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Tribuna
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El espíritu del 45

Los laboristas británicos quisieron cambiar la vida de las personas y lo lograron, algo que sus sucesores no consiguen hacer

El líder laborista británico Clement Attlee (en el centro), en una foto de 1945.
El líder laborista británico Clement Attlee (en el centro), en una foto de 1945.Stevenson (Topical Press Agency/Getty Images)
Coradino Vega

Puede que el orden nacido en la posguerra europea, con sus consensos sobre el Estado del bienestar y la preminencia de la paz y los derechos humanos, comenzara a socavarse cuando las generaciones sin el reflejo moral surgido de 1945 cobraron protagonismo. La Segunda Guerra Mundial ya no forma parte de la vida íntima y familiar de la mayoría de los ciudadanos europeos, y a algunos estudiantes, cuando escuchan hablar de ella, les resulta tan ajena como las campañas napoleónicas. Las consecuencias empiezan a ser notorias: dudas respecto a la democracia, desconfianza en la política, xenofobia, nacionalpopulismo; guerras en Ucrania y en Oriente Próximo; victorias de la ultraderecha en Länder alemanes y Austria. Aquel viejo orden partía de una premisa: nunca más a la guerra y al fascismo, pero también a la pobreza y las condiciones insalubres que describió Orwell en El camino a Wigan Pier. Y a recordar el optimismo y el impulso cargado de razón que supuso en el Reino Unido la victoria laborista de Clement Attlee, dedicó Ken Loach su documental El espíritu del 45.

Impactan las imágenes del recién elegido primer ministro inglés hablar de un socialismo orgulloso de serlo, dispuesto a combatir los privilegios de unos pocos que acaparaban la riqueza y a poner los objetivos comunes de la población en primer término. La experiencia de la guerra había probado la capacidad del esfuerzo colectivo. El informe encargado a William Beveridge pocos años antes hablaba de acabar con la miseria, el desempleo, la enfermedad y la ignorancia. Y a eso dedicaron todo su empeño ese conjunto de políticos con la seriedad ética y la austeridad personal del propio Attlee. Se trataba de ofrecerle a la clase trabajadora las riendas de su vida, de materializar el uno para todos y todos para uno, de ganar la paz y desmentir el aserto de Hayek con el que Churchill perdió las elecciones: “Se empieza interviniendo un poco en la economía y se acaba en el totalitarismo”. Porque el medio para conseguirlo fue una rigurosa planificación pública: en menos de cinco años, el Estado nacionalizó los ferrocarriles y otros medios de transporte, las minas de carbón, los muelles, el gas y la electricidad.

Pero, sin duda, las medidas más asombrosas las llevó a cabo el enérgico ministro de Sanidad y Vivienda, Aneurin Bevan. Para que el Estado pudiera asistir a sus ciudadanos desde la cuna a la tumba, hacía falta un Servicio Nacional de Salud y un ambicioso programa que otorgase un hogar decente a los más desfavorecidos. La tarea consistía en hacerle la vida mejor y más agradable al mayor número de personas posible: dentaduras postizas, gafas, medicinas, casas con cuarto de baño, transporte público, buenos colegios públicos cerca; bienes de primera necesidad que no podían incurrir en la falacia de que la gestión privada siempre es más eficiente ni en la competitividad; no tener miedo a enfermar porque el Estado te garantizaría el mejor tratamiento imparcial por parte de un grupo de profesionales ajenos a los intereses comerciales. Había cosas que no podían dejarse en manos del mercado. Sin embargo, Margaret Thatcher pensaba lo contrario y, en sus años de gobierno, no solo se dedicó a desmantelar de forma intensiva todo ese tejido público, sino que enseñó con éxito la senda antikeynesiana de la riqueza y el individualismo a la mayoría de los gobernantes de su época, ya fueran conservadores o presuntamente socialdemócratas.

Ahora llevamos 20 años en los que, como dice Máriam Martínez-Bascuñán al hablar de Keir Starmer, la retórica del pragmatismo y la excepcionalidad ha normalizado los recortes, bajo la excusa que sea (crisis, pandemia, guerra), en la atención a los más vulnerables. Ante ellos, a los que en otro tiempo representaron y defendieron, buena parte de los partidos socialistas europeos han perdido su credibilidad, dejando que la desesperación sea aprovechada de nuevo por la extrema derecha. De ahí que resulte imprescindible ver una y otra vez El espíritu del 45. Para no perder el “motor del recuerdo” del que habla Timothy Garton Ash. Y para no perder tampoco el norte cuando leemos que en España solo hay un 2% de vivienda social, mientras la media de la UE es el 10% y hay países que incluso alcanzan el 20%. O vemos la proliferación de universidades privadas en comunidades como Madrid o Andalucía, entregadas con descaro a los conciertos educativos y sanitarios y al negocio privado, por mucho que se escuden en eufemismos como “externalizar” o “libertad de elección”.

No es nostalgia. Es el recordatorio de que toda conquista se puede perder y de que la cuestión radica, más de lo que se cree, en la voluntad política. Attlee y Bevan quisieron hacerlo y alcanzaron el pleno empleo en circunstancias mucho más adversas. Los dos hablaban en un lenguaje claro que llegaba a la mayoría de la gente. Los dos supieron extraer las lecciones de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial que nosotros no hemos sacado de la crisis de 2008 y la pandemia.

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