo parece sustentarse en arenas movedizas, para salvar el orden hay que ser infiel a sus propios mandatos.
Quizás por esa razón, Mario Draghi, un hombre del establishment europeo, que enderezó el rumbo en la crisis de la deuda con su famoso “whatever it takes” (“cueste lo que cueste”), es el elegido por Von der Leyen, la presidenta de la Comisión más a la derecha en la historia, para intentar dar un salto adelante en la integración de la Unión y enfrentarse a las “pulsiones nacionalistas”. A pesar de la sonada oposición del Gobierno alemán y de otros países centrales a la vía de la deuda mancomunada y el aumento de la inversión pública, una cosa parece evidente: o la Unión consigue sobreponerse a sus tendencias centrífugas y logra un rumbo común o su futuro se tambalea. La UE, además de las vitales brechas de competitividad por sectores, se juega su destino en la capacidad de lograr una dirección política clara y unificada que articule la soberanía de sus distintas realidades nacionales.
En todo caso, para ser capaz de emular el gesto de Beveridge y estar en condiciones de “salvar a Europa” hace falta algo más que un diagnóstico realista y “heterodoxo” o miles de millones de inversión pública anuales para mejorar la competitividad europea. Hace falta algo que quizá Draghi y su equipo acaben por recoger en un segundo informe. No es suficiente, en primer lugar, con señalar que hay que mantener el Estado social europeo. Es evidente, como apuntan los autores del informe, que la existencia de un gran mercado único con un poder de compra relativamente amplio y una institucionalidad estable son ventajas competitivas con respecto a sus competidores geopolíticos. Pero no es menos cierto que los pilares sociales europeos muestran grietas y atraviesan una cierta crisis. Para hacernos una idea de sus dimensiones, según Eurostat, en 2023 había 94,6 millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión social en la UE.
Este punto ciego del Informe Draghi es el que lo aleja del foco de interés de la mayoría de la ciudadanía. Mientras, Beveridge consiguió, al ocuparse de las cuestiones que afectaban a la vida cotidiana del pueblo, que su informe trascendiera la discusión experta y se popularizara a través de miles y miles de ejemplares que fueron impresos, distribuidos y leídos.
En segundo lugar, aunque la crisis climática se valora y analiza en ciertos aspectos decisivos para la economía, las políticas climáticas aparecen más como un freno o un límite a la competitividad que como un elemento central de una estrategia de crecimiento propia para Europa. La emergencia ecológica es el principal desafío de la época, y no un mero condicionante económico.
Esta analogía histórica hace emerger, además, cuestiones que traspasan el debate ideológico de unas élites bienintencionadamente reformistas. Fueron factores humanos y políticos los decisivos para la construcción del Estado de bienestar: la existencia de la Unión Soviética —señalada habitualmente por el historiador Josep Fontana como modelo alternativo que contenía a la Europa occidental— y la fuerza y relativa cohesión de un tejido obrero con instituciones, partidos y sindicatos encargados de presionar a las clases dirigentes para conseguir un pacto social justo y una paz duradera.
¿Quién o qué puede ocupar hoy el papel de la URSS? ¿Es suficiente la existencia de bloques geopolíticos competidores como EE UU o China en una guerra económica, tecnológica e industrial? ¿Ocupa de nuevo —paradójicamente— la Rusia de Putin ese rol de amenaza existencial para Occidente? ¿Qué fuerzas políticas y sociales son capaces hoy de movilizarse para hacer irreversibles transformaciones económicas y sociales de la envergadura que necesitamos, incluso bajo un control más estricto de lo público? ¿Hemos aprendido aquella lección y vamos a salvar a Europa para no tener que volver a reconstruirla?
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